Buena parte de la historia y la realidad de Latinoamérica tiene qué ver directa o indirectamente con las políticas intervencionistas que el imperialismo estadounidense ha ejercido siempre en la región, y que formalizó en 1823 con la famosa «Doctrina Monroe». Por medio de diversas tácticas -que van desde la negociación, la amenaza, la intimidación y […]
Buena parte de la historia y la realidad de Latinoamérica tiene qué ver directa o indirectamente con las políticas intervencionistas que el imperialismo estadounidense ha ejercido siempre en la región, y que formalizó en 1823 con la famosa «Doctrina Monroe». Por medio de diversas tácticas -que van desde la negociación, la amenaza, la intimidación y la coerción, hasta la invasión militar y el apoyo a regímenes domésticos oligárquicos que han ejercido el terrorismo de estado- el imperialismo norteamericano se ha asegurado de ejercer su influencia en un amplísimo territorio, que es considerado por ellos como parte integral, si no de su soberanía, sí de su seguridad y prosperidad nacionales. No es casualidad que nos denomine como «su patio trasero».
La presencia, influencia y acción norteamericana en la política, la economía y hasta en la cultura de nuestros países, ha significado una constante de dominación coerción y contención de los procesos de lucha y resistencia políticos, sociales y culturales que históricamente han surgido en búsqueda de la consecución de justicia, libertad, paz y autodeterminación de nuestros pueblos.
La comprensión del modo de operación del imperialismo yanqui y de sus políticas intervencionistas en los asuntos internos de los países latinoamericanos nos ayuda a entender la correlación existente entre acontecimientos recientes que representan graves amenazas a la seguridad, la paz y los derecho a la resistencia y la autodeterminación, más allá de las estrechos márgenes que representa el binomio capitalismo-«democracia», considerado por ellos como el único modelo aceptable y viable. El gobierno de USA, sin importar su filiación partidaria, proclama su «derecho» a supervisar a los demás países en el cumplimiento de deberes internacionales y a imponer castigos a quienes sean desaprobados.
Son políticas y acciones concretas las que relacionan al gobierno estadounidense con los intentos separatistas y desestabilizadores en Bolivia; y con las constantes, y cada vez más beligerantes, agresiones contra Venezuela. Son ellos quienes suministran apoyo logístico, militar, financiero, mediático y político al gobierno terrorista de Santos en Colombia, en una guerra contra lo que denominan «narcoterrorismo», la cual ha sido en realidad un guerra contra el pueblo organizado, los opositores políticos, y los defensores de DDHH. Es la «diplomacia» estadounidense la que operó «políticamente» desde una de sus bases militares el golpe de estado en Honduras contra el presidente Zelaya. Así mismo, hay rastros y evidencias de la presencia de diversos organismos gubernamentales de EEUU en el reciente intento golpista en Ecuador.
En México, tiene también participación por medio de la llamada «Iniciativa Mérida» en la «guerra contra el narcotráfico» de Calderón la cual -como sabemos- se ha zanjado con más de 30 mil muertes violentas, en lo que va del sexenio, y ha sumergido a buena parte del territorio y algunas ciudades, en un verdadero estado, no de sitio, sino de terror.
De los acontecimientos recientes mencionados hay hasta ahora, dos experiencias. Por un lado se encuentran los países que pese al hostigamiento y agresiones constantes del imperialismo y sus aliados locales han logrado seguir adelante con sus procesos de cambio social, tal es el caso de Bolivia, Venezuela y Ecuador, estos dos últimos además han logrado revertir respectivamente, intentos golpes de estado y agresiones directas a sus presidentes. Y en el otro extremo encontramos a tres países que desarrollan y llevan acabo acciones y políticas concordantes con los dictados imperiales, tanto en lo económico como en lo político y policiaco-militar. Hablamos de México, Colombia y Honduras, que son utilizados como punta de lanza para fortalecer el dominio estadounidense de la región.
En estos tres países, amén de los problemas que entraña la aplicación del modelo económico neoliberal, las políticas desarrolladas registran un saldo grave en materia de DDHH. Los tres países tienen en común un número creciente de presos políticos, hostigamiento, persecuciones, amenazas, ejecuciones extrajudiciales, desapariciones, violaciones, torturas y desplazamientos forzados.
Para lograr lo anterior, se implementan políticas de contención-dominación-coerción dentro de las que destaca la criminalización de la protesta social. Ésta constituye una estrategia privilegiada como mecanismo de encubrimiento ideológico y de legitimación política y social de las acciones represivas del Estado en contra de luchadores sociales, dirigentes comunitarios, periodistas y comunicadores alternativos; activistas, estudiantes y opositores en general.
