Traducido para Rebelión por Caty R.
Respuestas a las preguntas que le planteamos por escrito a Julien Coupat. Acusado el 15 de noviembre de 2008 de «terrorismo» junto a ocho personas más, reclamadas en Tarnac (Corrèze) y París, es sospechoso de sabotear las vías de SNCF (Empresa Nacional del Ferrocarril de Francia). Es el único que permanece en prisión. (Nos pidió que algunas palabras aparezcan destacadas).
¿Cómo está viviendo su detención?
Muy bien, gracias. Estiramientos, footing, lectura.
¿Puede recordarnos las circunstancias de su arresto?
Una banda de jóvenes encapuchados y armados hasta los dientes irrumpió en nuestro local. Nos amenazaron, nos esposaron y nos sacaron después de destruirlo todo. Nos llevaron secuestrados a bordo de potentes bólidos que circulaban a una media de más de 170 kilómetros por hora por las autopistas. En sus comentarios, mencionaban a menudo a un tal Marion (ex jefe de la policía antiterrorista), cuyas bravatas les divertían mucho, como la de abofetear entre risas a uno de sus colegas en medio de una fiesta. Nos tuvieron secuestrados durante cuatro días en una de sus «prisiones del pueblo» y nos agobiaron a preguntas en las que lo absurdo competía con lo obsceno.
El que parecía el cerebro de la operación se excusaba vagamente de todo ese circo explicando que era culpa de los «servicios» de arriba, donde se mueve todo tipo de gentes que nos tenían muchas ganas. Hasta la fecha, mis secuestradores siguen actuando. Diversos hechos recientes demuestran que siguen arrasando con total impunidad.
Los sabotajes de las vías de SNCF en Francia se reivindicaron en Alemania ¿Qué dice usted?
En el momento de nuestro arresto, la policía francesa ya tenía en sus manos el comunicado que reivindica, además de los sabotajes que nos querían atribuir, otros ataques que ocurrieron simultáneamente en Alemania. Ese folleto presenta numerosos inconvenientes: se envió desde Hannover, está redactado en alemán y se remitió exclusivamente a periódicos alemanes, pero sobre todo no cuadra con la fábula mediática que nos achacan, la del pequeño núcleo de fanáticos que atacan al corazón del Estado enganchando tres puntas de hierro en las vías. Entonces, habría que tener mucho cuidado de no mencionar demasiado ese comunicado, ni en el proceso ni en las mentiras públicas.
Es cierto que el sabotaje de las vías del tren pierde mucho de su aura de misterio: simplemente se trata de protestar contra el transporte ferroviario de residuos nucleares ultraradiactivos hacia Alemania, y de paso denunciar la gran estafa de «la crisis». El comunicado concluye con una frase muy al estilo SNCF «Agradecemos sus comprensión a los pasajeros de los trenes afectados». ¡Qué «terroristas» tan delicados, después de todo!
¿Usted se identifica con las calificaciones de «movimiento anarco autónomo» y «ultraizquierda»?
Permítanme que me extienda. En Francia, en la actualidad, estamos viviendo el fin de un período de congelación histórica cuyo acto fundador fue el acuerdo entre gaullistas y estalinistas, en 1945, para desarmar al pueblo con el pretexto «de evitar una guerra civil». Los términos de ese pacto, a bote pronto, podrían formularse así: mientras que la derecha renunciaba a sus pronunciamientos abiertamente fascistas, la izquierda, por su parte, abandonaría cualquier perspectiva seria de revolución. La ventaja con la que juega y jugó, desde hace cuatro años, la camarilla sarkozysta, es la de haber tomado unilateralmente la iniciativa de romper ese pacto renovando, sin «complejos», las formas clásicas de la reacción pura -sobre los disidentes, la religión, Occidente, África, el trabajo, la historia de Francia o la identidad nacional-.
Frente a ese poder en guerra que se atreve a pensar estratégicamente y divide el mundo en amigos, enemigos y grupos insignificantes, la izquierda permanece paralizada. Es muy floja, está muy comprometida y, a decir verdad, muy desacreditada para oponer la menor resistencia a un poder al cual no se atreve a tratar como enemigo y que le arrebata, uno a uno, a sus elementos más malignos. En cuanto a la extrema izquierda al estilo de Besancenot, cualesquiera que sean sus resultados electorales, incluso aunque salga de la situación «grupuscular» en la que vegeta desde siempre, no tiene ninguna oferta más atractiva que la monotonía soviética apenas retocada con el Photoshop. Su destino es decepcionar.
