El 17 de noviembre del 2013 Paul Krugman daba la voz de alarma y denunciaba la existencia de un «complot» contra Francia. Motivo: la rebaja por parte de Standard & Poor’s (S&P) de la calificación del país galo. Tomaba nota, de un lado, la campaña de importantes medios internacionales de comunicación económica que calificaban a […]
El 17 de noviembre del 2013 Paul Krugman daba la voz de alarma y denunciaba la existencia de un «complot» contra Francia. Motivo: la rebaja por parte de Standard & Poor’s (S&P) de la calificación del país galo. Tomaba nota, de un lado, la campaña de importantes medios internacionales de comunicación económica que calificaban a Francia de autentica «bomba de relojería» potencialmente más grave que España, Grecia o Portugal; analizaba, de otro, las variables macro más importantes del país vecino sin encontrar razón alguna para tanto pesimismo y tanta alarma, sobre todo si se comparaban con las de otros países del denominado «núcleo». Su conclusión no podía ser más contundente: «Francia ha cometido el imperdonable pecado de ser fiscalmente responsable sin hacer sufrir a los pobres y a los desafortunados. Y debe ser castigada».
Dos meses más tarde, el conocido Premio Nobel de Economía vuelve al mismo asunto, esta vez con un titular aún más significativo: Escándalo en Francia. El centro de la noticia: el cambio radical de posición del presidente Hollande hacia las tesis neoliberales, reduciendo impuestos a las empresas y recortando el gasto, llegando a reivindicar, nada más y nada menos, que la famosa Ley de Say: «en la realidad la oferta genera demanda». Marx y Keynes seguro que darán un salto en sus tumbas y podrán recordar, con ironía, aquello de que cuando las sesudas teorías coinciden con los intereses de los poderosos se garantizan un amplio predicamento a cambio de perder capacidad analítica y predictiva.
El viejo revolucionario, añadiría que el sistema sigue agudizando sus contradicciones y que la crisis seguirá su curso; el liberal, se preguntaría, una vez más, qué tendría que pasar para que los economistas y los políticos de la derecha aprendieran de verdad del pasado y dejaran de poner en peligro el bienestar de las personas y, lo fundamental, la viabilidad del propio capitalismo.
Sin embargo hay que negar la mayor: Hollande no ha cambiado sustancialmente de posición, simplemente ahora está en condiciones de hacer público su «programa oculto». El PSOE ha hablado mucho en estos años del «programa oculto» del PP, llamando la atención sobre la doblez y la hipocresía de una derecha que dice una cosa en la oposición y hace otra radicalmente diferente en el gobierno. El verdadero programa oculto de los ex socialdemócratas y de los conservadores no es otro que la trama de poder neoliberal institucionalizada y garantizada por la Europa alemana del euro.
Cuando el presidente francés, una vez más, incumpliendo sus promesas electorales, hizo suyo el «Tratado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza en la Unión Europea» aceptó conscientemente atarse de pies y de manos a unas reglas de juego y a unos objetivos que acentuaban los rasgos «ordo liberales» del Tratado de Lisboa y que de facto la convertían en su verdadero programa-marco de gobierno, en Francia y en todos los países de la zona euro.
Perry Anderson, con su agudeza habitual, advertía ya en Junio del año pasado por dónde estaba caminado realmente el gobierno francés. El giro a la derecha lo daba ya por supuesto, añadiendo dos opiniones de mucho interés, también para nosotros. La primera, que los socialistas estaban mejor preparados que la derecha para aplicar el programa neoliberal, ya que se aseguraban una menor oposición de los sindicatos y que siempre podían usar el espantajo de la vuelta de la derecha al poder para moderar a su base social y electoral.
La segunda era más sutil: dado que los gobiernos, todos los gobiernos, aplican políticas especialmente negativas para la ciudadanía, necesitan de «un suplemento ideológico» capaz de polarizar el debate público y hacer resaltar las diferencias. El suplemento de Sarkozy fue la «identidad nacional»; el de Hollande, «matrimonio para todos»; en nuestro país parece que será el aborto y sus contornos.
