Traducido para Rebelión por Susana Merino
Se habla mucho de Hungría últimamente. Tanto de las manifestaciones de decenas de miles de personas que están contra el gobierno de derecha, como de las de extrema derecha que para apoyar a este gobierno queman espectacularmente una bandera europea. ¿Cómo es que hemos llegado a esta división del pueblo en dos campos fraccionados y a este descontento general?
La transición de la época socialista al capitalismo, comenzó hace ya más de veinte años, en 1989 cuando cayó el muro de Berlín. Se esperaba en esa época -y la prensa alentaba por todos los medios esa espera- encontrarnos en un capitalismo de bienestar, un capitalismo a la sueca y creíamos que la transición se haría sin problemas con una recuperación no inmediata, pero en un plazo ciertamente previsible. Y nos dejaron creer, como a todos los demás países del Este que se unieron a la Unión europea, aproximadamente un millón de personas en total, que ese cambio permitiría disfrutar de una importante mejora del nivel de vida a la mayoría de la población. Sin embargo en la misma época había algunas voces que desconfiaban de esa repentina filantropía, pero se silenciaron rápidamente.
Al contrario de lo que se esperaba, la situación económica y social degeneró y nos condujo a la actual crisis política, al desmembramiento del pueblo, hasta en las mismas familias, en dos campos opuestos. Y evidentemente nadie se siente responsable de esta situación. Ni los diferentes gobiernos húngaros, ni los socialista herederos directos del partido único de la época socialista, que gobernaron al país durante doce años – siguiendo ciegamente políticas liberales, ni los burócratas de Bruselas, que no están ciertamente habilitados para conducir un país. Durante el largo proceso de candidatura a la adhesión a la UE nos impusieron medidas jurídicas, cambios institucionales y sobre todo decisiones económicas que llevaron al cierre masivo de nuestras fábricas y a la disminución radical de nuestros cultivos agrarios. Para dar algunos de los ejemplos que más dolorosamente vivió la población: en lo referente al azúcar por ejemplo, Hungría pasó de ser exportadora a ser importadora, la producción local satisface apenas un tercio de las necesidades. O un ejemplo industrial: la desaparición de la fabricación de autobuses de los que Hungría había sido proveedora de toda la región de los países del Este, con una producción de 12.000 autobuses al año; «el interés» era que cerráramos nuestras fábricas. Lo cierto es que desde principios de los años 90, el país (de 10 millones de habitantes) perdió 1,5 millones de empleos que jamás se recuperaron y que por el contrario, un elevado y endémico desempleo pesa fuertemente en el nivel de los salarios, en las condiciones laborales, que no dejan de empeorar. Las condiciones anteriormente excepcionales de trabajos impagos, junto a las horas suplementarias y el trabajo de 12 horas se convirtieron en la regla, la precarización se generalizó, los accidentes de trabajo se volvieron frecuentes. Además la población se endeudó mucho, ya sea a través de créditos bancarios, o de los aumentos de las facturas del agua, gas o electricidad. El endeudamiento ha llegado a tal punto que hoy más de un millón de personas se hallan amenazadas de expulsión de sus casas.
La actual ola de descontento ha nacido por el agravamiento de las condiciones sociales y la retracción del Estado. De modo que el retiro prematuro, el retiro por invalidez o la prolongación de la escolaridad de los jóvenes, todas esas pequeñas ayudas que permitieron hasta hora que muchas personas escaparan de la miseria y de la total falta de ingresos, están actualmente en tela de juicio porque el estado absolutamente atrapado por el reembolso de la deuda externa está llevando a cabo una política estrictamente austera. En efecto el agravamiento de la crisis que se observa a partir de 2008 o dicho de otra manera: la crisis bancaria que los gobiernos han transformado en endeudamiento generalizado, ha producido consecuentemente la reducción de la capacidad financiera de los servicios sociales. En efecto entre el 10% y el 15% del presupuesto estatal se destina al pago del servicio de la deuda y cada vez queda menos del imprescindible para cubrir las necesidades de la gente. Se ha formado una espiral descendente y la gente se da perfecta cuenta de que todos los sacrificios que se realicen conducirán inexorablemente a otros sacrificios y que por lo tanto no existen soluciones al final del camino. Este descontento es tanto más amargo porque la población se halla irritada por la falta de solidaridad de la élite: las remuneraciones, los automóviles, los privilegios que se asignan los diputados contribuyen al disgusto general y a la falta absoluta de credibilidad en todos los partidos políticos.
En esta desesperante situación los socialistas no han advertido la situación y han querido continuar con las políticas liberales que han aplicado hasta ahora, pero perdieron gravemente las elecciones de 2010, cuando se abstuvieron más de un millón de electores de la izquierda. De este modo, las propuestas de la derecha y de la extrema derecha se propulsaron nal frente de la escena. Lo esencial de su éxito reside, en mi opinión, en que ellos levantaron el guante y se han opuesto directamente al gran capital extranjero. Esta oposición es principalmente verbal, lo que ya permite un sano desahogo, pero el gobierno ha instrumentado también algunas medidas reales: un impuesto suplementario al sector financiero, para las multinacionales, la recuperación de los servicios públicos en manos de empresas extranjeras (muy concretamente la recuperación de la administración del agua en la ciudad de Pécs, en manos de Suez Environnement). La popularidad de la derecha se nutre de esta abierta oposición a las multinacionales y de la aversión a la Comisión Europea a la que se considera, cada vez más, un medio de presión que favorece a las grandes empresas extranjeras. En fin, el proyecto europeo resulta cada vez más impopular y el gobierno puede apoyarse en ese sentimiento de decepción.
Dado que actualmente el gobierno húngaro se halla fuertemente criticado por la prensa occidental y sobre todo por el sector financiero que especula contra el forint húngaro – lo que se ha convertido en devaluación y la degradación en categoría especulativa – el equipo de gobierno debe defenderse. Presenta su proyecto como una lucha contra la sumisión del país. Como la defensa del interés nacional frente a la voracidad del capital extranjero. Esta oposición declarada del gobierno puede interpretarse como una lucha entablada entre el capital nacional que reclama una parte importante para sí mismo y el capital extranjero. Pero no hay que confundir el interés del capital húngaro con el interés de la mayoría de la población húngara.
Las medidas antidemocráticas impulsadas por el gobierno contra la libertad de prensa, contra la imparcialidad de los jueces, contra los sindicatos y la legislación laboral indican claramente en general que el gobierno es consciente de que no logrará mejorar las condiciones de vida de las mayorías y que ya se está preparando para sofocar, en cuanto aparezcan, todo descontento, toda reivindicación popular. El desafío actual y futuro de la izquierda es dejar bien claro que una oposición contra el capital extranjero no es suficiente, que un desahogo nacionalista no nos conduce a ninguna parte y que el capital nacional es igualmente voraz. Hungría es un antiguo país socialista en el que una parte de la población creía firmemente en el proyecto capitalista mientras otra parte se dejó arrastrar tontamente por la turbulencia que barrió nuestra región. Ese pueblo de hace 20 años no se estaba aún maduro para defenderse y enfrentar el desencadenamiento de intereses de las grandes empresas en ávida búsqueda de ganancias. Aun cuando la confusión de las ideas políticas todavía es profunda, en la crisis actual algunos signos permiten esperar que una toma de conciencia de la población es posible con la activa participación de las grandes mayorías.
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