Por lo tanto, en la esfera de la representación política, el poder establecido no tiene nada que temer de nadie. Y no serán precisamente los burócratas de los sindicatos, más vendidos que nunca, quienes vayan a importunarle, ya que desde hace dos años bailan con el gobierno un ballet vergonzoso. En esas condiciones, la única fuerza que puede oponerse a la banda sarkozysta, su único enemigo real en este país es la calle, la calle y sus viejas inclinaciones revolucionarias. En realidad, sólo la calle en las revueltas que siguieron a la segunda vuelta del ritual plebiscitario de mayo de 2007, supo estar por un momento a la altura de las circunstancias. Sólo la calle, en las Antillas o en las recientes ocupaciones de empresas o fábricas, ha conseguido que se escuchen otras palabras.
Este análisis simple del escenario de las operaciones se ha impuesto muy rápidamente porque los Renseignements généraux (RG, Servicio General de Información del Estado, N. de T.) hicieron aparecer desde junio de 2007, a través de de la pluma de periodistas a las órdenes (y especialmente en Le Monde), los primeros artículos que desvelaban el terrible peligro que cernían sobre toda la vida social los «anarco autónomos». Les achacaron, para empezar, la organización de las revueltas espontáneas que en muchas ciudades saludaron el «triunfo electoral» del nuevo presidente.
Con el cuento de los «anarco autónomos», se diseñó el perfil de la amenaza, al que la ministra del Interior se ha aplicado dócilmente, con detenciones planeadas en redadas mediáticas, para ofrecer un poco de carnaza y algunas caras. Cuando ya no se puede contener a quien se desborda, todavía se le puede asignar una celda y encarcelarlo. Así, la casilla de los «alborotadores», donde se mezclan en batiburrillo los trabajadores de Clairoix, los chicos de la calle, los estudiantes bloqueadores y los manifestantes contra las cumbres, siempre resulta eficaz en la gestión ordinaria de la pacificación social, ya que permite criminalizar los actos, no las vidas. Y eso está claro en la intención del nuevo poder de atacar al enemigo como tal, sin dejar que se exprese. Es el planteamiento de los nuevos sistemas de represión.
En el fondo, importa poco que no se encuentre a nadie en Francia que se reconozca «anarco autónomo» ni que la ultraizquierda sea una corriente política que tuvo su apogeo en los años 20 y que después sólo ha producido inofensivos volúmenes de teoría marxista. Por lo demás, el reciente hallazgo del término «ultraizquierda» que ha permitido a ciertos periodistas apresurados catalogar sin dificultades a los manifestantes griegos del pasado mes de diciembre, debe mucho al hecho de que ninguno sabe qué fue la ultraizquierda y ni siquiera si alguna vez existió.
En este punto, y en previsión de los desbordamientos que sólo pueden volverse sistemáticos frente a las provocaciones de una oligarquía mundial y francesa desesperadas, la utilidad policial de esas categorías no se va a cuestionar. Sin embargo, no podemos predecir si será el «anarco autónomo» o el «ultraizquierdista» quien ganará finalmente los favores de la representación destinada a relegar a lo inexplicable una revolución totalmente justificada.
La policía le considera jefe de un grupo que raya con el terrorismo. ¿Qué piensa?
Una acusación tan patética sólo puede venir de un régimen que raya con la nulidad.
¿Qué significa para usted la palabra terrorismo?
No hay nada que pueda explicar que el Departamento de Investigación y Seguridad de Argelia, sospechoso de haber orquestado, con conocimiento de la DST (Dirección General de Vigilancia Territorial de Francia, N. de T.), la ola de atentados de 1995, no esté incluido entre las organizaciones terroristas internacionales. Tampoco existe nada que pueda explicar las repentinas conversiones de «terroristas» en héroes de la liberación, en socios recomendables para los acuerdos de Evián, en policías iraquíes o en los «talibanes moderados» de nuestra época, a conveniencia de los últimos giros de la doctrina estratégica estadounidense.
Nada excepto la dominación. En este mundo, quien designa al terrorista es el que manda. Los que se niegan a tomar parte en esta soberanía se cuidarán mucho de responder a su pregunta. Quien codicie algunas migajas se prestará inmediatamente. Y los que no se ahoguen en la mala fe, encontrarán bastante instructivo el caso de aquellos dos ex «terroristas» que se convirtieron, uno, en Primer Ministro de Israel y el otro en presidente de la Autoridad Palestina y, para colmo, recibieron ambos el Premio Nobel de la Paz.