Para entender lo que pasa y lo que nos pasa es fundamental comprender bien el papel que cumple la Unión Europea en el discurso político. Europa (así, confundiendo esta con La UE) es el instrumento, la justificación y, en último lugar, la coerción necesaria para hacer avanzar el neoliberalismo en todos y cada uno de los países europeos. Lo que no podría realizarse, sin grandes conflictos sociales y políticos, en cada uno de los países individualmente considerados, se ejecuta en el conjunto de la Unión sin poner en grave peligro la gobernabilidad y la estabilidad del sistema.
El dispositivo europeo es enormemente eficaz: sirve de coartada (Europa lo ha decidido ya), de justificación, (no podemos dar marcha atrás en el proceso de unidad e integración europea que es un bien en sí mismo) y de coerción (no cumplir los tratados es condenarse a salir del euro y de la UE). La clave: desconectar la soberanía popular de las decisiones fundamentales que afectan a las poblaciones. Es la otra cara del proceso de integración: consciente y planificadamente se ceden parcelas vitales de la soberanía estatal a instancias no democráticas, ligadas estructuralmente a los grupos de poder económico, que toman decisiones obligatorias para los Estados y para las personas. La Troika es esto: los administradores generales de los poderes económicos unificados tras el Estado alemán.
Hollande quiere, con el apoyo de la patronal y de las instituciones de la Unión, dar por concluida la «anormalidad francesa». Lo que esto significa es claro: poner fin a un Estado fuerte, capaz de controlar el mercado, asegurar los derechos sociales y garantizar una ciudadanía plena e integral. En el centro está la República, sus valores, sus instituciones y, más allá, la legitimidad del sistema político. Hollande afronta un reto común a todos los gobiernos de la zona euro: ¿cómo conseguir en condiciones democráticas que las poblaciones acepten la degradación de los servicios públicos, la pérdida de los derechos sindicales y laborales y el retroceso sustancial en la condiciones de vida de las personas?
Desde otro punto de vista se puede decir que la gran tarea de los gobiernos de la Unión y de sus instituciones es conspirar sistemáticamente contra sus ciudadanos y ciudadanas. Para conseguir esto es necesario una férrea alianza entre el capitalismo monopolista-financiero, los poderes mediáticos y la clase política.
Hay un dato que no se puede olvidar en este contexto y es el papel de Alemania. La cuestión se podría definir del siguiente modo: para que el Estado alemán pueda construir una sólida hegemonía en la UE, los demás Estados deben de ser «menos Estados», es decir, tiene que haber un debilitamiento estructural de los Estados nacionales y sus instrumentos de regulación y control. Aquí es donde aparece la dimensión geopolítica. Francia es el único país que está en condiciones de oponerse a la gran Alemania y liderar a los países del Sur. La Francia republicana, rebelde y nacional-popular sigue siendo la gran reserva espiritual y material de la democracia plebeya. Hablar aquí, como he hecho tantas veces, de Vichy es pertinente. De nuevo se produce una alianza de los poderes económicos franceses y el Estado alemán para derrotar al movimiento popular y republicano, a la izquierda realmente existente. Hollande es el eje de esta alianza. No es de extrañar su agresiva política internacional, su alineamiento férreo con los sectores más duros de la Administración norteamericana y su supeditación al Estado de Israel.
¿Alguien se puede extrañar de que, en un contexto caracterizado por la construcción de democracias «limitadas y oligárquicas», la degradación de las condiciones de vida y la pérdida radical de derechos, crezca la extrema derecha y el populismo nacionalista de Marie Le Pen?
(*) Manolo Monereo Pérez. Politólogo y miembro del Consejo Político Federal de IU. Su última obra publicada es De la crisis a la revolución democrática (Ed. El viejo Topo, 2013).