América Latina ha tenido un crecimiento económico no visto desde fines de los años sesenta, pero sigue siendo la región más desigual del mundo. Todo indica que el problema se produce a la hora de cobrar impuestos. Llevamos años escuchando que es fundamental la disciplina fiscal. Que no podemos gastar más de lo que tenemos. […]
América Latina ha tenido un crecimiento económico no visto desde fines de los años sesenta, pero sigue siendo la región más desigual del mundo. Todo indica que el problema se produce a la hora de cobrar impuestos.
Llevamos años escuchando que es fundamental la disciplina fiscal. Que no podemos gastar más de lo que tenemos. Que uno debe taparse hasta donde le alcanza la frazada. Así hemos ido acostumbrándonos a la idea de que llegará el día en que el crecimiento económico alcance para todos pero, mientras tanto, debemos medirnos con el gasto en salud, educación o seguridad social.
Hemos venido entendiendo lo «fiscal» como ajustarnos el cinturón, en lugar de recaudar lo suficiente para cubrir nuestras necesidades. Seguramente que en esto tienen que ver los traumas provocados por la crisis de la deuda y la hiperinflación de los años ochenta. Pero resulta que hoy el escenario económico es otro. Inversionistas privados obtienen grandes ganancias en nuestros países y, en muchos casos, no pagan lo justo en impuestos con el argumento de que si no se les otorga beneficios o exenciones tributarias se van a otro territorio. En realidad, nos chantajean al mismo tiempo que utilizan sofisticados mecanismos para llevarse lo que deberían dejar en el tesoro público.
Esta trampa ideológica hace también que diversos países de la región cobren menos tributos para captar mayor inversión extranjera directa, generando una competencia irracional entre vecinos. Ello, además de colocarnos en una posición desfavorable para negociar con el capital foráneo, impide que los sistemas tributarios estén lo suficientemente interconectados para detectar evasiones u otras movidas ilegales.
Ahora lo vemos con claridad. Mientras que en el periodo 2003-2008, América Latina ha crecido a una tasa promedio de 5.5 por ciento, no ha dejado de ser una de las regiones del mundo que dispone de menor financiamiento tributario. La presión tributaria de América Latina y el Caribe alcanzó apenas el 18.3 por ciento durante el 2010, según CEPAL. O sea que de cada cien dólares producidos en nuestra región sólo 18.3 fueron a dar a la administración tributaria de cada país en promedio. Y eso que este cálculo incluye las contribuciones a la seguridad social.
Política fiscal e igualdad
La política fiscal es un instrumento potente a la hora de atacar la desigualdad. Lamentablemente ese debate aún no ha ingresado con fuerza en América Latina. Es que la potencialidad que tiene la manera en que cobramos impuestos y como asignamos el gasto incide directamente en la distribución de la renta de un país. En buena cuenta, la política fiscal debe ser vista también como una política redistributiva, porque con una mano le cobro a quien más gana y, con la otra, le doy a quien menos tiene.
Precisamente, mediante la recaudación justa de impuestos se pueden obtener recursos suficientes para dar servicios públicos de calidad a la población, incluso transferencias monetarias condicionadas, como el programa Bolsa Familia en Brasil, Juntos en Perú o la Asignación Universal por Hijo en Argentina.
Con un sistema de impuestos de carácter progresivo, donde el que más renta genera más paga, se tiende a lograr equidad. Los montos pagados aumentan a medida que crece el nivel de ingresos de individuos y empresas. Así, el conjunto de banqueros, mineros, pesqueros o industriales agroexportadores pagan en proporción más que el resto de la población.
Es decir, el impuesto a la renta que pagan los que la generan nos debe permitir recaudar más que por concepto del impuesto a las ventas que pagamos todos. Por ello, la imposición a la renta y el patrimonio, denominados impuestos directos, es clave como mecanismo de justicia tributaria.