La criminalización de la protesta social se produce cuando el Estado utiliza e interpreta la legislación penal para juzgar, tipificar y sancionar el comportamiento de personas y organizaciones sociales. De modo tal que un reclamo o una acción de protesta, considerados como derechos, son convertidos en delitos.
Los derechos de expresión, organización, comunicación, defensa y hasta de debido proceso son impedidos en la práctica, lo cual lleva a ahogar la voz de quienes más necesitan ser escuchados. Actualmente en México y Colombia cualquier asesinato, desaparición, secuestro o agresión física no se investiga, sino que se justifica de inmediato como «relacionada con el crimen organizado» o el «narcoterrorismo».
Los propósitos de una política de esta naturaleza son claros: hostigar, perseguir y reprimir a quienes ejercitan una actividad política en distintos frentes del quehacer social-popular y, de esa forma, inhibir la oposición al régimen o a alguna de sus acciones de gobierno. Como política de Estado, para su ejecución requiere de la acción de gobernantes, funcionarios, jueces, fuerzas militares, policiales y/o paramilitares, políticos y medios de comunicación. Por tanto estas acciones constituyen una forma de gobernar y de ninguna manera un comportamiento circunstancial.
Sin embargo, la criminalización de la protesta social no podría explicarse y aplicarse sin el «linchamiento mediático». Este último crea las condiciones psicológicas en la sociedad para que acepte una política represiva aplicada en contra de otros, a quienes previamente se los muestra como violentos, peligrosos, enemigos de la sociedad y el país, saboteadores o terroristas. La lista de calificativos puede ser extensa.
Sin dar derecho a la defensa o a la réplica, envilecen a quien se ha convertido en objetivo político lanzando en su contra todo tipo de juicios de valor negativos; lo juzgan y sancionan ante la sociedad sin otorgarle el derecho a la defensa. Así, todo lo que el Estado haga en su contra es poco, e inclusive faltaría fuerza en la ley para reprimirlo. De esa manera el Estado consigue la justificación para golpear y reprimir, con base en un consenso social.
Esto es lo que ha ocurrido con las víctimas del bombardeo colombiano en Ecuador, y particularmente contra Lucía Morett, quien continúa perseguida con causas penales en Ecuador, México y Colombia además de un pedido internacional de detención por parte de INTERPOL. Es lo que ocurre con el profesor Miguel Ángel Beltrán, detenido arbitrariamente en México y deportado indebidamente a Colombia. Y es lo que ha ocurrido con las víctimas de la desaparición forzada y las ejecuciones extrajudiciales, e incluso con amigos y familiares de las víctimas.
Se ha gestado un clima de persecución internacional, que busca criminalizar a los luchadores sociales como el caso del chileno Manuel Olate del Partido Comunista que está en prisión preventiva por un pedido de extradición en Colombia.
Por otra parte, la senadora Piedad Córdova fue privada del cargo para el que fue electa, con la argucia de que colabora con la insurgencia, cuando fue ella quien encabezó la misión «Colombianos por la Paz» que logró la liberación de varios rehenes. También fue inhabilitada para ocupar cargos públicos, cuando se trata de una persona que ha luchado incansablemente por la paz.
Ante esto nos parece impostergable alertar y denunciar tanto las políticas imperialistas y las acciones intervencionistas como las políticas de seguridad que se desarrollan como terrorismo de Estado, así como la criminalización de facto de la protesta social y el derecho a pensar y expresarse críticamente, ya que estas acciones que surgen del Estado y de la colaboración entre estos constituyen ofensas y atentados concurrentes contra la vida, los DDHH, la paz, la seguridad y la autodeterminación.
Estas políticas de seguridad están acompañadas de una impunidad de las fuerzas castrenses que asesinan a civiles, principalmente a los jóvenes. Por ello resulta necesario reivindicar y dar voz a las víctimas, a los familiares de las víctimas, a las organizaciones sociales, a los comunicadores, activistas, defensores, artistas, intelectuales y estudiantes que desde el ejercicio de sus legítimos derechos buscan un mundo más justo y más digno de ser vivido. México no merece una «colombianización» al estilo Uribe-Santos, sino un destino de unidad con las luchas libertarias de América Latina y del mundo.
Libertad a Miguel Ángel Beltrán.
Exoneración total a Lucía Morett.
Castigo a los asesinos de Juan, Verónica, Soren y Fernando, caídos en Sucumbíos a manos de los terroristas colombianos.
Mariana López de la Vega y Miguel Ángel Aguilar González: Sociedad de Estudios Culturales de Nuestra América:
José Enrique González Ruiz: Postgrado en Derechos de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México:
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