Índice: 1. Aviso para navegantes europeos: decir no es diferente a decir nada: 2. Los argumentos de la derecha europea: cuatro premisas falsas sobre el debate constitucional; 3. ¿Una Constitución o un Tratado? Un salto cualitativo enmascarado; 4. El poder constituyente del pueblo y el poder destituyente de la Constitución Europea. 5. Una falsa división […]
Índice: 1. Aviso para navegantes europeos: decir no es diferente a decir nada: 2. Los argumentos de la derecha europea: cuatro premisas falsas sobre el debate constitucional; 3. ¿Una Constitución o un Tratado? Un salto cualitativo enmascarado; 4. El poder constituyente del pueblo y el poder destituyente de la Constitución Europea. 5. Una falsa división de poderes o del predominio de los Ejecutivos; 6. La coartada de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión; 7. La zanahoria europeísta…; 8. …y el palo neoliberal (la insistencia en las promesas incumplidas de la Emancipación); 9. El provincianismo de España y el Referéndum constitucional: en defensa de la democracia, es que no
«Que aprobó el Parlamento Europeo
una ley a favor de abolir el deseo»
Joaquín Sabina, «Eclipse de mar»
- Aviso para navegantes europeos: decir no es diferente a decir nada
En el circo, un niño pregunta a su padre cómo es posible que el gran elefante esté amarrado a una simple estaca y con una pequeña cadena. «¿Por qué no tira con un poco de fuerza y se libera?». El padre, con cierta amargura, contesta: «Cuando el elefante era muy pequeño le amarraron a la misma estaca, con la misma cadena y no sin antes darle algunos golpes para acobardarlo. Acostumbrado a ser libre, y a pesar del castigo, intentó liberarse y tiró con todas sus fuerzas. Pero no tuvo éxito. Volvió a intentarlo y volvió a fracasar. Con mucho coraje, hizo otro esfuerzo, pero sólo consiguió dañarse la pata. Desde entonces, interiorizó la derrota y no ha vuelto a intentarlo».
La historia de la Unión Europea comparte muchos aspectos de esta historia. Gentes de gran coraje como Altiero Spinelli, pusieron en marcha el sueño europeo, y como ocurrió inicialmente con los primeros europeístas en el siglo XIX, fueron tachados de antipatriotas. Spinelli, miembro de la resistencia y del Partido Comunista Italiano, escribió en 1943 junto a otros presos políticos el Manifiesto por una Europa libre y unida (Manifiesto de Ventotene), donde se marcaban las líneas de una Europa federal, antifascista y comprometida con la justicia y la libertad. Antes que él, brigadistas internacionales entendieron que en España se estaba dirimiendo una lucha por la democracia. Y tras la derrota de la II República, fueron muchos los vencidos que no asumieron esa condición y fueron a continuar la tarea en Alemania, en Italia, en Francia. Cuando algunos españoles entraron con la división Le Crerc en Paris el día de la liberación, estaban construyendo una Europa diferente.
Pero la guerra fría inició ese mismo año su andadura y la primacía de la construcción económica, que anclaba a Europa en el bloque capitalista de la guerra fría, primó por encima de la construcción política. El federalismo fue sustituido por el funcionalismo (la convicción de que pequeños pasos en lo económico generarían pasos similares en lo político). Esa lógica no nos ha abandonado, y aunque son legión quienes llevan décadas reclamando un mayor compromiso social y político en Europa, las limitaciones de la guerra fría y el propio desarrollo del siglo XX y su política de bloques frenaron esas demandas.
A partir de ahí, Europa ha llevado siempre adjetivos económicos en su nombre. Y ahora, cuando jurídicamente consigue personalidad jurídica (el nombre de Unión Europea reconocido constitucionalmente) es a costa de perder casi todas las posibilidades de hacer Política. Una vez más recordamos al Ulises de La Odisea -el mito de la modernidad encadenada usado por Adorno y Horkheimer-, al constatar cómo la Unión Europea se ata igualmente al mástil -pierde la libertad- para poder decir que es libre. Nombrarse políticamente cuando se abandona la posibilidad de hacer política, es decir, de buscar el bien común. Porque hay que recordar también, con Aristóteles, que política es lo que busca la felicidad del colectivo, mientras que la satisfacción particular de tiranías, oligarquías y demagogias no es sino «degeneración» de la política.
El canto de las sirenas liberales y neoliberales lleva acompañando a Europa desde hace décadas, pero ahora se quiere convertir en el cuaderno de bitácora del continente. El Tratado por el que se establece una Constitución para Europa (TCE) quiere ser el mástil que roba la libertad de ese viaje intrépido que inició Europa cuando se imaginó a sí misma unida, solidaria, pacífica, libre y justa. El neoliberalismo, responsable del encallamiento de la justicia social en el mundo en los últimos veinte años, quiere hacer ahora naufragar a la vieja Europa de los valores sociales.
Desde la derrota de las propuestas federalistas, Europa, como el envejecido elefante, anda amarrada a la misma estaca y a la misma cadena. Se han logrado avances en la articulación federal, pero no sólo no se ha construido un federalismo solidario fuerte, sino que los Estados sociales, base del contrato social de posguerra asentado en la derrota de las potencias del Eje, han empezado su declive bajo el embate neoliberal. Un declive evidente desde los años ochenta que ameritaron el nombre de «década conservadora» gracias a las políticas de Thatcher, Reagan, Bush, Kohl y que arrastraron a la socialdemocracia de Mitterrand, Blair y González. Y un declive social que ahora quiere constitucionalizarse para justificar las respuestas neoliberales de una Europa hegemonizada por la derecha.
Contaba Ernst Bloch en El principio esperanza que decir no es decir sí a algo diferente. Por eso diferenciaba el no de la nada. La base de su pensamiento utópico estaba en el Todavía No, en lo por venir. La Constitución que deseamos y cuyo paso se imposibilita con ésta que se nos presenta, es una forma de inscribir el futuro en el presente. Es una capacidad que ni es inexistente ni está plenamente formada. Es una conciencia anticipadora. Es traer a hoy anhelos que no queremos dejar para mañana y que por eso son posibles. El todavía No es una capacidad (llena de potencia) y es también una posibilidad. Es verdad que al inscribirse en el futuro, no se conoce su dirección. Esto nos obliga a cuidar el mañana, al que conviene enmarcar, concretar y alentar para que no se disuelva. Pero la miseria de los últimos veinte años, donde el pensamiento hegemónico ha sido el de las privatizaciones, la flexibilidad laboral, la liberalización económica, el deterioro mediambiental, el empobrecimiento de continentes enteros y el cerco al Estado social y democrático de derecho en el primer mundo, no puede plasmarse como piedra en el tiempo en una Constitución imposible de reformar como la que se ofrece.
Si aplicamos lo que Boaventura de Sousa Santos llama sociología de las ausencias (el estudio de las alternativas disponibles pero que son silenciadas, marginadas o descalificadas) nos encontramos con que es momento de exigir el desarrollo máximo de las Constituciones existentes. La experiencia de 200 años de constitucionalismo no puede desperdiciarse. Si aplicamos lo que el mismo Santos llama la sociología de las emergencias (el análisis de las alternativas posibles que están apuntadas desde el presente) nos enfrentamos a una Constitución Europea que debiera incorporar el máximo de derechos y garantías posibles anclados en las realidades concretas de las sociedades europeas y en las peticiones de los movimientos sociales que nos recuerdan todo aquello que funciona mal, no funciona o funciona sólo para mayor privilegio de unas minorías.
El momento es el preciso. Las múltiples transformaciones que asolan al mundo exigen una respuesta desde Europa. La globalización, el desarrollo tecnológico, los embates de una naturaleza que empieza a quejarse con contundencia, la militarización de los conflictos, la inmigración, el incremento del desempleo y la precariedad laboral, la agresiva política norteamericana, la ampliación europea al Este son todos aspectos que reclaman una respuesta unitaria de la Unión Europea. Y merece un apartado especial la reelección en 2004 de Georg Bush y su anuncio de ahondar en las soluciones militares, en el desmantelamiento del Estado social y en el privilegio al productivismo por encima de los requisitos medioambientales.
Es esa misma consciencia de los problemas que enfrenta Europa y la humanidad la que nos lleva a exigir una Constitución a la altura de los retos. Un reto de gran envergadura, pues la Unión Europea es el más relevante experimento político supranacional del mundo, al que están mirando todas las demás integraciones regionales del planeta. (El valor de agregado de la Unión Europea sólo es comparable, en su importancia, con el Foro Social Mundial, si bien la significación política es diferente y el grado de institucionalidad de la reunión de movimientos sociales es infinitamente menor. No cabe duda, sin embargo, de los réditos que traería un mayor diálogo entre ambos).
Las obligaciones de una articulación política supranacional reclaman el esfuerzo y la inteligencia de todo el continente. De ahí que no podamos permitirnos el lujo de la precipitación y el desconocimiento. Si ignorar no es nunca un derecho, cuando lo que está en juego es ni más ni menos que una Constitución para Europa, en un momento, además, tan delicado, desconocer lo que implica este Tratado Consitucional europeo sería un lujo imperdonable. Si es cierto que no hay verdades absolutas, lo que se constitucionalice sólo puede aceptarse en la medida en que sea fruto del esfuerzo deliberativo de la soberanía popular europea.
Nos debemos el esfuerzo.
2. Los argumentos de la derecha europea: cuatro premisas falsas sobre el debate constitucional
El 29 de octubre de 2004, los Jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europea firmaban el Tratado por el que se establece una Constitución Europea (TCE), cerrando el ciclo abierto en Laeken (2001) y culminando los trabajos de la Convención (grupo de 105 notables) y de la Conferencia Intergubernamental (representantes de los Gobiernos) que producirían este texto con validez constitucional. La fase última, la de la ratificación nacional, comenzó, dejándose a la decisión de cada Estado la forma en que cerrarían el proceso (es decir, dejándose abierta la posibilidad, como posteriormente ocurrió, de que haya países que formen parte de la Unión Europea pese a que su ciudadanía no haya sido convocada en referéndum sobre el texto constitucional).
Hay cinco aspectos en la discusión europea sobre el TCE que conviene clarificar para que el debate no se pierda por falsos vericuetos:
(a) No es cierto que en la ratificación del TCE Europa arriesgue su futuro o camine hacia el abismo. Esa retórica debe más al pensamiento reaccionario antiilustrado que a la apuesta racional que encarna el constitucionalismo moderno. Como recordaba Albert Hirschman en Retóricas de la intransigencia (1993), la reacción siempre ha protestado contra los cambios argumentado de tres formas: no sirven para nada (tesis de la inutilidad); consiguen lo contrario de lo que buscan (tesis de la perversión); ponen muchas otras cosas en peligro (tesis del riesgo). Si fuera por este argumento del miedo, nacido de la reacción antiliberal y resucitado en el periodo de entreguerras por los enemigos de la democracia, seguiríamos, cuando menos, en las monarquías absolutas.
El argumento, pese a ser propio de la reacción, afecta a veces también a otros sectores, especialmente cuando asumen tareas que no se corresponden con sus principios ideológicos y tienen que importar argumentos y formas. Declaraciones como la de Miguel Ángel Moratinos, Ministro de Asuntos Exteriores, quien afirmó, respecto del referéndum constitucional, que los ciudadanos se estaban «jugando todo» a una baza. (12 de diciembre de 2004), sólo sirven para generar miedo y hacer catastrofismo, aspectos ambos que no sólo no abundan en las formas de democracia participativa sino que, aún más, niegan incluso la condición básica de la democracia representativa: la posibilidad de escoger. Es el mismo catálogo que ya se usó para justificar la permanencia de España en la OTAN en 1986 [2] .
Este razonamiento de la amenaza es inaceptable pues donde no existen opciones no hay democracia. Es una variante del pensamiento único, comprensible desde la derecha pero no asumible desde posiciones de izquierda. Por otro lado, las consultas sirven, además de para informar a los ciudadanos, para dotar a los sistemas políticos de legitimidad. Si fuera verdad que no hay alternativas, el único voto democrático -el único que elegiría algo vistas esas restricciones- sería la abstención y, en puridad, la legitimación que resultase de esos comicios siempre sería débil. Una Constitución votada por una minoría nace deslegitimada y las llamadas desesperadas anunciando el fin del mundo están al servicio exclusivo de formas deslegitimadas de democracia.
(b) Vinculado a esto, no puede obligarse, en ausencia de un debate profundo e informado, a que se asuma un conjunto francamente antidemocrático con el argumento de que se logran algunos avances. El TCE es la culminación del proceso de palo y zanahoria que ha acompañado a la construcción de Europa: la zanahoria europeísta y el palo neoliberal. Asumir el conjunto porque se incorporan avances obligaría a votar, una vez más, con la nariz tapada respecto demasiadas cosas. Esta argumentación del mal menor tiene detrás un problema añadido. Mientras que las generaciones que vivieron el franquismo siguen viendo a Europa como el referente de las garantías que faltaron en nuestro país, para la gente más joven, Europa no es sino un espejo de nosotros mismos, con momentos de grandeza (no extraditar a un reo a Estados Unidos porque allí lo condenarían a muerte; oponerse, si bien parcialmente y con razones no siempre claras, a la guerra de Iraq; la defensa histórica del Estado social y democrático de derecho), pero también con grandes miserias cotidianas y recientes (la invasión de Iraq, el apoyo en la reunión de la OMC en Cancún y en Guadalajara a los privilegios del Norte; la falta de rotundidad respecto del genocidio palestino; el apoyo parlamentario europeo a la Presidencia de la Comisión a un cómplice de la reunión bélica de Las Azores como Barroso, la existencia de Presidentes como Berlusconi, culpables de delitos vinculados a la mafia, etc.).
Diacrónicamente, visto desde ayer hasta hoy, Europa, sin duda, avanza; sincrónicamente, visto desde hoy para mañana, que es como miran las nuevas generaciones, el TCE es un fuerte obstáculo para construir una democracia avanzada en Europa. Algo similar a lo que ocurre con algunos aspectos de la Constitución Española de 1978. Su artículo 93 – como se ha señalado en la introducción- permite que con simplemente una ley orgánica se cedan competencias constitucionales a organismos internacionales. En otras palabras, los españoles y españolas ceden su soberanía sin necesidad de someter esa cesión a un referéndum. Éste artículo ha recibido no pocos parabienes políticos y académicos, pues fue el que se utilizó para la entrada de España en la Comunidad Económica Europea. La bondad del ingreso al club europeo sirve para que también se justifiquen los medios: no consultar al pueblo soberano del que se habla en la Constitución de 1978. Por el contrario, desde otra perspectiva, recuerda al despotismo ilustrado, y se puede entender como un artículo que hurta soberanía y democracia, y sitúa al pueblo español bajo tutela. La primera versión es la que se ha seguido usando para no someter a referéndum el TCE (se ve como un riesgo excesivo). El pueblo es algo conveniente para citar en las ocasiones solemnes pero no tanto para consultar con él decisiones relevantes.
(c) No menos intolerable es la denuncia de antieuropeísmo a los que no apoyen este proyecto. Como se ha apuntado, la demanda de una Constitución Europea es una petición de larga data de la izquierda. Detrás de ese ataque está el fuerte provincianismo de España respecto de Europa. Mientras que la mitad del Partido Socialista francés se opone al TCE sin que nadie dude de su compromiso europeo, en España no sólo no hay fisuras dentro del PSOE, sino que salen discrepancias incluso de las fuerzas políticas y sindicales de la izquierda, a las que parece darles miedo decir que esta Europa no es de su agrado y buscan, una vez más, el lugar vergonzante del sí crítico, un sí que ni siquiera tiene el valor de asumir lo que se está haciendo. La denuncia de antieuropeísmo suele argumentar que el No al TCE sitúa a quien lo apoya al lado de la extrema derecha europea. Eso vale lo mismo -en realidad, incluso menos- que afirmar que quienes apoyan el Sí están al lado del corrupto y delincuente Berlusconi, de los cómplices de la guerra de Iraq Aznar, Blair y Barroso o del modelo económico que condena a la miseria a tres cuartas partes de la humanidad. Parece, pues, más sensato atender los argumentos de cada cual y dejar de lado descalificaciones que ocultan más que aclaran.
(d) Por último, conviene dejar claro el incumplimiento del mandato de la Declaración 23 de Laeken, donde se exigía un debate abierto sobre el TCE en toda la sociedad. Los resultados señalados de la encuesta del CIS de diciembre de 2004 (a apenas dos meses del referéndum) señalaban que el 84% de los ciudadanos españoles sabían poco o nada de la Constitución. El pacto de silencio pedido por José Luis Rodríguez Zapatero y ejercido por el Partido Popular ha creado un velo de ignorancia que invalida el proceso, movidos más por las cuitas internas que por la construcción europea. Más allá de que a quien le interesa realmente esta Europa neoliberal y armamentista es al PP, más allá de que el PSOE carezca de los mimbres conceptuales para mirar a Europa de manera diferente sin sentirse acomplejado (creyendo que el triunfo del No es un fracaso propio y regalándole al PP esa baza), lo realmente cierto es que la ausencia de debate significa la misma ausencia de democracia. Por mucho que, una vez más, artistas, famosos y héroes de la televisión hayan sido reclamados para suplir las deficiencias de la sociedad civil española y den a conocer -que no a debatir- las partes más presentables de la Constitución.
- ¿Una Constitución o un Tratado? Un salto cualitativo enmascarado
Es importante zanjar la discusión acerca de la condición legal del TCE. Según sus efectos, estamos ante una Constitución, con primacía sobre la Constitución Española, como reza el artículo I-6 del TCE. La sentencia del Tribunal Constitucional español diferenciando entre primacía y supremacía no parece sino una forma de diferir el problema al futuro, cuando haya que clarificar si el modelo del TCE impide, por ejemplo, financiar un servicio público o hacer una política de déficit para solventar problemas de empleo. Es conocida la sentencia del Tribunal Constitucional Alemán de 12 de octubre de 1993 en donde planteaba sus dudas respecto de la constitucionalidad de un Tratado (el de Maastricht de 1992) que no dejaba claro si podía cumplir con las exigencias del Estado social y democrático de derecho garantizados en la Ley Fundamental de Bonn. Existen bastantes probabilidades de que ocurra lo mismo en España, con el problema añadido de que los cambios del TCE, al reclamar la unanimidad de todos los países integrantes, la hace prácticamente imposible. El voto particular de tres de los magistrados del Tribunal Constitucional español señala esa tendencia a futuros problemas. El TCE es, a todas luces, una Constitución destituyente y, por tanto, reclama los requisitos constitucionales -las garantías- para este tipo de transformaciones. Algo hurtado en el procedimiento seguido por la Convención.
Mientras que en sus efectos estamos ante una Constitución, la manera en que se ha desarrollado el proceso no es el propio de una norma de ese rango. El proceso constituyente del TCE, que no se ha hecho a través de una Asamblea Constituyente, se ha enmascarado con el nombre de Convención (queriendo asemejarse a la Convención norteamericana de 1776 y a la francesa de 1792, falseando la comparación en ambos casos). Como ocurre a menudo, cuanto más pomposo es un nombre más quiere ocultar la realidad. La Convención europea, si bien es cierto que incorpora mayor representatividad que los métodos tradicionales europeos para elaborar tratados (Conferencias Intergubernamentales preparatorias del Acta Única Europea y de los Tratados de Maastricht, Ámsterdam y Niza), no deja de ser una reunión de personas que no han sido elegidas por la soberanía popular para desarrollar ese mandato, que no nacen de unas elecciones donde la soberanía popular elige a sus representantes para una Asamblea Constituyente. Además, la Convención estaba a su vez presidida por un grupo de notables elegidos por el Consejo (y que fueron quienes finalmente tomaron buena parte de las decisiones). De ahí la elección de Valery Giscard como Presidente de la Convención: una persona aristocrática, elitista, con un oscuro pasado en relación con el colonialismo francés en África, devoto de las políticas neoliberales y, en definitiva, elegida por las elites para dirigir un conjunto de notables. En realidad, un procedimiento que lesiona dos siglos de quehacer constitucional europeo.
- El poder constituyente del pueblo y el poder destituyente de la Constitución Europea [3]
Las Constituciones son procesos de establecimiento de derechos para frenar el poder absoluto. La historia del Constitucionalismo europeo, en especial desde el artículo 16 de la Declaración Francesa de 1789, dejó establecido que una Constitución significa la garantía de los derechos recogidos en una Carta, así como poderes separados que permitan el control mutuo entre el ejecutivo, el legislativo y el judicial para garantizar el cumplimiento de la Carta. De ahí que toda Constitución incorpore un listado de derechos que inspire a todo el sistema, así como una fundamentación democrática garantizada por la división de poderes. En la actualidad, parece razonable que se incorpore al menos una referencia al papel de los medios de comunicación, toda vez que corresponde a estos la creación de una opinión pública que permita el juego gobierno-oposición. Los medios, lejos de ser el cuarto poder que fiscalizaba como creador de opinión pública la efectiva división de poderes, se ha transformado en un actor con intereses propios que desvirtúa buena parte del proceso de la democracia representativa.
Dejando de lado esa ausencia de referencias a los medios de comunicación como garantes de un bien público (la información), prueba de que el TCE no es ni mucho menos el texto legal más avanzado como algunos pretenden argumentar, es importante resaltar que la soberanía popular, la única fuente de una Constitución democrática, es la gran ausente de este proyecto. Pese a que el momento actual de hegemonía neoconservadora oculta incluso lo obvio de la democracia, es de enorme relevancia reparar en este aspecto. El poder que posee la soberanía popular siempre es previo al derecho pues existe al margen de cualquier reconocimiento externo. De hecho, y con cierta paradoja, es al pueblo a quien le corresponde decir quién debe estar dentro de esa consideración de pueblo.
Consciente de ese poder, la soberanía popular crea leyes para ordenar la vida colectiva. Esas leyes, emanadas de la soberanía popular, son, por tanto, leyes políticas (si fueran leyes jurídicas, es decir, leyes que se asentaran sobre otras leyes, se estaría ignorando la relación directa de la ley suprema con la soberanía popular). Por eso las Constituciones, como leyes políticas, tienen que poseer legitimidad. En otras palabras, necesitan el consentimiento del pueblo soberano, tanto en su elaboración como en su ratificación. Porque son las leyes de que se dota la soberanía popular para ordenarse a sí misma. En las democracias representativas, ese principio de legitimidad es el de la mayoría. De ahí que la ratificación posterior del resultado sea condición sine qua non de una Constitución que realmente lo sea según los procedimientos asentados en las dos últimas centurias.
Ahora bien, podemos preguntarnos: ¿recibe el TCE el apoyo de las soberanías populares de los Estados miembros? En la medida en que no funciona el principio de control previo de constitucionalidad, en la medida en que no se exige la celebración de referéndum para su ratificación, la soberanía popular es ninguneada. Esto ya bastaría para una posición contraria al TCE por parte de aquellos que fueran escrupulosos con la defensa de los procedimientos democráticos y, aún más, de todos aquellos y aquellas que quisieran salvaguardar las formas de una ley suprema como es una Constitución.
La Conferencia Intergubernamental (CIG), al igual que la Convención, no son una asamblea constituyente, no salen de unas elecciones convocadas para ese fin, de manera que el producto elaborado ha quebrado el principio de que la principal fuente de un derecho que se reclame democrático es el pueblo soberano.
En el proceso del TCE, se equipara el poder constituido (el Consejo Europeo, la reunión, principalmente, de Jefes de Estado y de Gobierno y verdadero factor del proceso) con el poder constituyente (el pueblo soberano). Esto significa que se hurta a la norma fundamental una de sus características esenciales: la supremacía de la soberanía popular respecto del resto de las fuentes del derecho. Recordemos, por último, que es el Consejo Europeo en una Conferencia Intergubernamental a quien le corresponde reformar y aprobar el TCE.
Además, ni siquiera el cien por cien de los españoles o una amplísima mayoría del pueblo europeo reclamando la reforma constitucional podría garantizar que se llevase a cabo, ya que el proceso de reforma deja la iniciativa al Consejo y requiere, para que entre en vigor, la aprobación de los 25 países en la actualidad miembros. En resumidas cuentas, la reforma de este TCE es prácticamente imposible (de ahí las referencias a las décadas de funcionamiento del TCE expresadas por el Praesidium). Lo que aquí se apruebe va a quedarse durante mucho tiempo. ¿Es razonable tanta urgencia y tanta colisión con los procedimientos correctos en algo tan relevante? Las urgencias en el siglo XX, principalmente las que han tenido que ver con la disolución del bloque socialista, no parece que hayan ayudado mucho a nadie. Baste observar la situación actual de muchos de los países de la entonces URSS o recordar la crisis yugoslava para cuestionar la bondad de la urgencia requerida a comienzos de los noventa. Es más fácil derribar una sociedad que construirla.
Para que un proceso constituyente sea democrático son condiciones previas tres elementos (Martínez, 2004):
1. La postulación de un nuevo principio legitimatorio: Toda constitución es, como se ha señalado, el precipitado de los conflictos sociales en un momento dado. De ahí que para entender la razón de ser de una Constitución haya que preguntarse por los actores y las razones de los que reclaman un nuevo texto. En otros términos, se trata de ver en qué medida el principio legitimatorio del viejo texto está caduco y cuál es el nuevo principio legitimatorio que recoge la nueva Constitución. Como señalan Pedrol y Pisarello (2004), «la conquista de una nueva Constitución política siempre supone la denuncia de un orden imperfecto y la promesa o las vías para un orden mejor».
La reclamación desde la izquierda ha venido marcada por la exigencia de garantías para los derechos sociales, la profundización de la democracia, el compromiso con la paz, el respeto al medio ambiente, la justicia global y el freno al neoliberalismo. Por el contrario, desde la derecha, -en su vertiente neoliberal, especialmente económica-, se ha reclamado una articulación de Europa que permita a las grandes empresas jugar con fuerza en la arena de la liberalización, las privatizaciones, el desmantelamiento de los derechos laborales e, incluso, la militarización de los conflictos. La izquierda pretende fundar Europa con una Constitución que incida y abunde en el pacto social de posguerra (nacido, como se ha apuntado, de la derrota del fascismo). Es el mandato del Preámbulo de la Constitución Española de 1978 cuando reclama la construcción de una «democracia avanzada».
Por su parte, la derecha busca una Constitución -de hecho, la que se presenta en este TCE- que desmantele ese constitucionalismo de posguerra y sustituya el Estado social y democrático de derecho por un Estado neoliberal armado y garante por excelencia de la propiedad privada nacida de la globalización. El TCE es la respuesta de adaptación a las reglas de juego del neoliberalismo: esa es la única nueva legitimidad que recoge el TCE. Estamos en una fase del sistema capitalista, el neoliberalismo, que reinaugura un comportamiento salvaje y desbocado del capitalismo que conocemos como globalización (sin pretender caer en reduccionismos economicistas).
Lo que se pretende en el TCE es la constitucionalización del neoliberalismo. De ahí que la primera libertad fundamental que se señala (artículo I-4) sea «la libre circulación de personas, servicios, mercancías y capitales». Simbólicamente, algo nada baladí. Recordemos que la diferencia entre el liberalismo y el neoliberalismo está en que los autores liberales se enfrentaron a la monarquía absoluta, mientras que los neoliberales enfrentan el Estado social y democrático de derecho. El neoliberalismo es una suerte de neoabsolutismo de mercado que hace del Estado un instrumento de sus políticas. Muy de otra manera sería la Europa que se construyera sobre la expresión de la nueva «opinión pública europea», articulada en las manifestaciones contra la guerra del 15 de febrero de 2003 y que empiezan a apuntar a un clima de opinión donde una manera de ser diferente de Europa se encuentra y refleja en los diferentes lugares del continente que exigieron la paz.
2. La existencia de requisitos mínimos de la elección de una Asamblea Constituyente y la elaboración de la misma en la sede constitucional. Como se ha visto, se ha pretendido ocultar con el nombre de Convención la ausencia del requisito constitucional evidente de una Asamblea Constituyente, elegida por sufragio universal, que elabore el texto constitucional en un Parlamento constituyente que represente la soberanía popular.
3. Ratificación popular en referéndum . Hay una petición a los países para que sigan, en la ratificación, la vía más democrática, pero no hay ninguna obligatoriedad. De hecho, la ratificación parlamentaria por parte de Lituania ya tiene un efecto concreto: entre los 25 países, habrá algunos donde sus pueblos no habrán tenido la oportunidad de expresar su opinión acerca de un texto constitucional que comparten con nosotros. ¿Qué ocurrirá entonces con la legitimidad de este texto que, como veíamos, debiera ser el texto fundador de una ley que expresara la soberanía popular?
En conclusión, si se hace una valoración conjunta de estos aspectos, y se comprende lo que dice el artículo I-1 de este TCE ( la Constitución «nace de la voluntad de los ciudadanos y de los Estados»), en comparación con el artículo 1.2 de la Constitución Española del 78 («La soberanía nacional, reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado»), podemos afirmar que estamos ante una constitución destituyente que sitúa la soberanía en los Estados (bien directamente, bien como los otorgadores de ciudadanía) y no en el pueblo. Simbólicamente es una marcha atrás de doscientos años. No en vano, la derecha española se jacta de haber sido ella la que logró incorporar ese artículo, argumentando, en la línea monotemática conocida, que se trata de un freno a las reivindicaciones del nacionalismo vasco y catalán. En definitiva, esa cesión de soberanía beneficia a los que les molesta un Estado social y democrático de derecho y precisan un nuevo Estado que les garantice la hegemonía particular en la guerra de todos contra todos de la globalización neoliberal. En definitiva, una Constitución que significa una derrota de la democracia.
- Una falsa división de poderes o del predominio de los Ejecutivos
El desequilibrio en la división de poderes que recoge el TCE es clamoroso, reproduciendo, pese a los tímidos avances, el problema histórico del déficit democrático de la Unión Europea. En la tradición liberal, la división de poderes era la garantía que la burguesía pujante reclamaba a las monarquías absolutas para el funcionamiento efectivo de los derechos. De esta manera, quien hacía las leyes y controlaba al Gobierno en nombre de la soberanía popular era el Parlamento, mientras que el Ejecutivo se encargaba de las cuestiones de aplicación de las leyes. Para diferenciar entre quien actuaba y quien valoraba la legalidad de lo actuado, se establecía un poder judicial independiente. Pero no deja de ser menos real que mientras que el liberalismo se enfrentaba a la monarquía absoluta, el neoliberalismo se enfrenta, como se ha dicho, al Estado social y democrático de derecho. De ahí que en el TCE nada quede de la división de poderes liberal y nos encontremos ante un refuerzo del poder Ejecutivo (el del Consejo Europeo y el de la Comisión Europea, nombrada a su vez por el Consejo de entre políticos de confianza de los gobiernos europeos), así como al hurto de parcelas importantes que quedan al margen de la soberanía popular (tal y como ocurre con la política monetaria, en manos de un órgano independiente del Parlamento Europeo, el Banco Central Europeo, mandatado para la única tarea de mantener los precios estables).
Es cierto, como veremos, que mejora indudablemente el papel del Parlamento Europeo respecto de los anteriores tratados, pero como Constitución no está al alcance de la división de poderes propia del Constitucionalismo europeo, otorgándose preeminencia a órganos estatales, supeditando al Parlamento (sede de la soberanía popular europea) o ensalzando a un ente fantasma en una democracia que se precie, como es el Banco Central Europeo. La preeminencia de los órganos estatales quedó demostrada en la discusión acerca de las mayorías necesarias para tomar decisiones en la Comisión, adoptándose un acuerdo sobre la doble base de población y países (recogida en el artículo I-25, de manera que las decisiones exigen un mínimo de 55% de países, con al menos 15 países, y que representen al menos al 65% de población). Éste debate acerca de las llamadas minorías de bloqueo fue el único debate que saltó a los medios de comunicación y que centró las discusiones del proyecto, velando el resto de cuestiones. En el caso de España, fue el punto fuerte del Presidente Aznar, empeñado en presentar a España como un país grande sobre la base de la capacidad de frenar decisiones de la mayoría.
Como se ha señalado, el artículo 1 señala que la Constitución «nace de los ciudadanos y de los Estados de Europa» (no de los pueblos), lo que, de partida, refuerza a los Ejecutivos. El artículo I-46 recoge ya esta primacía al señalar que: «Los ciudadanos estarán directamente representados en la Unión a través del Parlamento Europeo» y «Los Estados miembros estarán representados en el Consejo Europeo por su Jefe de Estado o de Gobierno y en el Consejo {de Ministros} por sus Gobiernos, que serán democráticamente responsables bien ante sus parlamentos nacionales, bien ante sus ciudadanos» (nótese que no se establece la responsabilidad ante el órgano de control del Ejecutivo que le correspondería, esto es, ante el Parlamento Europeo). Los Estados son el poder constituido más importante del sistema político de la UE, muy por encima del Parlamento Europeo. Baste considerar que la iniciativa legislativa, una de las funciones tradicionales del parlamentarismo (expresada en el clásico No taxation without representation) pertenece aquí a la Comisión (art. I-26.2).
El TCE refuerza el papel del Consejo Europeo (integrado por los Jefes de Estado o de Gobierno de los Estados miembros, junto con el Presidente de la Comisión y un Presidente del propio Consejo, elegido en ese seno). Por un lado, incluye al Consejo entre las cuatro instituciones comunitarias clásicas (Parlamento Europeo, Comisión, Consejo de Ministros (miembros de los gobiernos nacionales encargados de preparar la parte técnica de las decisiones) y Tribunal de Justicia) (artículo I-19), crea la figura del Presidente del Consejo Europeo (I-22) y le corresponden muchas decisiones cruciales, con el problema de que lo se residencia en el Consejo Europeo no se residencia en el Parlamento. Como se ha apuntado, no existe responsabilidad política ni contrapoder comunitario (recordemos de nuevo que el Consejo Europeo y el Consejo de Ministros «serán democráticamente responsables, bien ante sus parlamentos nacionales, bien ante sus ciudadanos» y no ante el Parlamento constituido en el mismo sistema). Además de que no responde de manera colegiada sino a título individual. Como señala Martínez (2004) «La Constitución constitucionaliza el no control de los órganos de representación estatal, convierte en una escenificación sus eventuales comparecencias ante el Parlamento e imposibilita hablar de equilibrio institucional»
El desequilibrio entre los órganos comunitarios también se verifica en los planos legislativo y político. Baste decir que, pese a la codecisión (que forma parte de la zanahoria europeísta), la unanimidad, esto es, el hecho de que determinados aspectos tengan que ser refrendados necesariamente por todos los Estados, sitúa a estos con el mismo poder formal que todo un Parlamento. Además sigue en vigor el «fantasma de Ioannina [4] «, esto es, la posibilidad de que un país que se sienta afectado en cuestiones de seguridad social, equilibrio financiero o justicia, puede solicitar que el asunto se remita al Consejo Europeo, suspendiéndose el principio de codecisión.
En lo que respecta al desequilibrio en el plano político, ya se ha señalado cómo la Declaración de Laeken se preguntó al abrirse el debate constitucional: «¿Debe reforzarse el papel del Parlamento Europeo?¿Debemos o no ampliar el derecho de codecisión?¿Debe replantearse el modo en que se eligen los diputados del Parlamento Europeo?¿Conviene crear una circunscripción electoral europea o mantener unas circunscripciones electorales establecidas a nivel nacional?¿Pueden combinarse ambos sistemas? Salvo el asunto de la codecisión, lo demás se ignoró.
Por último, es conocida la función del Tribunal de Justicia Europeo como intérprete neoliberal de los preceptos comunitarios, siendo el garante principal de la libre circulación de capitales y mercancías, así como de los preceptos de la libre competencia. Su participación en el desmantelamiento de los servicios públicos nacionales en nombre de la competencia ha sido señalado repetidamente por los movimientos ciudadanos europeos que han luchado por el mantenimiento público de esos servicios. Ahora, el artículo I-29 lo faculta como garante de la Constitución y, en especial, como parte interpretativa de la sección III (la que define con precisión el modelo neoliberal).
El programa democrático de mínimos queda, por tanto, servido.
- La coartada de la carta de los Derechos Fundamentales de la Unión
Los tratados fundacionales carecieron de una Carta de derechos fundamentales, olvido propio de quienes decidieron sostener la arquitectura europea sobre otros cimientos. Ese aspecto ha acompañado al proceso de construcción europea desde sus inicios, siendo el Tribunal de Justicia de la Comunidad Europea (TJCE) el intérprete restrictivo de esa posibilidad, pese a la retórica, no actuada. Fue el Tribunal Constitucional alemán quien puso en tela de juicio la primacía del derecho comunitario, toda vez que ni estaba garantizando el Estado social y democrático de derecho, esqueleto del sistema político de la República Federal de Alemania, ni la interpretación del TJCE parecía garantizarlo en un futuro.
El TJCE cambiaría posteriormente esa actitud e interpretaría los derechos fundamentales según el Convenio Europeo de Derechos Humanos (1950) y conforme a la interpretación que venían desarrollando tanto el Tribunal de Estrasburgo como los Tribunales Constitucionales de los Estados miembros. Sin embargo, el problema seguía abierto, pues países como Gran Bretaña tiraban a la baja de ese reconocimiento.
El problema, pues, estaba en la dificultad de homogeneizar los derechos fundamentales en países con sistemas tan diferentes. La solución fue una Carta de Derechos, aprobada en Niza (2001), cuyos fines contradictorios resumió Francisco Rubio Llorente con la expresión: «mostrar los derechos sin destruir la Unión» [5] . Al presentar esa carta de derechos, las dudas de los euroescépticos interrogaban el alcance de la misma ¿se daban competencias al respecto a la UE? ¿Se atentaba contra las libertades económicas básicas con el fin de garantizar los derechos sociales?¿No implicaba esa Carta una política intervencionista de la Unión Europea en una dirección socializante?
La solución que aporta el TCE no aporta nada más allá de lo que ya estaba en Niza (y que venía siendo referencia incluso para el Tribunal Constitucional español). Son de resaltar cuatro rasgos eminentemente negativos: (1) no hay poder alguno para desarrollar los derechos ni cláusulas de aplicabilidad que los hagan efectivos; (2) el Preámbulo de la Carta remite, para la interpretación de la Carta, a un texto redactado por un grupo de notables. Es decir, la Constitución remite a un texto de fuera de la Constitución para su correcta interpretación. Insólito en un texto que debiera ser la Ley de leyes. Como dice el Preámbulo de la Carta: «los órganos jurisdiccionales de la Unión y de los Estados miembros interpretarán la Carta atendiendo debidamente a las explicaciones elaboradas bajo la autoridad del Praesidium de la Convención que redactó la Carta y actualizadas bajo la responsabilidad del Praesidium de la Convención Europea»; (3) las libertades de la parte primera (obviamente las de contenido económico) se encumbran por encima de los derechos fundamentales clásicos; (4) se entrega al TJCE, de talante históricamente neoliberal, el control sobre el desarrollo de la Carta; (5) se prohíbe expresamente que con base en la Carta se desarrollen una legislación social. Según el art. II-111.2, «La presente Carta no amplía el ámbito de aplicación del derecho de la Unión más allá de las competencias de la Unión, ni crea ninguna competencia o misión nuevas para la Unión, ni modifica las competencias y misiones definidas en las demás Partes de la Constitución». Difícil pensar que este texto abre grandes posibilidades para avanzar en una Europa social, tal y como se ha venido defendiendo por los sostenedores del TCE.
Es cierto que el nivel de protección que señala el TCE en el artículo II-113 es muy positivo, pero no tiene ningún refuerzo en el resto del texto. Según este artículo: «Ninguna de las disposiciones del presente texto podrán interpretarse como limitativa o lesiva de los derechos humanos y libertades fundamentales reconocidos, en su respectivo ámbito de aplicación, por el derecho de la Unión, el Derecho internacional y los convenios internacionales de los que son parte la Unión o todos los Estados miembros, y en particular el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales, así como por las constituciones de los Estados miembros». Esto, que podría servir para avanzar, se enmaraña en las posibilidades interpretativas marcadas por el Praesidium, en la diferenciación entre meros principios (los sociales) y auténticos derechos, en las limitaciones de la estabilidad de precios y la libre competencia, en la imposibilidad de desarrollar una legislación social al exigirse unanimidad para la misma. En otras palabras, no construye un Estado social «pues el núcleo duro del mercado único es forzosamente el primer y principal parámetro de aplicabilidad y justiciabilidad» (Martínez, 2004).
Por otro lado, no puede negarse que el debate de la inmigración ha venido para quedarse. Uno de los efectos irremediables de la globalización es la pérdida de virtud de las fronteras, posibilitado por el desarrollo tecnológico y motivado tanto por la desestructuración social de buena parte del planeta como de las necesidades de mano de obra barata y en puestos de trabajo desechados por los ciudadanos de los países ricos. Querer ignorar el reto de la inmigración o enfrentarlo sólo con medidas de contención interior sólo sirve para construir guetos, transformar el reto en problema y diferir al futuro. De ahí que la exclusión de determinados derechos a los inmigrantes -con papeles o sin papeles- es una regresión del TCE respecto de la Carta de Niza, donde, por ejemplo, bastaba ser persona física o jurídica con residencia o domicilio social en la Unión (art.II-44) para ejercer el derecho de petición ante el Parlamento Europeo. Más allá, las Cartas Internacionales reconocen los derechos a los seres humanos; el TCE, creando la Europa fortaleza, reserva el conjunto de los derechos a los ciudadanos, es decir, a los seres humanos reconocidos por algún Estado. Otro retroceso que lleva el sello de la hegemonía neoliberal.
Por último, una Constitución Europea que esté a la altura de la responsabilidad histórica del constitucionalismo, debiera incorporar los logros históricos de los últimos cincuenta años e, incluso, dar un paso más allá. No basta con mencionar algunos aspectos -de género, de respeto al medio ambiente, de democracia participativa- sino que debieran haberse desarrollado garantías al respecto que los hiciera reales y no solamente retóricos. La realidad de la Unión Europea, la que se muestra cotidianamente y no se oculta en el humo de las palabras es la del paro que repunta, del trabajo precario, de la elección para cargos de relevancia de personas nada comprometidas con la igualdad, de la amenaza constante a las bases del Estado social. Es bueno el discurso de una Europa diferente; pero debe servir para crear una Europa diferente.
- La zanahoria europeísta…
Es una constante del proceso de desarrollo europeo que, Tratado tras Tratado, se incorporen avances en lo que respecta a la construcción federal de Europa; en otras palabras, que determinadas decisiones vayan paulatinamente fomrmando parte del ámbito de competencia comunitaria. Es cuando se dice que la decisión pertenece a Europa. Unas veces esto es por la voluntad de los que creen que hay más garantías de equilibrio cuantas más políticas se compartan entre los países miembros (algo que sería también válido para el ámbito mundial, por ejemplo en la política de defensa); otras porque la globalización obliga a elevar por encima de los Estados nacionales aquellas decisiones que no encuentran su óptimo en la arena nacional (es el caso claro de la moneda única); otras porque las tramas compartidas obligan a compartir otros espacios en nombre de la eficiencia (es lo que ocurre con la política exterior y es lo que debiera ocurrir con la harmonización fiscal o laboral).
Para ello, uno de las principales formas de alcanzarlo es que las decisiones se tomen por mayoría y no por unanimidad (lo que permite el bloqueo siempre que un país se oponga). Si se hace un repaso de la construcción europea desde el Acta Única (1986), vemos que esos avances europeístas siempre se han consignados, al menos nominalmente. Ahora bien, eso no significa gran cosa en términos reales. En el Tratado de Ámsterdam (1996) incluso el Reino Unido asumió la Carta Social, sin que eso trajera consigo una actitud diferente respecto de las privatizaciones de trenes, correos o energía que tanto han empeorado esos servicios en ese país (Pedrol y Pisarello, 2004).
Cuando se analiza el TCE en esta dirección hay que diferenciar tres cuestiones: (1) Lo que no se dice pero se podría decir (todos los aspectos democráticos, ecológicos, feministas, pacifistas, etc. más desarrollados del ámbito europeo y que debieran incorporarse al TCE); (2) lo que se dice y que puede compartirse desde una perspectiva europeísta (lo que puede denominarse la zanahoria europeísta); (3) lo que se recoge en el TCE y no puede compartirse desde una perspectiva democrática y, mucho menos, desde una perspectiva de izquierda (lo que configura, principalmente, el palo neoliberal y las circunstancias que lo acompañan).
Los avances del TCE desde una perspectiva europeísta no son pocos y muchos de ellos vienen siendo reclamados por la izquierda desde hace décadas. Ahora bien, como se ha señalado, el que el TCE incorpore una ventaja respecto del modelo anterior no lo faculta como una Constitución en su pleno significado y con primacía por encima de la Constitución Española. A esto hay que añadir que la incorporación de parte del catálogo de reclamaciones de los demócratas europeos es cicatera y tímida, algo que valdría cuando se trata de una concesión del poder (una Carta Otorgada, una medida de gracia o una cortesía de la realeza), pero intolerable en una Constitución que quiera reflejar el avance histórico de la soberanía popular. Insistimos en que si sólo fuera un Tratado más (como los de Maastricht, Ámsterdam o Niza), sería de celebrar que se incorporasen estos avances -siempre y cuando no vinieran con cobros encubiertos en forma de institucionalización de un modelo liberal-. Pero al tratarse de una Constitución nos jugamos poner negro sobre blanco y con una práctica imposibilidad de reforma cosas que afectan directamente a la convivencia cotidiana de los ciudadanos y ciudadanas de Europa. Se trata de la norma máxima de la que nos podemos dotar las europeas y los europeos. No es el espacio para relajar las exigencias de contenido y forma democráticas.
Los avances que incorpora el TCE serían los siguientes (señalamos entre paréntesis los problemas vinculados a los mismos mal resueltos en el propio texto): la asunción del método de Convención para reformar los Tratados, en vez del tradicional en la UE que operaba a través de una Conferencia Intergubernamental (aunque sigue rompiendo el requisito democrático de una asamblea constituyente elegida en unas elecciones europeas, además de otorgar al Praesidium funciones constitucionales propias de las monarquías absolutas); el incremento de la influencia del Parlamento Europeo, entre ellas la elección del Presidente de la Comisión (aunque se mantiene y se constitucionaliza la tremenda desigualdad de poderes que rompe el equilibrio propio de las democracias parlamentarias); la inclusión de derechos fundamentales (aunque con menor fuerza que en el constitucionalismo europeo); la mención de la democracia participativa y su posibilidad a «invitar a la Comisión (…) a que presente una propuesta» si se consiguen un millón de firmas (aunque sin iniciativa legislativa, con carácter meramente consultivo y dejando fuera las formas más desarrolladas de la misma, como los presupuestos participativos, las contralorías sociales o las formas de consulta social con carácter ejecutivo); la inclusión del diálogo social y de la Carta Social (aunque sin incorporar nada nuevo que no estuviera en Niza, remitiendo a un texto elaborado por un grupo de notables para su interpretación, implicando un menor calado que los textos nacionales y sin poseer ninguna fuerza ejecutiva); la unificación de la presencia exterior, con un Presidente permanente, un Ministro de Asuntos Exteriores de la Unión y la dotación de la personalidad jurídica como Unión Europea (aunque puestos al servicio de la consolidación del modelo neoliberal y armamentista); la aceptación del referéndum europeo (aunque sin fuerza vinculante); la mención de las mujeres y del medio ambiente (pero sin establecer garantías eficientes que garanticen la eficiencia de la igualdad o del cuidado, y reproduciendo, en el caso del medio ambiente, el principio de «quien contamina, paga», que permite el deterioro mediambiental y termina trasladando a los consumidores el precio); los avances en la simplificación (aunque el texto sigue siendo, con 448 artículos, 4 partes, 2 anexos, 36 Protocolos y 48 Declaraciones un texto inaccesible ya no para el gran público, sino para gente especializada, condenada a multiplicar las discusiones debido a los muchos vericuetos y aspectos jurídicos confusos y de difícil interpretación).
Conviene hacer un alto en el tema de las cooperaciones reforzadas que, introducidas ya en Ámsterdam y desarrolladas en Niza, aparecen de nuevo en el TCE (art. I-44 y III-416 a 423). Por su sentido europeísta, éste ha sido uno de los aspectos esgrimidos por los defensores del TCE para apoyarlo.
La cooperación reforzada significa que un grupo de Estados (en Niza eran ocho países, ahora un tercio, sin señalarse referencia alguna a la población) puede desarrollar una colaboración más estrecha en determinado sector que no quiera ser compartido por otros países. Sin embargo, esta posibilidad (que tanto puede construir más Europa como puede llenar Europa de diferentes velocidades que escondan diferentes calidades de la democracia) está llena de obstáculos que lo desvirtúan. Por un lado, corresponde a la Comisión formular la propuesta con el contenido de esa cooperación, pero nada le obliga a dar ese paso, de manera que basta su silencio para impedir su puesta en marcha. Por otro, existe la posibilidad de que sea impedida por el Parlamento Europeo, por los Parlamentos nacionales y por una decisión de la Corte de Justicia en respuesta a un recurso interpuesto por quien se considere perjudicado por esa cooperación. Por último, la cooperación tiene que respetar las «competencias exclusivas de la Unión», es decir, las reglas de la competencia, el mercado interior, la política comercial común o la política monetaria común. De manera que, si por ejemplo un grupo de países decidieran armonizar sus sistemas fiscales o utilizar mecanismos que frenasen o impulsasen determinados consumos, el TCE se lo prohibiría. La competencia estaría, siempre, por encima del significado político de la cooperación reforzada.
En definitiva, y retomando las palabras de Joseph Weiler señaladas por Martínez (2004), «los ciudadanos europeos precisan más poder, no más derechos». Poder que se exprese en una democracia participativa, en la subsidiariedad entendida como llevar la capacidad de decisión allí donde están los ciudadanos, en la mayor relevancia del Parlamento como sede de la soberanía popular, en una democracia social que construya proyectos de vida dignos y pacíficos aquí y ahora, afuera y después [6] .
No solamente no se ofrecen estos avances, sino que la nueva arquitectura, que en teoría y siguiendo los mandatos de Laeken debiera apostar por la transparencia y la eficacia, vuelve a producir un texto extenso, confuso, lleno de ambigüedades, con frases de dudosa interpretación, con referencias, como ocurre con la Carta de Derechos, a textos fuera de la Constitución, y que sólo ofrece claridad y contundencia cuando tiene que dejar claros los énfasis en el nuevo contrato social neoliberal.
Magra zanahoria en definitiva cuando el precio a pagar es tan alto.
- …y el palo neoliberal (la insistencia en las promesas incumplidas de la emancipación)
En tiempos de desmantelamiento y desajustes sociales, es una obligación mirar hacia delante y no caer en la tentación de volver la vista hacia paraísos inventados que sólo se han embellecido por el paso del tiempo. En tiempos de cambio es cuando corresponde hacer mudanza. La marcha de la historia permite frenar, pero nunca regresar al pasado. Los cambios sociales operados -tecnológicos, en las relaciones de producción, en las nuevas interacciones, en los nuevos valores- imposibilitan las vueltas atrás más allá de las nostalgias del pensamiento. Era la advertencia de Marx a los campesinos que pretendían solventar sus problemas desandando el desarrollo tecnológico y las nuevas relaciones sociales capitalistas. Es el error que traería cualquier resurrección neoludita que buscara los culpables en los efectos y no en las causas. Es la equivocación de quien renuncia al pensamiento dialéctico, de quien se aferra a lógicas lineales para buscar certezas, de quien prefiere vivir en una inventada arcadia del pasado antes que en las dificultades específicas que enfrenta su sociedad y que forman el reto concreto que le toca vivir. El reto de nuestro tiempo es éste y con sus rasgos hay que dibujarlo.
El impulso de la izquierda, que se alimenta históricamente de fuentes tan diversas como el sermón de la montaña, el asamblearismo centroeuropeo, la idea de comunidad heredada del mundo árabe, el socialismo, el anarquismo, el pensamiento filosófico alemán o, más recientemente, el pacifismo y el feminismo, siempre han compartido un principio: la emancipación de los seres humanos. La tensión entre la felicidad individual (la libertad reclamada por el liberalismo) y la felicidad social (la igualdad reclamada por la democracia) ha construido el campo de batalla de la historia europea, haciendo cierto, al pasar de los siglos, aquello que decía Hegel de que la antítesis siempre forma parte de la solución.
Si algo permanece de la promesa de la Ilustración y del sueño de la Modernidad, es la pregunta acerca de la emancipación humana. Sigue siendo la brújula necesaria para marcar horizontes orientados con el mandato de la vida buena, todavía la principal razón para la vida social.
Por esto, una forma de entender aquello que el TCE dice y que no se puede compartir desde una perspectiva democrática (mucho menos desde los postulados de libertad e igualdad de la izquierda), está en interrogarnos por aquellas promesas de la modernidad que estaban detrás del constitucionalismo europeo y que no se han cumplido. Esas promesas de la modernidad se pueden resumir en cuatro grandes apartados: (1) la promesa de una paz perpetua (siguiendo las recomendaciones de Kant sobre un internacionalismo asentado en la cooperación y una resolución de conflictos que reposara en la diplomacia); (2) la promesa de la libertad política (fruto de la participación ciudadana nacida del sueño democrático legado por el mundo griego) [7] ; (3) la promesa de una naturaleza imbricada en el desarrollo del ser humano (el optimismo de una técnica puesta al servicio de una vida saludable); (4) la promesa de la emancipación material y la seguridad integral (la vida social como otorgadora de las bases que permiten una vida digna, liberada de las tutelas de la necesidad y las amenazas).
