Traducido por Gorka Larrabeiti
Está claro que esta noche no hay gloria. Y mañana ningún horizonte. Era antifrástico también el título de la película de Stanley Kubrick, uno de los más hermosos contra la obtusidad antihumana del militarismo. El argumento es conocido: durante la Primera Guerra mundial, en el frente occidental, un general francés inepto lanza un ataque imposible contra una fortificación alemana. Las tropas francesas no consiguen ni siquiera salir de las trincheras; las ametralladoras los aniquilan y se repliegan. El ataque es una catástrofe colosal. Para no pasar por incapaz, el general echa la culpa a la cobardía de sus soldados y pide que se fusile a cien, elegidos al azar. El Alto Mando le concede tres. Tre chivos expiatorios que pagaran por todos, aunque la culpa no sea de nadie, o mejor, lo es de quien mandaba desde lo alto. Y de quien quiso esa guerra.
La justicia italiana, esta noche, no es distinta de la justicia militar del film de Kubrick (que se inspiró en un hecho sucedido realmente). También allí había un buen abogado defensor al que derrotaban con una sentencia grotesca, casi caricaturesca de puro absurdo.
La justicia italiana ha decidido que cinco personas pagarán por todos. Acaso se les sumen otros cinco. Así se obtiene un especie de empate político con la sentencia por el asalto a la escuela Díaz. Poco importa que las condenas de los policías se refieran a las palizas y la masacre premeditada de personas, por lo demás indefensas, mientras que las de los manifestantes se refieran a la destrucción de cosas, de objetos inanimados, en medio del caos generalizado. Alguno de ellos se pilla diez años de cárcel.
Diez años. Casi el mismo tiempo que ha pasado desde entonces. Entre tanto, las vidas de esas personas se han convertido en quién sabe qué respecto a la de aquellos días. Entre tanto, los daños materiales a las cosas se han reparado, las aseguradoras han indemnizado, el mundo ha cambiado. Entre tanto, las imágenes de Génova de esos días, con el comportamiento de las fuerzas del orden y del clima que se creó han pasado por todos los canales de comunicación como un bucle hasta convertirse en parte del imaginario colectivo. Entre tanto, sobre el G8 se han rodado documentales y películas, se han publicado decenas de libros y escrito ríos de tinta. Y después de todo ello, debe llegar la sentencia que pretende que paguen la cuenta diez personas, metafóricamente extraidas por la suerte del destino, mediante una filmación y no otra, mediante una foto sacada un segundo antes en lugar de un segundo después. Los tres soldados de la película de Kubrick.
Estuve en Génova aquel julio de hace once años. Estaba detrás de la primera fila de escudos de plexiglass en la via Tolemaide, cuando cargaron sin más contra la manifestación y nos asfixiaron con gas en un trecho del recorrido autorizado. No era posible retroceder con diez mil personas detrás y la única solución para salvarnos e impedir que machacaran a la gente fue responder a las cargas como se podía, y al final, después del desastre, tras la batalla, la muerte, proteger la cola de la manifestación que retrocedía bajo los manguerazos de los hidrantes.También estuve el día siguiente, con muchos otros, trepando por callejuelas y senderos con los helicópteros sobre nuestras cabezas hasta lo más alto de la ciudad para llevar a todo el mundo a la base.
Podría haber sido uno de ellos. Uno de estos infantes extraídos por la suerte. En cambio, estoy aquí, escribiendo, en plena noche, incapaz de dormir, sabedor de que mañana la cosa irá mejor, que dormiré más y que poco a poco me podré conceder el lujo de reducirlo todo a un mal recuerdo lejano. Ellos no. Las vidas que han llevado en estos once años se interrumpen y Génova vuelve a empezar desde el principio.
Este país está acabando como se merece. En Génova del 2001 nos manifestábamos contra el poder oligárquico de los grandes organismos económicos internacionales. Pensábamos sobre todo en las recetas neoliberistas fracasadas que el FMI imponía a los países más pobres, devastando sus economías con chantajes y ahogándolos con el mecanismo de la deuda. Hoy esa cura nos toca a nosotros. En Italia mandan comisarios no elegidos del Banco Central Europeo y aplican la misma receta a base de recortes del gasto público, cuyo fin se reduce en definitiva a un enunciado sencillo: salvar a los ricos.
Teníamos razón.
Hemos perdido.
El enemigo hace rehenes.
Hasta que la marea vuelva a subir otra vez.