¿Quién habría imaginado a comienzos de los ’60 que muchos de los más radicalizados de la izquierda uruguaya iban a defender a represores institucionales? ¿Quién habría de imaginar en esa época de insurgencia estudiantil y de abordajes a la utopía, que muchos de sus titulares iban a defender un golpe de estado o aceptar instituciones […]
¿Quién habría imaginado a comienzos de los ’60 que muchos de los más radicalizados de la izquierda uruguaya iban a defender a represores institucionales? ¿Quién habría de imaginar en esa época de insurgencia estudiantil y de abordajes a la utopía, que muchos de sus titulares iban a defender un golpe de estado o aceptar instituciones de «la seguridad nacional» auspiciada por los represores del «estado burgués»?
Ningún uruguayo, ningún oriental, espontáneamente, podría haber aceptado semejantes maridajes.
Sin embargo, conociendo un poco de historia no habría sido tan increíble. El papel de mucha izquierda en la Revolución Rusa y en su consolidación estalinista; en la llamada Revolución Española y su descaecimiento; en el ascenso del nazismo en Alemania, ha sido ése. Innegable aunque haya sido tan escamoteado en la prensa generalmente progre o de izquierda (¡a lo largo de casi todo el siglo XX!). Al punto que hasta se podrían rastrear razones no explícitas (dejando de lado los casos de provocadores, infiltrados y soplones, que también han cumplido su lastimoso papel al respecto). Pero no es el momento de rastrear esas curiosas y significativas metamorfosis de la historia en tantos sitios. Limitémonos a un episodio uruguayo, uruguayísimo.
Tomemos el galimatías jurídico de la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado. Julio Sanguinetti, figura clave en la elaboración de dicha ley, hizo su jugada maestra mediante un gambito, iniciado el 8 de marzo de 1985, con ley de amnistía que amparaba a los tupamaros que acababan de cumplir 13 años de prisión (aunque alcanzaba ─y aquí está la frutilla de la torta─ también a quienes habían evitado la cárcel e incluso a quienes habían sido reclamados por «delitos de sangre» y habían huido fuera de fronteras). Con amnistía o con conmutación de penas, «todo el mundo» tupamaro, los integrantes del MLN (y de organización menores) quedaron libres de culpa y cargo.
En 1986 ─estábamos viviendo los reacomodos del país tras el brutal cimbronazo de la crisis, la violencia guerrillera y la represión indiscriminadora del terror público, estatal─, los artífices políticos del momento, creen llegado el momento de «cumplir» con los militares las promesas del Pacto del Club Naval y, a través de la influencia clave de Julio M. Sanguinetti y Wilson Ferreira Aldunate, anudan la Ley de Caducidad.
Algo que no se podía aprobar simultáneamente en 1984, cuando la liberación de los presos políticos, porque la huella odiosa de la dictadura estaba fresca y la prisión de tantos años (de tupamaros y otros luchadores políticos) patentizaba su rol de víctimas.
Había que dejar pasar un tiempo, para hacer semejante juego de la mosqueta.
La acción guerrillera había recaído sobre actores sociales muy precisos; empresarios expropiados, policías desarmados, cuerpos represivos golpeados e incluso asesinados (aunque por el estilo o el método empleado, sobrevinieron también varios «daños colaterales» sobre habitantes totalmente inocentes o ajenos). Pero la acción represiva oficial generalizó el terror sobre buena parte de la población y dañó y mató mucha población porque la intención fue, precisamente, postrar a la sociedad en general, bajo el terror. Algo ajeno a la estrategia guerrillera, al menos en esa etapa, de subversión. [1]
Así que toda equivalencia entre la amnistía y la caducidad está viciada de origen. La amnistía amparaba a quienes habían actuado puntualmente; la caducidad amparaba a quienes habían maltratado a toda o casi toda una sociedad.
