Independientemente de los resultados electorales que arrojen las ánforas hoy, es claro que el mutante escenario internacional –y particularmente el latinoamericano- ha registrado significativas variantes en la última etapa.
Más allá de los sueños de “aldea grande” que alberga el poder la Casa Blanca, se ha ido afirmando la idea que los Estados constituidos al sur del río Bravo, son realmente eso: Estados, que reivindican valores y principios, y para los que la independencia y la soberanía no son meras expresiones verbales.
Esa idea ha ido alimentando también lo que se ha dado en llamar el Proceso Emancipador Latinoamericano el mismo que, al cumplirse los 200 años del fin del yugo ibérico, alienta una ruta distinta a los países de habla hispana.
Antes de 1959 –vale decir antes que la guerrilla de Fidel asumiera el poder en la Mayor de las Antillas- América Latina era poco menos que el granero en el que se guardaban las riquezas que las grandes corporaciones usaban para sustentar su vigencia en distintos confines del planeta.
A partir de enero de ese año, cambió la historia. Eran los años del “monroísmo” y del Ministerio de Colonias -la OEA-, que tenía maniatados a pueblos y a gobiernos. América Latina es hoy un turbulento campo de batalla en el que los pueblos libran duras luchas contra sus opresores.
Ellas tuvieron su antecedente en las acciones de Pancho Villa y Emiliano Zapata; pero se perfilaron mejor después de la Sierra Maestra, y en los surcos que abrieron en terreno continental los Sandinistas, en Nicaragua, y otros movimientos.
Ahora -y en eso tienen razón los sesudos editorialistas de los diarios más reaccionarios- el centro de la contienda se ubica en la lucha entre quienes quieren perpetuar el pasado de oprobio y los que buscan camino nuevo, liberador, y de más amplia convocatoria.
Pero no es un “eje” de ciudades el que alumbra ese derrotero, sino la inquietud de las masas en procura de encontrar caminos por los que pueda transitar el hombre libre. Los cancerberos de Washington, no pueden evitarlo.
En cada país, en efecto, se procesan cambios e incluso transformaciones profundas. Todos ellos apuntan en una misma dirección: a instaurar un Poder más En cada país, también estos procesos tienen lo que suele denominarse sus “especificidades”, es decir, características propias, vinculadas a su historia, cultura, desarrollo social, y hasta correlación de fuerzas.
Estas últimas impondrán siempre no sólo formas, sino también ritmos que marquen la marcha de un proceso. Por eso los peruanos podemos decir que nuestra lucha tiene raíces propias y modalidades distintas que lo diferencian de otros procesos.
Nosotros no aspiramos a una revolución a la boliviana o a la chilena, a la ecuatoriana o a la venezolana. Tendremos, en el mejor de los casos, una revolución a la peruana. Y ella no se inspirará sólo en el ejemplo de quienes, en otras latitudes, entregaron su vida y su sangre en la lucha, sino en el legado de los que, como Túpac Amaru, regaron con la suya un fértil territorio en el que, años más tarde otro compatriota nuestro -José Carlos Mariátegui- sembró ricas semillas.
A ellas es que es teme la fuerza nefasta aun aupada en el poder y responsable de la realidad que nos agobia. Sus voceros saben –y son conscientes- que “el peligro chavista” no existe. Lo que realmente existe es el despertar de los peruanos imbuidos por el legado de la historia. Y eso, les aterra.
En tal marco, el gobierno que conduzca la vida nacional en el próximo periodo tendrá la política por la que pueda optar en el escenario interno; pero en el escenario mundial estará obligado a reivindicar dos conceptos: independencia y soberanía. Así se afirmará una política exterior basada en principios inalienables: la libre determinación de los pueblos y la no injerencia en los asuntos internos de los estados. Como secuencia de ella, nuestra amistad con todos los pueblos del mundo y la necesidad de establecer relaciones diplomáticas y comerciales con todos los estados.
La Cancillería peruana ha tenido éxitos y derrotas. Pero no “es una porquería”, como alguien dijera recientemente. Personalidades tan destacadas como Raúl Porras o García Bedoya simbolizan una política exterior cargada de dignidad que se eleva por encima de reproches. Al margen de quienes tengan más adelante la gestión gubernativa, a esa escuela deberá volver el Perú en los próximos años. Es la única compatible con los requerimientos de nuestro tiempo. Independencia y soberanía son vocablos que simbolizan el futuro.
En cuanto a los resultados de hoy, cabe recordar a un hombre de leyenda que supo tomar el Palacio de Invierno: “Alcanzar la victoria sobre un adversario más poderoso sólo es posible poniendo en tensión todas las fuerzas, utilizando obligatoriamente con solicitud, minucia y prudencia, las menores discrepancias entre la burguesía de los distintos países, entre los diferentes grupos o diferentes categorías burguesas en el interior de cada país.
Hay que aprovechar igualmente las menores posibilidades de obtener un aliado, aunque sea temporal, vacilante, poco seguro, condicional. El que no comprende esto, no comprende ni una palabra del marxismo, ni del socialismo científico contemporáneo, «civilizado», en general.”