La imprecisión que rodea la calificación de «terrorismo», la imposibilidad manifiesta de definirlo, no se deben a alguna laguna provisional de la legislación francesa, sino que corresponden a un principio de algo que se puede definir perfectamente: el antiterrorismo del cual más bien constituyen la condición de funcionamiento. El antiterrorismo es una técnica de gobierno que hunde sus raíces en el antiguo arte de la contrainsurrección, de la llamada guerra «psicológica», para decirlo de forma educada.
El antiterrorismo, al contrario de lo que pretende insinuar el término, no es un medio para luchar contra el terrorismo, sino el sistema por el que se fabrica efectivamente el enemigo político como terrorista. Se trata, mediante todo un despliegue de provocaciones, infiltraciones, vigilancia, intimidación y propaganda, a través de toda una ciencia de la manipulación mediática, de la «acción psicológica», de la fabricación de pruebas y crímenes, y también por la fusión del sistema policial y judicial, de eliminar la «amenaza subversiva» asociando, en el imaginario de la población, al enemigo interno, el enemigo político, con el asunto del terror.
Lo esencial, en la guerra moderna, es esta «batalla de los corazones y los espíritus» donde se permiten todos los golpes. Aquí, el procedimiento básico es invariable: individualizar al enemigo con el fin de desgajarle del pueblo y de la razón común, exponerle ataviado de monstruo, difamarle, humillarle públicamente, incitar a los más viles a cubrirle de escupitajos y fomentar el odio. «La ley se debe utilizar, simplemente, como un arma más en el arsenal del gobierno, y en este caso no representa nada más que una tapadera propagandística para desembarazarse de miembros indeseables del público. Para una mayor eficacia, convendría que las actividades de los servicios judiciales estuvieran vinculadas con el esfuerzo de la guerra de la forma más discreta posible», aconsejaba ya en 1971, el cabo Frank Kiston (ex general del ejército británico y teórico de la guerra contra la insurrección), que sabía algo de esto.
En nuestro caso, aunque no es lo habitual, el asunto del antiterrorismo ha resultado un fracaso. Francia no está dispuesta a dejarse aterrorizar por nosotros. El alargamiento de mi detención hasta una duración «razonable» es una pequeña venganza comprensible a la vista de los medios movilizados y la profundidad del fracaso; igual que es comprensible el empeño un tanto mezquino de los «servicios», desde el 11 de noviembre, de presentarnos por medio de la prensa como los malhechores más fantásticos o de espiar hasta al último de nuestros compañeros. Las detenciones en cadena de los «allegados a Julien Coupat» en los últimos tiempos, han tenido la virtud de revelar cuánto puede influir esta lógica de represalias sobre la institución policial y en el corazoncito de los jueces.
Hay que señalar que en este asunto algunos se juegan una gran parte de sus lamentables carreras, como Alain Bauer (criminólogo), otros el lanzamiento de sus nuevos servicios, como el pobre Squarcini (director general de la Investigación Interior), y otros, incluso, la credibilidad que nunca tuvieron ni tendrán jamás, como Michèle Alliot-Marie (Ministra del Interior).
Usted procede de un medio muy acomodado que podría haberle orientado en otra dirección…
«Hay plebe en todas las clases» (Hegel)
¿Por qué Tarnac?
Vaya allí y lo entenderá. Si no lo entiende, nadie podrá explicárselo, me temo.
¿Usted se define como un intelectual? ¿Un filósofo?
La filosofía nace como un luto que habla de la sabiduría originaria. Platón ya entendía la palabra de Heráclito como el escape de un mundo pasado. En este momento de intelectualidad difusa no veo qué podría definir al intelectual, salvo la profundidad del foso que separa, dentro de él, la facultad de pensar de la aptitud para vivir. Tristes definiciones, en realidad. Pero, ¿Para quién, exactamente, habría que definirse?
¿Es usted el autor del libro L’insurrection qui vient?
Ese es el aspecto más estrambótico de este proceso: un libro vertido íntegramente en el dossier de instrucción, en los interrogatorios donde pretenden hacerte decir que vives como se describe en L’insurrection qui vient, que saboteas las vías del ferrocarril para conmemorar el golpe de Estado bolchevique de octubre de 1917, porque eso se menciona en el libro, un editor citado por los servicios antiterroristas.
Si no recuerdo mal, hace mucho tiempo que no se ha visto que el poder tenga miedo a causa de un libro. Más bien existía la costumbre de pensar que mientras los izquierdistas estuviesen ocupados escribiendo, al menos no harían la revolución. Los tiempos cambian, sin duda. Vuelve la seriedad histórica.