Y aquí viene el punto: la izquierda, fundamentalmente la izquierda tupamara, aceptó el trapicheo, reconoció un interés común en la defensa de amnistías y caducidades. Con representantes conspicuos de esa «alianza», como Eleuterio Fernández Huidobro. El tristemente más destacado, pero no el único. En esa estela, han navegado, navegan, M. Rosencof, J. Mujica, J. Marenales, D. Cámpora y muchas otras acrisoladas figuras sobre todo de la llamada dirección. Si nos dejamos llevar por las consideraciones de refractarios al pacto y a la «política» de EFH, tendríamos que inferir que la mayoría o una buena parte de la camada tupamara aceptó el trapicheo que venimos señalando.
Esto no significa desconocer u olvidar todos los militantes y combatientes, a menudo esforzados, que han pagado con cárcel, exilio o la misma vida el sostenimiento de sus convicciones. Que podemos compartir o no.
Porque una cosa es «la revolución» (siempre bastante mitificada) y otra es conseguir mejores jubilaciones con pocos años de trabajo (más otros, a veces muy duros, es cierto, de cárcel) en tanto que laburantes que han trabajado 35 o 40 años en el país cobran un mendrugo; una cosa es reconocer o respetar a los poquísimos militares que han actuado correctamente y otra proteger a militares asesinos o cómplices de asesinatos, como el de un asesor de Pinochet, por más que el susodicho, E. Berríos, fuera un investigador científico deleznable…
En general, haber sido contemporizador o cómplice con las «movidas» militares del 9 de febrero o del 27 de junio de 1973, como sucedió con casi toda la izquierda incluyendo las dos principales organizaciones, tupamaros y tapamuros (comunistas) [2] es lo que se expresará años después, con «la recuperación democrática» en el Pacto del Club Naval, en la amnistía «general e irrestricta», en el engendro de la Caducidad.
Aquellos polvos trajeron estos lodos. Nada distinto podía depararnos lo que se tipifica como derecha; está para defender lo estatuido, la injusticia dominante. Pero quienes han acarreado buena parte de nuestra lastimosa herencia han sido los que suelen considerarse «de izquierda».
Nota
[1] Hubo un episodio, en 1970, que dio pistas para lo que podría pasar una vez obtenido el triunfo guerrillero. El MLN, previa inteligencia, copó instalaciones de Nybroplast para dar a conocer a su personal una proclama; operativos que hizo el MLN con frecuencia, buscando darse a conocer, socializando sus objetivos. El copamiento fue defectuoso: mientras «dialogaban» con el personal, un sereno que no había sido advertido se comunicó telefónicamente con la policía. Cuando los guerrilleros abandonaban las instalaciones en vehículos, los del primero ni siquiera advirtieron dificultades, pero los siguientes debieron enfrentar el cerco. No hubo muertos, pero sí varios detenidos.
La dirección tupamara evaluó el operativo; no sé si hubo críticas a los defectos del copamiento, pero sí se resolvió «ajusticiar» al sereno. Suponemos que «por buchón». Sin embargo, el sereno había apenas cumplido con su deber. El mensaje entonces fue: si estás de acuerdo aplaudí, ¡si estás en contra, obedecé!
Pensemos por un instante lo que sería esa política dentro de toda una sociedad: recibe el nombre de totalitaria.
[2] Hubo honrosas excepciones. En febrero, dentro del FA apenas la figura aislada de Carlos Quijano y seguramente otros miembros de «su» agrupación, ANDS. Fuera del FA, los exanarcos de ROE-OPR y los llamados prochinos. Hubo también otros objetores; colorados como A. Vasconcellos, y W. Ferreira Aldunate y su agrupación del PN. En junio, hay para todos los gustos: el PC prosiguió con su antibordaberrismo excluyente, apoyando a los militares torturadores como en febrero, pero empujado a la clandestinidad, pocos días después del 27/6 pasó a ser crítico acérrimo de este golpe de estado; el PS que en la secuela de febrero brindó con su líder V. Trías apoyo al peruanismo quedó, en junio proscrito por la dictadura; Seregni, prescindente en febrero fue en julio de 1973 degradado y puesto en prisión durante 9 años.
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