Sin embargo, ésta no es la realidad que vivimos en la región. América Latina enfrenta grandes dificultades para aumentar el peso de los impuestos directos. La estructura tributaria del conjunto de los países latinoamericanos es más bien regresiva. Pagan más los que menos tienen. Cerca del sesenta por ciento de los recursos tributarios proviene del impuesto por adquirir bienes o servicios, mientras que sólo un treinta por ciento corresponde a impuestos directos como renta y patrimonio, según la Red Latinoamericana sobre Deuda, Desarrollo y Derechos (Latindadd).
Un ejemplo extremo se daba en Perú antes de la eliminación de la exoneración de las ganancias en bolsa. En 2008, una persona que vivía debajo de un puente pagaba por Impuesto General a las Ventas (IGV) el diecinueve por ciento, mientras que en ese mismo año una persona que invertía 50,000 dólares en la Bolsa de Valores de Lima y duplicaba su inversión pagaba cero.
Un sistema fiscal donde una porción elevada de su recaudación se deriva de impuestos indirectos, como el impuesto al consumo, perjudica a los pobres, ya que ellos destinan una mayor proporción de sus ingresos a pagar impuestos al consumo que las personas con mayores ingresos.
Evasión tributaria, pobreza y desigualdad
Lo cierto es que la evasión del impuesto a la renta en América Latina oscila entre el cuarenta y el sesenta y cinco por ciento, según Latindadd, y esto definitivamente atenta contra cualquier efecto redistributivo. En buen romance, con esa práctica de no pagar suficientes impuestos directos tampoco hay dinero para redistribuir.
Mucha de esa plata que deja de entrar a las arcas fiscales indebidamente se remesa al exterior burlando la ley. Esto, que en la jerga económica se conoce como parte de los flujos de ilícitos, entre 2000 y 2008 superó los 150,000 millones de dólares, según la misma fuente. No es poca cosa.
Mientras tanto, en nuestra región tenemos registrados todavía ciento ochenta y tres millones de personas en la pobreza y setenta y cuatro millones en la indigencia. Y aunque durante la primera década del este siglo la pobreza disminuyó en entre seis y once puntos porcentuales, producto del crecimiento, la mejoría hubiera sido mucho más significativa de haberse evitado la fuga ilegal de miles de millones de dólares.
Además, hay que tener en cuenta que el impulso de reducción de la pobreza ha disminuido tras la crisis global.
Del lado de la desigualdad, las cifras para América Latina nos dicen que el ingreso medio captado por el veinte por ciento más rico de la población supera en 19,3 veces al del veinte por ciento más pobre. El coeficiente de Gini, un método que mide el grado de desigualdad de la distribución del ingreso en el que el valor de cero expresa la igualdad total y el de uno la máxima desigualdad, da como promedio para la región hasta 0,53 por ciento. Aunque si lo vemos de manera diferenciada entre países, algunos, como Brasil, Guatemala, Colombia y Honduras, se acercan a 0,6.
A pesar de los instrumentos desplegados por los distintos gobiernos en los últimos años para impulsar la demanda agregada y el boom internacional de los precios de los commodities, América Latina permanece como la región más desigual del mundo.
Otra de las constataciones a tomar en cuenta es que el coeficiente de Gini, antes y después del pago de impuestos, ofrece un acercamiento al impacto de la política tributaria sobre la distribución de la renta nacional. En Argentina, Uruguay, Nicaragua, Costa Rica, Colombia y Panamá, la distribución mejora después del pago de impuestos, mientras que en Bolivia, Brasil, Chile, El Salvador, Guatemala y Perú el efecto es el contrario.
Como podemos ver, la ideología que promueve la llegada de inversiones, la firma de Tratados de Libre Comercio y el ajuste del gasto como vía para alcanzar bienestar no ha reparado en que la principal fuente de injusticia se produce a la hora de cobrar los impuestos. Sin duda la tarea es enorme, pero ya es momento de revertir las prácticas tributarias neoliberales que nos hacen competir entre vecinos y les dan la sartén por el mango a los criminales de cuello y corbata.