La acusación de terrorismo que nos concierne se basa en la sospecha de la coincidencia del pensamiento con la vida; lo que nos asocia con los malhechores es la sospecha de que dicha coincidencia no se dejaría en manos del heroísmo individual, sino que sería objeto de una atención común. Negativamente, eso significa que no hay ninguna sospecha de que quienes firman con sus nombres feroces críticas al sistema establecido puedan poner en práctica la más mínima de sus firmes resoluciones; es un gran insulto. Por desgracia no soy el autor de L’insurrection qui vient -y todo este asunto más bien debería acabar de convencernos del carácter esencialmente policial de la función del autor-.
En cambio, soy un lector de esa obra. Al releerla durante la última semana he comprendido mejor la agresividad histérica que ha establecido la importancia de perseguir a los presuntos autores. El escándalo de este libro es que todo lo que figura es rigurosa y catastróficamente auténtico, y se demuestra un poco más cada día. Porque lo que se revela tras la apariencia de una «crisis económica», un «hundimiento de la confianza» o un «rechazo masivo a las clases dirigentes», es claramente el fin de una civilización, la implosión de un paradigma: el del gobierno, que regula todo en Occidente -la relación de los seres entre ellos tanto como el orden político, la religión o la organización de las empresas-. En todos los niveles de la actualidad existe una gigantesca pérdida de control que ninguna brujería policial podrá remediar.
Y no es sometiéndonos a penas de prisión, vigilancias puntillosas, controles policiales o prohibición de comunicarnos, dado que seríamos los autores de esa lúcida constatación, como se hará desaparecer dicha constatación. La característica de las verdades es que, apenas se enuncian, escapan de quienes las han formulado. A los gobernantes no les habrá servido de nada llevarnos a los tribunales, todo lo contrario.
Está leyendo Vigilar y castigar de Michel Foucalt. ¿Este análisis todavía le parece pertinente?
Está claro que la prisión es el secretito sucio de la sociedad francesa, es la clave y no la marginalidad de las relaciones sociales más presentables. Lo que se concentra aquí, en un bloque compacto, no es un grupo de bárbaros asilvestrados, como quieren hacernos creer, sino más bien el conjunto de las disciplinas que forjan, fuera de aquí, la existencia denominada «normal». Vigilantes, cantina, partidos de fútbol en el patio, empleo del tiempo, divisiones, camaradería, peleas, fealdad de las arquitecturas: hay que pasar una temporada en la cárcel para tomar conciencia plena de lo que la escuela, la inocente escuela de la República tiene, por ejemplo, de carcelario.
Bajo ese ángulo inexpugnable, la prisión no sería un recogedero de los fracasados de la sociedad, sino que la sociedad actual es la consecuencia de una prisión fracasada. La misma organización de la separación, la misma administración de la miseria mediante la droga, la tele, el deporte y el porno reinan por todas partes, y además con menos método. En definitiva, estos altos muros sólo ocultan a los ojos esta verdad de una sencillez explosiva: las vidas y los espíritus son exactamente iguales a ambos lados de las alambradas y a causa de ellas.
Si se persiguen con tanta avidez los testimonios «del interior» que expondrían finalmente los secretos que guarda la prisión, es para ocultar mejor el secreto que ella es: el de la servidumbre de quienes os consideráis libres mientras su amenaza se cierne de forma invisible sobre cada uno de vuestros gestos.
Toda la virtuosa indignación que rodea la oscuridad de las cárceles francesas y los suicidios repetitivos, toda la zafia contrapropaganda de la administración penitenciaria que pone en escena para las cámaras a los carceleros devotos del bienestar del detenido y a los directores de prisiones preocupados por el «sentido de la pena», en resumen: todo ese debate sobre el horror del encarcelamiento y la necesaria humanización de la detención, es tan antiguo como la cárcel. También forma parte de su eficacia la combinación del terror que debe inspirar con su hipócrita estatuto de castigo «civilizado». El pequeño sistema de espionaje, humillación y aniquilación que el Estado francés dispone más fanáticamente que ningún otro en Europa alrededor del detenido, ni siquiera resulta escandaloso. El Estado lo ejecuta todos los días, multiplicado por cien, en los suburbios. Y todo esto, obviamente, no es más que el principio: la venganza es la higiene de la plebe.
Pero el engaño más flagrante del sistema judicial-penitenciario consiste, en realidad, en pretender que dicho sistema sirve para castigar a los criminales, cuando dicho sistema no hace más que generar las ilegalidades. Cualquier patrón -y no sólo el de Total-, cualquier presidente de un consejo general -y no sólo el de los Hauts-de-Seine-, cualquier policía, saben que cometen ilegalidades para ejercer correctamente sus cometidos. Actualmente, el caos de las leyes es de tal magnitud que hacen bien en no buscar más que conseguir que se respeten y la policía antidroga hace bien en limitarse a regular el tráfico y no reprimirlo, lo que sería social y políticamente un suicidio.
