El neoliberalismo ha muerto, pero sigue caminando. A la manera de un neoliberalismo zombi, el orden internacional es una camisa de fuerza que no permite a nadie salir del libre mercado, pero este se pudre dentro de ella. Vivimos un largo agotamiento neoliberal sin que se haya consolidado una nueva manera de generar ganancias (otro régimen de acumulación) ni una nueva forma de gubernamentalidad (otro modo de regulación).
El ciclo de gobiernos progresistas en América Latina ―al que se sumó en México el de Andrés Manuel López Obrador— ha sido una respuesta a esa larga crisis que, a pesar de ensayar otro modo de regulación posneoliberal, no ha constituido otra forma de acumulación del capitalismo periférico. El progresismo apostó al equilibrio del progreso con la justicia social lo que, en otras palabras, se traduce en la convivencia entre los intereses del capital y los de las clases subalternas. Ese equilibrismo, por definición, es inestable. Ambas ideas son expuestas en este texto.
Agotamiento del ciclo de acumulación
Antes del advenimiento de la pandemia, la economía-mundo se había estancado en un crecimiento lento, con poca creación de empleos y una hipertrofia especulativa al borde de nuevas crisis; a ello se sumaron los motores asiáticos de inversión desacelerados y una guerra comercial dirigida por Estados Unidos contra China, que anuncia el aumento de la competencia intercapitalista por el mercado mundial.
El régimen de acumulación neoliberal debió morir después de la crisis financiera de 2008. La clase política estadounidense decidió que el colapso bancario era intolerable y sostuvo al capital financiero en pie. Esa decisión postergó el ocaso neoliberal ante la inexistencia de un proyecto que lo sustituyera.
Si consideramos un régimen de acumulación como el entramado histórico que permite estabilizar una manera de producir una tasa y masa suficiente de plusvalor y ganancia, podemos entonces caracterizar al neoliberalismo como una ofensiva mundial de la clase dominante a través de globalización, financiarización, revolución productiva y transformación estatal que aseguraran una agresiva expansión del libre mercado.
Las cuatro estrategias de la clase dominante fueron reacciones zigzagueantes, respuestas de ensayo y error que terminaron por consolidar un consenso hegemónico para impulsar otro régimen de acumulación, una vez que el ciclo basado en el compromiso capital-trabajo de la posguerra, de corte keynesiano, había colapsado.
Pero los límites de las cuatro estrategias desde hace mucho comenzaron a volverse evidentes. La financiarización ha provocado inestabilidad cíclica, con burbujas y crisis financieras cada vez más intensas, que terminaron en la colosal crisis bancaria de 2008.
La diferencia entre el valor realizado y el valor prometido para los especuladores es una brecha cada vez más insuperable y peligrosa. El límite de la financiarización es su gigantismo, ya que demanda ganancias a un ritmo y escala insoportables para el tamaño de la economía real.
La transformación productiva ―basada en la deslocalización, es decir, el traslado de las inversiones industriales hacia el sur del mundo, especialmente Asia, en busca de mano de obra barata, y la automatización― lograron un ciclo virtuoso que, sin embargo, no ha sido duradero. El costo ha sido el desempleo crónico en Estados Unidos, por ejemplo –impacto que Trump reprocha a la globalización. La liberalización de China permitió un enorme crecimiento y demanda de materias primas, de la cual todos los gobiernos progresistas sudamericanos entre 1999 y 2014 se beneficiaron coyunturalmente, para después paralizarse ante la contracción económica del gigante asiático.
La apertura de los mercados nacionales a la competencia mundial ha concentrado el poder económico de manera brutal en las poderosas multinacionales, erosionando o destruyendo tendencialmente a buena parte de sus adversarios en las economías nacionales periféricas, colonizando los sistemas alimentarios, volviéndose así oligopolios mundiales de los textiles o de la tecnología. El hiperconsumo de la globalización neoliberal ha llevado a un aumento de las emisiones de gases de efecto invernadero, que implica un peligroso desacoplamiento del ritmo cada vez más intenso y frenético de la economía capitalista con respecto a los tiempos de renovación y adaptación de las especies y ecosistemas.
Las políticas económicas neoliberales consiguieron trasladar una riqueza inusitada hacia el capital con el ciclo de privatizaciones de bienes público-estatales y aseguraron privilegios fiscales al reducir los impuestos a los ricos; construyeron además una institucionalidad que asegura a toda costa la competencia, la cual termina beneficiando sólo al capital financiero y a las multinacionales.
La reducción del gasto público, las reformas a los sistemas de pensiones y de derechos laborales asfixiaron y precarizaron a los trabajadores que aún mantienen sus empleos; erosionaron o destruyeron la red de protección social ―salud y educación― que mantenía la estabilidad sociopolítica. El neoliberalismo logró reconfigurar al Estado como garante de las condiciones marco de reproducción del capital a un costo socioambiental muy alto.
El enorme triunfo de la financiarización, la globalización, la revolución productiva y el Estado neoliberal reconfigurado ha llevado a una escisión entre el exitoso mundo del capital ―de la mano de la clase política mundial― y las clases dominadas. Esta ruptura ha significado una crisis del modo de regulación, es decir, del compromiso entre clases dominantes y clases subalternas, donde estas últimas no creen más en lo que creían antes, señalando, impugnando e incluso rebelándose ante sus gobiernos.
A la resistencia al neoliberalismo de las décadas de los ochenta y noventa, siguió un ciclo de impugnación antiglobalización ―el altermundismo nacido en Seattle en 1999―, así como un primer ciclo de rebeliones latinoamericanas ―Argentina, Ecuador y Bolivia― en el mismo periodo; para luego emerger una oleada de protestas de indignados como reacción a la crisis financiera (de Occupy Wall Street a la plaza del Sol en 2011, pasando por Grecia) y recientemente un nuevo ciclo de movilización y rebelión popular en Sudamérica ―cuyo epicentro es el octubre chileno de 2019, junto a Ecuador o Haití. A todo ello hay que sumar un enorme movimiento que logró sacar a las calles a siete millones de jóvenes contra el cambio climático en el norte del mundo, sin olvidar una resistencia continental en el sur contra el despliegue del capital sobre la naturaleza, encabezado por el ambientalismo comunitario de los pueblos indígenas.
Esta enorme fuerza de las clases subalternas ha sido el freno de emergencia contra el capital mundializado. Dicha fuerza ha sido suficientemente potente como para poner en crisis política a los gobiernos neoliberales más inestables y periféricos, pero sin las condiciones para bloquear la reproducción ampliada del capital ni para vetar en las calles al neoliberalismo en los países centrales. Ha sido lo suficientemente radical para señalar a la globalización neoliberal, pero sin condiciones para presentar una alternativa a ella.
Vivimos entonces un interregno: un periodo breve de desorden o caos mundial en torno del modo de regulación que debe acompañar y dirigir un potencial nuevo ciclo de acumulación. De la lucha por la reestructuración de la acumulación lo que ha emergido es la inestabilidad y la división de las clases dominantes. No hay consenso sobre cómo dirigir el mundo.
La corriente potencialmente hegemónica es la que reconoce la crisis político-ambiental, que aspira ya a reorganizar al capitalismo desde una plataforma de continuidad multilateral y globalización, impulsando la sobreacumulación de capital hacia una transformación sin precedentes en torno a cuatro estrategias: 1) energías renovables; 2) cuarta revolución industrial, basada en la inteligencia artificial, robotización y relocalización sin empleos; 3) más biotecnología en la agroindustria; y 4) sostenimiento de la mundialización financiera sin descartar impuestos a los más ricos para financiar los desfondamientos fiscales que provocará la pandemia, pero también más endeudamiento público.
Estas cuatro estrategias en ciernes podrían constituirse ―dudosamente― como un nuevo régimen de acumulación: un ciclo de capitalismo verde-hipertecnificado. Esta corriente de la élite mundial asume que el cambio climático es inevitable y que, por tanto, la orientación de adaptación y mitigación implica en los hechos preparar a los centros económicos del norte para el previsible colapso parcial de los países del sur, debido a la catástrofe ambiental en marcha. Reconoce que los efectos del neoliberalismo llegaron muy lejos y están dispuestos a una tibia redistribución, sin afectar al sistema en su conjunto.
Una segunda tendencia nació del creciente malestar con la globalización neoliberal provocando un giro al nacionalismo de ultraderecha. Trump encabeza ―seguido de varios ultranacionalismos europeos― la crítica a la globalización, apoyada por una base social afectada por el neoliberalismo de los Clinton-Obama y respaldada por el capital marrón de los hidrocarburos, caracterizado por el negacionismo sobre el cambio climático. Al igual que con Bolsonaro en Brasil, se le suma el discurso racista, misógino, homofóbico y ardientemente anticomunista.
En cada crisis de acumulación existen salidas de fuerza para asegurar la reproducción ampliada del capital con visión de mano dura, y esta es su expresión actual: llevaría a un apartheid climático, basado en un hipernacionalismo xenófobo con el amurallamiento ―encastillamiento moderno― de Europa y Estado Unidos. Desglobalización, guerra comercial, apartheid climático y xenofobia no parecen poder caracterizar un consenso duradero entre los de arriba, pero todo puede suceder en medio de una nueva crisis del liberalismo.
Una tercera fuerza es el populismo de izquierda europeo ―que requiere un análisis por separado―, así como la oleada periférica de los llamados gobiernos progresistas en América Latina, donde se vivieron los efectos del neoliberalismo mucho antes de la crisis financiera mundial y que hoy pareciera vivir un segundo aire, especialmente en Argentina y, por supuesto, en México, con la llamada Cuarta Transformación (4T).
Un dudoso y explosivo equilibrio progresista
Los gobiernos progresistas son fruto de una particular relación de fuerzas: proyectos nacional-populares constreñidos dentro del régimen de acumulación neoliberal. Son producto de la crisis del modo de regulación, entendido este como la erosión o ruptura del compromiso entre Estado y clases subalternas que asegura la reproducción del capital.
Los gobiernos progresistas tienen su origen en esa fractura, ya que todos emergen del estruendoso colapso del sistema de partidos que gobernaron durante el ciclo neoliberal (en Argentina, Ecuador, Bolivia, Venezuela y México); o bien del hartazgo más moderado ante los partidos gobernantes (como en Uruguay y Brasil), impugnados todos desde abajo por fuerzas populares generalmente extrapartidarias a través de un largo ciclo de movilización y/o rebelión.
Tienen en común que, aunque la puesta en crisis estuvo encabezada por movimientos populares, indígenas y de las clases medias, la representación y síntesis final para una alternativa de gobierno, en cambio, estuvo en buena medida a cargo de fuerzas partidarias de la izquierda histórica ―el Frente Amplio uruguayo, el Partido de los Trabajadores brasileño, o el boliviano Movimiento al Socialismo―; o bien en las izquierdas reagrupadas en nuevos partidos como en el caso del PSUV chavista en Venezuela, la Alianza País de Rafael Correa en Ecuador o el Movimiento de Regeneración Nacional en México.
Enfrentados a las derechas, beneficiados por su derrumbe, impulsados por la furia popular encausada a través de la vía electoral, sus victorias fueron casi en todos los casos arrasadoras, oscilando entre el 50 y 61% de los votos ―salvo el caso del justicialismo argentino. López Obrador no fue la excepción, aunque debemos agregar una característica peculiar que es, al parecer, su determinación de desarticular por completo a su oposición partidaria de derechas, utilizando su cruzada anticorrupción ―más que antineoliberal― como eje del antagonismo contra lo que llamó “mafia del poder” y los sectores de la élite, hoy llamados fifí. La dualidad oligarquía versus pueblo ―clásica del populismo― también fue agitada en varios casos más en América Latina.
La 4T comparte con el progresismo sudamericano la puesta al centro del control de los recursos estratégicos de la mano de un discurso soberanista-nacionalista. En distintos grados, los gobiernos progresistas dependieron de las llamadas commodities como el petróleo en Venezuela, el gas y el litio en Bolivia, o de la extracción minera, como en toda el área andina, así como de las exportaciones de otros productos primarios, como en Brasil. Obrador, sin embargo, no goza del ciclo ascendente de precios de las commodities, que significó la base de crecimiento del progresismo sudamericano, lo que anuncia cierta debilidad en el potencial rescate de PEMEX y en condiciones políticas adversas para contrarrestar la reforma energética que abrió los hidrocarburos a los capitales privados. Cualquier giro en este tema será una mala señal para el capital trasnacional, pero es posible que sea parte esencial de su proyecto para la segunda mitad de su mandato.
La recuperación parcial del control de esos recursos provoca tensión geopolítica con el gran capital trasnacional y los intereses hegemónicos que hay detrás de ellos: Estados Unidos. El intento de construir cierta autonomía relativa de las instancias de poder de la globalización presenta varias diferencias entre estos mismos gobiernos. Estos esfuerzos fueron más radicales evidentemente en Venezuela y Bolivia, atizando la reacción estadounidense. La Argentina de los Kirchner se distanció relativamente del Fondo Monetario Internacional. La política de la 4T frente a Estados Unidos es la menos rupturista de los gobiernos progresistas. Si bien es entendible la profunda y estructural dependencia mexicana de la economía estadounidense, en buena medida fruto del libre comercio, la relación bilateral ha sido excesivamente condescendiente, subordinada e innecesariamente zalamera ante Donald Trump. Más allá del discurso, quien ha pagado esta subordinación ante los caprichos del mandatario naranja han sido los migrantes centroamericanos.
Los progresismos latinoamericanos apoyaron el crecimiento de las exportaciones participando de lleno en la globalización por medio del agronegocio. Los casos más emblemáticos son Argentina y Brasil, cuya apertura a los monocultivos de soya, paquetes tecnológicos que incluyen modificación genética, numerosos agroquímicos y polémicos pesticidas, implicaron en los hechos la promoción o tolerancia (no sin conflicto) de los capitales en la modernización del capitalismo agrario. El que Obrador tenga en su gabinete a integrantes de ese sector del capital sigue el mismo camino de la matriz agroproductiva conviviendo formalmente con proyectos agroecológicos y de corte campesinista. El carácter contradictorio de la política agrícola de López Obrador fue señalado por su propio exsecretario del Medio Ambiente.
El crecimiento logrado por otros progresismos (combinando venta de commodities, agronegocio e incluso cierta reindustrialización ―como en Argentina―) no parece estarse dando en el Obradorismo, todo en medio de un contexto internacional desfavorable: precios bajos de materias primas, estancamiento mundial, pandemia y crisis de los bloques regionales sudamericanos.
El otro eje característico de los progresismos ha sido la redistribución vía transferencias monetarias a las clases populares, en una verdadera campaña permanente contra la pobreza. Después del vendaval neoliberal que elevó el desempleo, la precariedad y la indigencia, una mano estatal redistribuidora de emergencia ante la creciente inestabilidad social fue organizada en Brasil a través del Plan Bolsa Familia, el Plan Jefes y Jefas del Hogar en Argentina o el Sistema Nacional de Misiones venezolano. La 4T sigue ese mismo camino que pone a los pobres en el centro, pero que no permite cambiar su situación estructural.
Si bien los compromisos arrancados a las grandes empresas para pagar sus adeudos fiscales parecen un logro, quizá el enfrentamiento más claro con los intereses del empresariado mexicano está representado en la cancelación del Nuevo Aeropuerto Internacional de México (NAIM) y en la cancelación del proyecto cervecero de Constelattion Brands en Mexicali. Mientras dichas cancelaciones (por razones fiscales y por la resistencia popular ambientalista) tensan al punto de quiebre con el capital, Obrador ofrece el Tren Maya y el corredor transístmico a otros capitales. El turismo internacional masivo es parte de la oleada de la globalización neoliberal, y el corredor, de intenciones industrializadoras claramente neodesarrollistas.
El proyecto de la cuarta transformación camina sobre la teóricamente posible complementariedad Estado-mercado, entre el rol arbitral, consensual y de compromiso entre clases: un equilibrio inestable y efímero entre soberanía e intereses estadounidenses, entre fuerza estatal regulatoria y capital transnacional, entre hegemonía-mayoría política y reorganización-ataque de la derecha.
Los proyectos latinoamericanos progresistas gobernaron atrapados dentro del orden mundial de globalización, financiarización y revolución productiva. Lula Da Silva se lamentó sobre estar obligado a firmar la famosa Carta ao Povo Brasileiro, donde se comprometía a respetar las condiciones macroeconómicas del neoliberalismo. Evo Morales se lamentó por quedar atrapado “como en un sándwich” entre los intereses del pueblo y los de los empresarios. La diferencia sustantiva que todos esos gobiernos contra viento y marea promovieron fue la de elevar los niveles de vida de los pobres a través del aumento de gasto público, pero dentro del marco sistémico con la convicción de que es posible domesticar, o al menos frenar, la voracidad del capital. Para el análisis y cambio económico estructural esto no es nada; aunque sociopolíticamente es mucho.
El intento progresista de establecer un nuevo modo de regulación ―otra forma de gobierno― dentro del mismo régimen de acumulación, en medio del crecimiento incesante y desbordado del capital, bien puede ser un despropósito. Su posible moderación en el siglo XX no se debió al poder regulatorio gubernamental, sino a la fuerza mundial que lo obligaba a sujetarse a dicha regulación. Fuerza que emanaba del movimiento de descolonización, de los trabajadores organizados y de la izquierda anticapitalista que derivó en el compromiso de clase del viejo estado de bienestar y del temor de perder todo si no pactaba. Pero hoy el capital no necesita compromiso alguno. De ahí que el progresismo nacional popular resulte un reformismo lábil. Y de ahí la última gran diferencia del gobierno de la cuarta transformación con Sudamérica: que en nuestro país se desarrolla la más frágil y débil politización, movilización y organización popular del continente alrededor del proyecto progresista.
En medio de lo que parece una crisis hegemónica en el norte y lo que semeja rasgos de un empate catastrófico en Latinoamérica, la peligrosa política del equilibrismo se centra en la gestión estatalista y no en el protagonismo popular, y es en este último precisamente donde reside toda potencia transformadora frente al capital. Olvidarlo puede llevar al progresismo al desastre y junto a él, al país entero.
Ciudad de México. Septiembre de 2020.
Referencias
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César Enrique Pineda, profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM