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De la CEE a la UE superpotencia mundial (Roma 1957 -Roma 2004)[1]

La complejidad de la construcción de la «Europa» del capital, y sus impactos

Fuentes: Rebelión

Tras la Segunda Guerra Mundial, Europa era un territorio desolado, con un balance de millones de muertos, ciudades destruidas, miseria generalizada, fuerte contestación social, Estados colapsados, etc. Poco a poco, los Estados se reconstruyen a uno y otro lado de la línea (marcada en Yalta y Postdam) que separaría los dos Bloques durante la Guerra […]

Tras la Segunda Guerra Mundial, Europa era un territorio desolado, con un balance de millones de muertos, ciudades destruidas, miseria generalizada, fuerte contestación social, Estados colapsados, etc. Poco a poco, los Estados se reconstruyen a uno y otro lado de la línea (marcada en Yalta y Postdam) que separaría los dos Bloques durante la Guerra Fría, bajo la supervisión directa de cada una de las nuevas superpotencias: EEUU y la URSS. En el área occidental, EEUU propició, al principio, una cierta confluencia de los nuevos Estados (que se correspondían en general con sus antiguos territorios históricos), con el fin de mejor coordinar las ayudas del Plan Marshall de reconstrucción y desarrollo, que servía también claramente a los intereses de sus empresas y entidades financieras, dando lugar a la creación de la OCDE (Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico). Ante el inicio «formal» de la Guerra Fría (bloqueo de Berlín, 1948), algunos países europeos occidentales deciden crear la Unión Europea Occidental -UEO- (1948) con el fin de coordinar su capacidad de respuesta militar ante la amenaza proveniente del Este. Frente a esta decisión, que podía suponer un mayor grado de autonomía de dichos países respecto de EEUU, la superpotencia impulsa la creación de la OTAN (1949), a lo que responde posteriormente la URSS con el establecimiento del Pacto de Varsovia (1951). La UEO prácticamente se «evaporaría» durante cuarenta años (hasta los noventa), ante una potente OTAN dominada claramente por EEUU. Europa occidental y oriental se convertían así, prácticamente, en dos «protectorados» de las superpotencias.

En esta situación de debilidad y dependencia, en un momento además en que las antiguas potencias coloniales europeo-occidentales perdían poco a poco sus antiguos imperios en África y Asia, y cuando los mercados nacionales eran asimismo muy limitados para enfrentar una competencia creciente por parte de EEUU, las elites económicas y financieras europeo-occidentales presionan a sus Estados para enfrentar este nuevo escenario de enorme incertidumbre. Unos Estados que se habían convertido (presionados por la situación social y geopolítica) en garantes de un nuevo pacto entre el capital y el trabajo, para gestionar el capitalismo keynesiano posbélico. Europa occidental había dejado de ser el centro del mundo. Y lo había sido durante quinientos años. En estas circunstancias se inicia formalmente el llamado «proyecto europeo», en 1957, con la firma del Tratado de Roma, cuando seis países de Europa occidental (continental) se dotan de una Unión Aduanera y crean la Comunidad Económica Europea[2]. Era la reacción de las principales potencias de la Europa a este lado del «telón de acero», Francia, Alemania, Italia, más los países del Benelux (Bélgica, Holanda y Luxemburgo), para iniciar la creación de un mercado supraestatal con el objetivo de potenciar sus grandes empresas, a fin de competir en mejores condiciones a escala europea y mundial. La CEE es un verdadero éxito y suscita un elevado crecimiento económico (de fuerte base industrial), una intensa urbanización (motorización) y una paralela desarticulación del mundo rural tradicional. Pronto llaman a sus puertas otros países europeos occidentales. En 1973 ingresan Gran Bretaña, Irlanda y Dinamarca (Noruega dice «No», en referéndum).

Por otro lado, desde los sesenta, las tensiones con EEUU van aumentando paulatinamente. La creciente rivalidad económica, las tensiones con la Francia de De Gaulle (abandono de Francia de la estructura militar de la OTAN), y sobre todo la crisis del sistema monetario diseñado en Bretton Woods (BW), es decir, el fin del patrón dólar-oro en 1971[3], hacen que esa rivalidad se intensifique. Si bien, siempre dentro de un orden, porque la bipolaridad mundial limitaba las tensiones intercapitalistas, aparte de que el «proyecto europeo» era sólo un mercado supraestatal todavía en gestación, sin ninguna trabazón política propia y mucho menos militar. Los Estados europeo-occidentales eran entes («autónomos») incapaces de rivalizar con la superpotencia y dependientes de su protección militar. A pesar de todo, los países de la entonces CEE ante la crisis en gestación de BW deciden (en 1970) lanzar una moneda única para finales de los setenta. EEUU lo considera un casus belli y obliga a la Francia de Pompidou a retirar esa propuesta (cumbre entre Francia y EEUU en las Azores a finales de 1971). De Gaulle felizmente había desaparecido. Los países de la CEE aceptan pero a cambio de eliminar el sistema de cambios fijos existentes desde 1945 (otra de las patas del sistema de BW). Así, a partir de 1973, el dólar se mediría con otras divisas mundiales (marco, yen, etc), pero desde su posición hegemónica.

Desde finales de los setenta, y especialmente con la presidencia Reagan, EEUU (seguido de la Gran Bretaña de Thatcher) impulsa un nuevo capitalismo cada vez más globalizado, basado en el creciente predominio de sus mercados financieros (en especial, Wall Street), y en una profunda redefinición del papel del Estado y de la relación capital-trabajo: el neoliberalismo. La primera etapa de la llamada revolución conservadora, que iba a empezar a desmontar las conquistas sociales alcanzadas en los «treinta gloriosos» y tras el ciclo de luchas que se dan en torno a 1968. La CEE en una situación recesiva y de fuerte parálisis tras las crisis energéticas y económica de los setenta y principios de los ochenta, se ve obligada a reaccionar. Sus principales empresas transnacionales reunidas en el lobby de presión ERT (European Round Table of Industrialists), apoyadas también por las elites financieras, reclaman a Bruselas iniciar asimismo el giro neoliberal e impulsar para ello un Mercado Único y, más tarde, una moneda única. Sólo así iban a poder subsistir y prosperar en el nuevo mundo salvaje de la «globalización» productiva y financiera impuesto en el área occidental por EEUU (y Gran Bretaña). La Comisión Europea toma nota y promueve un profundo giro en el «proyecto europeo». Y el Consejo Europeo, a instancias de la Comisión, aprueba en 1985 el Acta Única, que instituía un Mercado Único (MU) para mercancías, servicios, capitales y personas (Schengen)[4], para 1993. Este es el inicio del giro neoliberal del «proyecto europeo» que se profundiza con el Tratado de Maastricht (1991-93), cuando se aprueba la creación de la Unión Económica y Monetaria (UEM). Esto es, la instauración de una moneda única comunitaria para finales de los noventa. Mientras tanto, la CEE se había seguido ampliando (Grecia, en 1981, España y Portugal, en 1986), y había ido cambiando de nombre pues se ampliaban sustancialmente sus competencias, desbordando el ámbito de lo puramente económico. Con el Acta Única, pasa a llamarse Comunidad Europea, y más tarde, con Maastricht, adopta su denominación actual: Unión Europea. El giro neoliberal del MU y Maastricht, se va a intensificar aún más en los noventa, y especialmente desde el año 2000 con la llamada Estrategia de Lisboa. Todo esto va a permitir relanzar un crecimiento económico que genera unas desigualdades sociales y territoriales en ascenso, activando una verdadera explosión de la lengua de lava urbanizadora, con una creciente dispersión (reestructuración-terciarización) metropolitana, así como el paralelo estallido de la movilidad motorizada, al tiempo que implica el total predominio del agrobusiness sobre el mundo rural. Es decir, un modelo cada día más injusto, energívoro e insostenible.

Pero Maastricht era bastante más que la UEM, aunque la consecución de la moneda única fuera la piedra angular y el grueso de dicho Tratado. Por primera vez se abre de forma clara, pero muy incipiente todavía, el camino para la construcción de la «Europa» política y militar. Era la respuesta al nuevo mundo que se abría tras la caída del Muro de Berlín (1989), las Revoluciones de Terciopelo en la Europa del Este (1990), la primera Guerra del Golfo (1991) y el colapso de la URSS (1991). La nueva UE (en este caso con la Alemania unificada -1990- al frente) tenía que actuar ante este nuevo escenario que afectaba de lleno a su patio oriental, y ante el reto que suponía un nuevo mundo en el que el capitalismo iba a ser ya verdaderamente global, e iba a estar dominado por una sola superpotencia: EEUU. En este nuevo escenario, una vez evaporada la bipolaridad de la Guerra Fría, las tensiones intercapitalistas se iban probablemente a acrecentar, y el carecer de esa dimensión político-militar iba a ser un handicap para la proyección mundial de la UE. Además, una vez desaparecida la vinculación de las monedas directa o indirectamente con el oro, las principales divisas mundiales solo se sustentaban en la confianza, y ésta (un bien frágil) se garantizaba principalmente con un fuerte poder político y militar. Este era el caso claro del dólar, que era la divisa hegemónica mundial. Pero la futura moneda única, que se llamaría más tarde euro, para afianzarse y poder llegar a competir en su día con el dólar necesitaba de un componente político-militar que el «proyecto europeo» carecía hasta entonces. Maastricht, pues, abre tímidamente esa puerta, creando dos nuevos pilares intergubernamentales: la Política de Exterior y de Seguridad Común (se «recupera» la UEO), y la Política de Interior y de Justicia Común. Esto es, los Estados se comprometían a empezar a poner en común, en base a la unanimidad, estas competencias suyas, hasta entonces fuera del ámbito comunitario. Es decir, a profundizar el «proyecto europeo». Pero los distintos intereses nacionales y el derecho de veto hacían que esta fuera una muy ardua tarea.

Mientras tanto, el nuevo «proyecto europeo» se sigue ampliando. En 1995, ingresan por referéndum Suecia, Finlandia y Austria (Noruega sigue diciendo «No»). Es decir, la antigua Europa occidental (prácticamente) es parte ya de la UE. Y en 1993 se decide en Copenhague iniciar una gigantesca ampliación de la UE hacia al Este, para acoger en su seno a países del ya fenecido Pacto de Varsovia, y pequeños Estados insulares (Chipre, Malta). Las razones de esta macroampliación al Este eran claras: incrementar el mercado de la UE (casi 100 millones de nuevos consumidores), beneficiarse de una fuerza de trabajo cualificada y muy barata (de cara a futuras deslocalizaciones), apropiarse de sus empresas y recursos, y desactivar el peligro que podía suponer su potencial militar, al tiempo que segregaban a estos países de la influencia de Rusia. Sin embargo, la apuesta era tremendamente arriesgada y compleja. Las fuertes diferencias de renta y culturales, la dificultad del tránsito de una economía planificada a otra de libre mercado, la debilidad y ausencia de arraigo de sus estructuras estatales, y asimismo sus fuertes vínculos con EEUU (su nuevo y principal protector frente a Rusia) hacían que esta ampliación fuera de difícil digestión para una UE que estaba también inmersa en la necesidad de su propia profundización. Obligada por las circunstancias, la Unión decide acometer ambos procesos al mismo tiempo: es decir, profundizar el «proyecto europeo», al tiempo que ampliaba éste. Para ello era imprescindible cambiar las reglas de juego previas (de «café para todos», es decir de igualdad formal de los Estados) y abrir la creación de una «Europa» a distintas velocidades, con un centro fuerte (probablemente el Eurogrupo) y distintas periferias, en la que los Estados van ir perdiendo el derecho de veto. Esto es lo que mal que bien intenta lograr primero el Tratado de Ámsterdam (1997), complementado luego en parte con el de Niza (2000), y finalmente articulado en el proyecto de nueva Constitución Europea (Roma, 2004).

En paralelo, desde finales de los noventa, EEUU propone la ampliación al Este de la OTAN, que no se disuelve como el Pacto de Varsovia, sino que va reforzando su ámbito de proyección mundial y las causas y modalidades de posible intervención internacional. Los países del Este van a ingresar en la OTAN antes que en la UE, lo que introduce tensiones adicionales. A través de este instrumento, EEUU irrumpe como un verdadero Caballo de Troya dentro de la dinámica de la «construcción europea», dificultando su ya difícil consolidación político-militar. Esto es especialmente así después del 11-S, bajo la presidencia de Bush, en esta nueva etapa que se ha venido a denominar como «globalización armada», caracterizada por la actuación unilateral agresiva de EEUU a escala mundial (y un fuerte control y represión interna). Una segunda fase de la revolución conservadora marcada también por el fundamentalismo religioso y el reforzamiento de las estructuras de dominio patriarcal, que está poniendo abiertamente en cuestión las conquistas de las mujeres en los últimos treinta años. Es en este contexto que se inicia la elaboración de la Constitución Europea (Laeken, diciembre, 2001), cuya aprobación se vuelve aún más perentoria de cara a este novísimo escenario global. Escenario que se complica enormemente con la guerra preventiva de EEUU (y Gran Bretaña) contra Irak, que logra dividir a la «Vieja» y a la «Nueva» «Europa». Así, las tensiones internas y especialmente los frenos que establecen especialmente Gran Bretaña, acompañada de Italia y la España de Aznar, y la situación en los países del Este, hacen que se alumbre una futura configuración de la UE, enormemente compleja, con ausencia de una estructura de mando clara, que compromete su construcción como superpotencia político-militar de proyección mundial. La Constitución Europea es un acuerdo de mínimos que blinda y profundiza la «Europa» neoliberal existente, y que supone un paso importante (pero limitado) para construir la «Europa» político y militar que necesita el capital continental en esta etapa, de creciente rivalidad noratlántica. Además, una UE en constante expansión (próximo ingreso de Bulgaria, Rumania y Croacia, así como inicio de la futura adhesión de Turquía), sin unas futuras fronteras delimitadas y claras, puede hipotecar aún más la profundización, y hacer todavía más difícil definir un «adentro» y un «afuera», para intentar construir un «nosotros» sobre el que se basa un proyecto excluyente para unos (el «otro» interior y exterior) e «incluyente» (con enormes diferencias internas[5]) para los ciudadanos de los distintos Estados de la Unión.

De esta forma, el «proyecto europeo» está aquejado de una fuerte y creciente falta de legitimidad. En sus primeros años, hasta los ochenta, durante esos treinta años de capitalismo de «rostro humano», mientras se construía el «Estado del Bienestar», y se daba una situación de pleno empleo (fordista), la (débil) «construcción europea» de entonces gozó de una relativa buena imagen pública. En esta etapa, la fuerte contestación social (y antipatriarcal) existente se desarrollaba en el marco del Estado-nación. Sin embargo, desde mediados de los ochenta, cuando se inicia el giro neoliberal del «proyecto europeo», y se van imponiendo desde Bruselas sus recetas al conjunto de los países miembros, con el paulatino desmontaje del «Estado social», al tiempo que se acaparan por la UE crecientes competencias estatales, y que se va instalando el desempleo crónico y la precariedad (postfordista) en las sociedades europeas, la «construcción europea» se enfrenta a un rechazo ciudadano in crescendo. Se incrementa claramente el «euroescepticismo», que se ve reforzado por la incorporación de nuevos Estados miembros donde late un fuerte rechazo a la UE (Suecia, Finlandia y Austria, que se suman a los ya reticentes Gran Bretaña y Dinamarca). Más tarde, se asiste (desde el Tratado de Ámsterdam, 1997) a una creciente movilización ciudadana contra las instituciones comunitarias, que se refuerza al final del siglo (Niza, 2000, Gotemburgo, 2001, Barcelona, 2002) en paralelo al auge del llamado «movimiento antiglobalización», pues la UE pasa a ser considerada como uno de los principales actores mundiales del nuevo capitalismo global. Y en los dos últimos años han proliferado movilizaciones masivas contra las privatizaciones de la sanidad, la educación y las pensiones en muchos países de la Unión. Asimismo, la incorporación de los países del Este ha introducido un elemento más en la desafección en ascenso hacia las estructuras comunitarias. No por casualidad en las últimas elecciones al parlamento europeo tan sólo ha votado el 45% de la población de la UE a 25, y el 26% si se considera sólo a los países del Este. Los ciudadanos (sobre todo aquellos más afectados por las reestructuraciones en marcha) se alejan cada vez más de la UE, y los del Este se consideran a sí mismos como de «segunda categoría», de ahí su desentendimiento del «proyecto europeo».

No existe un imaginario común «europeo», y las estructuras comunitarias (apoyadas en los Estados) lo están intentando crear en base al miedo al «otro», interior y exterior, presentándose ante la ciudadanía como la mejor garantía de seguridad, interna y externa, con el fin ganar legitimidad. Con la nueva Constitución, la UE cabalga desde formas de «dominio dulce» a formas de «dominio fuerte» características de esta nueva etapa de «globalización armada», al tiempo que promueve también un reforzamiento de las estructuras de dominio patriarcal, aunque a ritmo «europeo», para mejor adecuarse a los nuevos escenarios de progresivo predominio de la fuerza en la gestión y resolución de conflictos, y adaptarse igualmente al desmantelamiento del «Estado social»[6]. La imagen de «policía bueno» de la «globalización» que hasta ahora gozaba la UE a escala global, seguramente se empiece a empañar en los próximos años conforme se vaya haciendo cada vez más necesario garantizar con el poderío político-militar la imposición de los intereses económicos de la Unión en el mundo entero, el acceso a recursos naturales crecientemente escasos que se ubican en espacios periféricos (para saciar la demanda en ascenso de un modelo urbano-agro-industrial cada día más depredador y contaminador) y afianzar en esos pilares la necesaria confianza monetaria y financiera.

Es en este contexto crecientemente adverso en el que tiene que ser ratificada la Constitución Europea por los veinticinco Estados miembros, para que la futura UE alcance una mínima legitimidad. Este marco se puede ver aún más enrarecido si la nueva administración Bush intensifica sus presiones para dividir a la «Nueva» y a la «Vieja» «Europa», con el fin de «dinamitar» la consolidación de una UE superpotencia que refuerce al euro, y que pueda poner en poner en peligro la hegemonía mundial del dólar y de paso la hegemonía global de EEUU. De hecho, la rivalidad entre el dólar y el euro no hace sino intensificarse. La ratificación de la Constitución se puede convertir en un calvario. En nueve países miembros se contempla la realización de referendos (no vinculantes). En España va a tener lugar el primero de ellos. El PSOE plantea la consulta, que sabe que va a ganar, aunque le preocupa la elevada abstención, como un acto modélico de «europeísmo» para arrastrar a otros países cuyas poblaciones dudan. En Francia y Gran Bretaña puede llegar a triunfar el «No», y de todos modos, en el resto, parece que la participación ciudadana puede alcanzar cotas aún más bajas de las ya registradas en las recientes elecciones europeas. Y en algunos parlamentos del Este ni siquiera está claro el triunfo del «Sí». Los gobiernos han dicho «Sí» en Roma en octubre de este año a la Constitución, pero los pueblos y los parlamentos pueden sorprenderles con un «No» o una abstención masiva.

Madrid, diciembre, 2004



[1] Este artículo saldrá publicado próximamente en un número especial conjunto de las revistas Ecologista, Libre Pensamiento y La Lletra A, dedicado a difundir una reflexión crítica sobre la UE y las resistencias al «proyecto europeo», de cara al próximo referéndum sobre la Constitución Europea.

[2] Un paso previo fue la creación de la CECA (Comunidad Europea del Carbón y del Acero), en 1951, por parte de los mismos países. Es decir, la puesta en común de toda su industria extractiva y básica.

[3] El dólar deja de estar vinculado al oro. Es decir, EEUU se niega a cambiar los dólares circulando por el mundo por el metal precioso, tal y como se había comprometido en BW.

[4] Al tiempo que empieza la construcción de la «Europa fortaleza». Ya no eran necesario unos flujos inmigratorios tan intensos como se habían dado en los sesenta y setenta, y además estos se acrecentaban aceleradamente debido a la desestructuración periférica provocada por los procesos de «globalización».

[5] Entre otras cuestiones, p.e., los ciudadanos de los nuevos países del Este no disponen del derecho a la libre movilidad dentro de la UE a 25.

[6] Reforzamiento de la familia (en la Constitución) para intentar garantizar el cuidado (prioritariamente por parte de las mujeres) de una población cada vez más envejecida de la que el Estado se va desentendiendo.

Ramón Fernández Durán es miembro de Ecologistas en Acción

Este artículo sale en enero de 2005 en una publicación conjunta de CGT, Baladre y Ecologistas en Acción, que llevará las tres cabeceras de sus revistas correspondientes: Libre Pensamiento, La Lletra A y la Revista Ecologista. Es un número especial dedicado a fomentar la reflexión crítica sobre el «proyecto europeo», y su futura Constitución, con el objetivo de impulsar las resistencias a la UE. Está especialmente pensado de cara a la campaña del Referéndum, aunque los materiales que se recogerán en dicho número pretenden tener una mayor vigencia en el tiempo, para que sirvan a los colectivos y personas que tratan de oponerse al despliegue de la «Europa del Capital y la Guerra».