Por lo tanto, la división no consiste, como desearía la ficción judicial, en legales e ilegales, inocentes y criminales, sino entre los criminales a quienes se considera oportuno perseguir y los que se dejan en paz como requiere la policía general de la sociedad. La raza de los inocentes se extinguió hace mucho tiempo, y la pena no es eso a lo que la justicia te condena: la pena es la justicia en sí misma, por lo tanto no se trata, para mí y mis compañeros de «proclamar nuestra inocencia», como se dejó llevar ritualmente la prensa al escribirlo, sino de derrotar la peligrosa ofensiva que constituye todo este procedimiento repugnante. Éstas son algunas conclusiones a las que llegamos al releer Vigilar y castigar estando en prisión. A la vista de lo que hacen los «foucaltianos» con los trabajos de Foucalt desde hace veinte años, no sería descabellado sugerirles que pasasen una temporada en esta pensión.
¿Cómo analiza lo que le está ocurriendo?
No se engañe: lo que nos ocurre a mis compañeros y a mí también le ocurre a usted. Por otra parte, éste es el primer engaño del poder: se procesa a nueve personas en el marco de un procedimiento judicial «de asociación de malhechores relacionados con una empresa terrorista» y deberían sentirse particularmente afectados por esta grave acusación. Pero no existen un «asunto de Tarnac», un «asunto Coupat» o un «asunto Hazan (editor de L’insurrection qui vient). Lo que existe es una oligarquía que se tambalea en todo los aspectos y se vuelve cruel como cualquier poder se convierte en una fiera cuando se siente realmente amenazado. El Príncipe sólo tiene el apoyo del miedo que inspira cuando su figura no suscita en el pueblo más que el odio y el desprecio.
Lo que hay ante nosotros es una bifurcación al mismo tiempo histórica y metafísica: estamos pasando de un paradigma de gobierno a un paradigma del habitar, al precio de una revolución cruel pero emocionante, es decir, hemos dejado instaurarse a escala planetaria ese desastre climático donde coexisten, bajo la férula de una gestión «sin complejos» una élite imperial de ciudadanos y las masas plebeyas mantenidas al margen de todo. Es obvio que existe una guerra; una guerra entre los beneficiarios de la catástrofe y quienes se plantean la vida de una forma menos esquelética. Nunca se ha visto que una clase dominante se suicide de buen grado.
La rebelión tiene las condiciones, no una causa. ¿Cuántos ministerios de la Identidad Nacional, despidos a la moda continental, redadas de sin papeles u opositores políticos, chicos machacados por la policía en los suburbios o ministerios que amenazan con privar del título a quienes se atrevan a ocupar su facultad hacen falta para decidir que semejante régimen, incluso instalado por un plebiscito de apariencia democrática, no tiene ningún derecho a existir y sólo merece que se derroque? Es una cuestión de sensibilidad.
La servidumbre es lo intolerable que se puede tolerar infinitamente. Porque es una cuestión de sensibilidad y esa sensibilidad es inmediatamente política (no en el hecho de que se pregunte «¿Por quién voy a votar?», sino «¿Mi existencia es compatible con eso?»), para el poder es una cuestión de anestesia a la que responde con la administración de dosis cada vez mayores de diversión, miedo y estupidez. Y donde la anestesia no funciona, ese orden que ha reunido contra él todas las razones de la rebelión, intenta disuadirnos por medio de un pequeño terror ajustado.
Mis compañeros y yo sólo somos una variable de ese ajuste. Sospechan de nosotros como de muchos otros, de muchos jóvenes, de muchas bandas, de «des-solidarizarnos» con un mundo que se hunde. Ése es el único punto sobre el que no mienten. Afortunadamente, la mezcolanza de ladrones, impostores, industriales, financieros e hijos, todo esa corte de Mazarín narcotizada, de Louis Napoleón en versión Disney, de Fouchés domingueros que de momento controla el país, carece del más elemental sentido dialéctico. Cada paso que dan hacia el control de todo los aproxima a su pérdida. Cada nueva «victoria» que celebran expande un poco más el deseo de verlos derrotados. Cada maniobra por la que piensan que fortalecen su poder acaba volviéndose odiosa. En otras palabras, la situación es excelente. No es el momento de perder el valor.
Texto original en francés: