El espíritu de la malograda Constitución europea planea de nuevo sobre Holanda. Si ni en los buenos tiempos el país estaba dispuesto a ceder más competencias a Europa y profundizar en la integración política del continente (como demostró con su rotundo no en el referéndum constitucional del 2005), menos aún lo está ahora, en plena […]
El espíritu de la malograda Constitución europea planea de nuevo sobre Holanda. Si ni en los buenos tiempos el país estaba dispuesto a ceder más competencias a Europa y profundizar en la integración política del continente (como demostró con su rotundo no en el referéndum constitucional del 2005), menos aún lo está ahora, en plena de crisis.
Las elecciones del próximo 12 de septiembre confirmarán probablemente el giro euroescéptico y crítico que Holanda -un país fundador de la Unión Europea, tradicionalmente abierto al exterior y a la cooperación internacional- ha dado en los últimos años.
Tres de los cuatros partidos que esperan obtener la mayor parte de los escaños parlamentarios han hecho campaña de sus recelos hacia Europa, en mayor o menos grado. El más radical, Geert Wilders, plantea sacar a Holanda del euro y de la UE. De ganar las elecciones, «llamaré a Bruselas para decirles que ya vale; sólo tengo que ver si llamo primero a Van Rompuy o a Barroso», trona Wilders, que ha sustituido al islam por Bruselas como blanco de sus ataques.
No parece que vaya a tener oportunidad de llamar en nombre de Holanda a la UE; a tenor de las encuestas, su fulgurante ascenso ha tocado techo. Pero sus palabras se hacen eco de un malestar social creciente y reflejan el papel central que la relación con Europa está teniendo en estas elecciones -anticipadas, por las diferencias sobre los recortes.
Al viejo temor de los holandeses a perder su identidad dentro de un súper Estado europeo y el rechazo al aparato comunitario se suma ahora la creencia de que su país está cargando con las consecuencias de una crisis que no es la suya, pagándola con recortes en su propio estado del bienestar. En la calle impera la sensación de que los políticos han mostrado demasiada solidaridad con los países del sur, aprobado un plan de rescate tras otro.
«Se da una coincidencia fatal entre reformas internas muy dolorosas y el envío de miles de millones de euros al sur por la crisis del euro», destaca Rene Cuperus, columnista del diario progresista Volkskrant y director del centro de estudios del Partido Laborista (PvdA). «La gente tiene la sensación de que las élites y los partidos tradicionales siguen adelante como si sólo hubiera una salida a la crisis: más integración. Y, como ocurrió con el referéndum de la Constitución, la gente dice que no hay que ir tan lejos, que no cree en Europa como una gran comunidad solidaria y que igual prefiere dar dinero a África, en lugar de a Grecia».
El apoyo sin precedentes que los sondeos vaticinan para al marginal Partido Socialista (SP) -izquierda radical, hasta esta semana a la cabeza de la mayoría de encuestas- es sintomático del creciente rechazo entre la población a las políticas de austeridad. También del interés por las recetas alternativas, aunque a sus responsables no se les escapa que pueden estar atrayendo a los votantes desencantados de Wilders. La extrema volatilidad del electorado es un rasgo predominante de la política holandesa.
El SP rechazó el euro y la Constitución europea. No propone dar marcha atrás, pero tampoco está dispuesto a salvar el euro «a cualquier precio, a costa del pueblo» explica su secretario general, Hans van Heijningen. «Vamos a luchar con los países del sur para encontrar una solución diferente» a la crisis, dando más capacidad de intervención al BCE. «Estamos en contra de los planes de rescate; no dan ninguna respuesta a las necesidades de la población, son una ayuda a los bancos alemanes y franceses», afirma en perfecto castellano con ecos de Nicaragua, donde lo aprendió y trabajó con los sandinistas. «Nos da vergüenza la posición de nuestro Gobierno en esta crisis y con gusto la cambiaremos, para lograr una salida social y humana», promete.
El tomate rojo que tiene por logotipo el SP recuerda el origen del partido, maoísta, cuando los activistas lanzaban esta fruta a sus oponentes. «Ahora mismo, el SP es un clon del partido laborista PvdA pero con las manos limpias, un partido de la socialdemocracia antes de las adaptaciones de Tony Blair o Gerard Schröder», afirma Cuperus. El fenómeno es similar al que se vive en Grecia, donde la socialdemocracia (Pasok) ha sido arrollada por la izquierda radical de Syriza.
Las oportunidades del SP de formar una coalición de Gobierno son escasas. La brecha con la mayor parte de partidos es grande. Y sus socios potenciales (PvdA y Verdes) tienen difícil reunir los escaños necesarios. Los patinazos del líder socialista, Emile Roemer -un campechano maestro- en uno de los últimos debates electorales han vuelto a poner a la cabeza de los sondeos al partido liberal (VVD) de Mark Rutte, actual primer ministro.
Numerosas voces en el VVD dan por acabada su aventura con Wilders. El líder islamófobo no entró en el Gobierno pero le prometió apoyo parlamentario; año y medio después, se lo retiró por sus diferencias sobre los recortes presupuestarios, lo que precipitó la caída del ejecutivo.
El país se prepara más bien para una negociación larga y complicada pero que permita formar una coalición de centro en la que los socios democristianos, prácticamente desaparecidos del mapa electoral, se podrían sustituir por los laboristas (los más europeístas, en retroceso) y otras pequeñas formaciones.
El resultado de estas elecciones se sentirá más allá de los polders holandeses. Alemania ha tenido en el ejecutivo de Rutte su mejor aliado en sus recetas de austeridad extrema como respuesta a la crisis del euro. Un cambio en la composición de su coalición podría abrir una nueva grieta en el frente del norte, falto ya del apoyo de Francia.