8.1 La promesa de la paz perpetua
La Constitución Española de 1931 rezaba en su artículo 6: » España renuncia a la guerra como instrumento de política nacional». Otro tanto ocurre con la italiana de 1946, donde en su artículo 11 se formula con contundencia: «Italia repudia la guerra como instrumento de ofensa a la libertad de los otros pueblos y como medio de resolución de las controversias internacionales; consiente, en condiciones de paridad con los demás Estados, las limitaciones de soberanía necesarias a un ordenamiento que asegure la paz y la justicia entre las naciones; promueve y favorece las organizaciones internacionales dedicadas a tal fin». Estas afirmaciones, tan alejadas de lo que significa el TCE, se acercan más a la promesa, lanzada al mundo por el Kant más maduro en nombre de la razón, de abolir las guerras y sustituir la resolución militar de los conflictos por formas dialogadas y colectivas.
La Unión Europea incumple este mandato toda vez que, por un lado, se da el mandato del rearme como forma de conseguir la paz (planteando una carrera armamentística en competencia con los Estados Unidos que sólo favorece a la industria militar), al tiempo que, en una pirueta inconfesable, asume la doctrina del ataque preventivo norteamericana; por otro, liga su defensa a la OTAN, es decir, a una organización militar nacida de la guerra fría, caracterizada desde su reforma tras el 11-S por su carácter ofensivo y a la que pertenecen países que no son europeos ni se les espera (por ejemplo, Canadá o los Estados Unidos). El artículo I-41 del TCE dice que la política común de seguridad y defensa ofrecerá a la Unión una capacidad operativa basada en medios civiles y militares que podrá recurrir a dichos medios en misiones fuera de la Unión que tengan por objetivo garantizar el mantenimiento de la paz, el fortalecimiento de la seguridad internacional y la prevención de conflictos.
Si bien es cierto que sujeta esta posibilidad a los principios de la Carta de Naciones Unidas, ya se ha visto tanto en Yugoslavia como en Afganistán o Iraq lo que esto puede significar. El art.I-43.1 incide en la misma dirección al consignar que «La Unión movilizará todos los instrumentos de que disponga, incluidos los medios militares puestos a su disposición por los Estados miembros, para: (a) Prevenir la amenaza terrorista en el territorio de los Estados miembros; proteger las instituciones democráticas y a la población civil de posibles ataque terroristas; prestar asistencia a un Estado miembro en el territorio de éste , a petición de sus autoridades políticas, en caso de ataque terrorista». Viendo el comportamiento de «socios» como Gran Bretaña en Iraq (según la revista médica The Lancet, en noviembre de 2004, y sin contabilizar los muertos en la toma de Faluya, ya eran 100.000 las víctimas. La respuesta por parte de los iraquíes a este genocidio ¿sería un ataque terrorista?
A esto hay que añadir que en el artículo I-41.3 se dice que «Los Estados miembros se comprometen a mejorar progresivamente sus capacidades militares», creándose la Agencia Europea de Defensa como órgano encargado de la eficiencia bélica de la Unión (mencionada en el Proyecto de TCE con menos maquillaje como «Agencia Europea de Armamento, Investigación y Capacidades Militares»). Como señalan Pedrol y Pisarello (2005), se trata de un artículo inédito en el constitucionalismo moderno que sólo se explica, visto el ya muy alto gasto militar de los países de la Unión (19’25%, frente al 1’45% ruso o el 3’97% chino) por los estrechos vínculos entre la Unión Europea y la industria militar Al igual que ocurre con el desarrollo cuasi reglamentista de la política monetaria, fiscal y de competencia, el TCE asume las consecuencias no queridas del sistema capitalista (la guerra, comercial o militar, de todos contra todos) como un objetivo a cubrir con plena disposición.
Como añadido tanto de falta de independencia como de compromiso bélico, el art. I-41.2 incorpora la dependencia europea a la OTAN: «La política de la Unión (…) respetará las obligaciones derivadas del Tratado del Atlántico Norte para determinados Estados miembros que consideren que su defensa común se realiza en el marco de la Organización del Tratado del Atlántico Norte y será compatible con la política común de seguridad y defensa establecida en dicho marco». Por si no quedara claro, el I-41.7 insiste y afirma que: «Los compromisos y la cooperación en este ámbito seguirán ajustándose a los compromisos adquiridos en el marco de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, que seguirá siendo, para los Estados miembros que forman parte de la misma, el fundamento de su defensa colectiva y el organismo de ejecución de ésta».
En otras palabras, la política de defensa de la Unión deberá compatibilizarse con la de la OTAN. Allí donde algunos encuentran un avance (la búsqueda de la compatibilidad con la OTAN), parece más evidente que se está constitucionalizando al tiempo la dependencia y el militarismo, aún más cuando no le corresponde al Parlamento Europeo decidir la intervención militar en otros regiones.
A esto debe añadirse la falta de compromiso real -no simplemente nominal- de la Unión Europea con la igualdad material en el mundo, sometiéndola a la libre competencia e ignorando ese «genocidio silencioso» (Eduardo Galeano) que supone el hambre en el mundo y que es el principal enemigo de la paz perpetua mundial. El disparate neoliberal llega a tal punto (la derecha, crecida, cree que ya no necesita compromisos para ejercer su dominación), que incluso en caso de guerra su mayor preocupación es salvaguardar el libre mercado. Así lo afirma en el artículo III-131 del TCE: «Los Estados miembros se consultarán a fin de adoptar de común acuerdo las disposiciones necesarias para evitar que el funcionamiento del mercado interior resulte afectado por las medidas que un Estado miembro pueda verse obligado a adoptar en caso de graves disturbios internos que alteren el orden público, en caso de guerra o de grave tensión internacional que constituya una amenaza de guerra, o para hacer frente a las obligaciones que haya contraído para el mantenimiento de la paz y la seguridad internacional».
Pese a la contundencia de estas afirmaciones, uno de los argumentos repetidos de los partidarios del TCE es su compromiso con la paz, enunciado en el Preámbulo y señalado como uno de los objetivos de la Unión en su artículo I-3. Un compromiso sólo comprensible desde el caduco si vis pacis, para bellum tan lejano de la política de la diplomacia y de la voluntad real de reforzar Naciones Unidas.
8.2. la promesa de la libertad política
El otro gran «sueño de la razón» ilustrada, la liberación de la tutela de cualquier poder que no sea el de la voluntad general, queda también incumplido. Como hemos visto, la culpa está en la falta de participación popular en el proceso constituyente y en la importancia menor otorgada al Parlamento Europeo en relación con el Consejo Europeo y la Comisión.
Ya los cambios señalados en el Preámbulo, con la desaparición de la cita de Tucídides, anuncian malos augurios. Democracia, al fin y al cabo, no deja de ser el poder (kratos) del pueblo (demos), algo que, en la reunión a puerta cerrada con que la Comisión Intergubernamental cerró el Proyecto, no debió gustar a alguien con mucha capacidad de convicción. En la misma senda, cuando se señala en el Preámbulo la inspiración de «la herencia cultural, religiosa y humanista de Europa» se está poniendo como huella genética de la Constitución a las cruzadas y al colonialismo, al tiempo que se está dejando fuera el verdadero corazón de la construcción de Europa y que debiera aparecer en ese Preámbulo: al antifascismo del que nace la unión del continente y el Estado social y democrático de derecho europeo [8] .
Hay también que señalar el escaso vuelo de la libertad política de las mujeres en este TCE, pues no se reconocen ni el derecho al aborto, ni la libre planificación de la vida sexual, ni el divorcio, ni la protección contra la violencia machista, ni formas diferentes al matrimonio heterosexual, ni la necesidad de ir más allá de la igualdad formal para garantizar el acceso real de la mujer al trabajo. De la misma manera queda fuera del texto constitucional cualquier referencia a la maternidad, a las responsabilidades familiares no compartidas, al salario suficiente que garantice el mantenimiento de los hijos, etc.
Una mención merece la relación de los europeos con otros pueblos de los cuales nos hemos beneficiado de una forma u otra. Mientras que la Modernidad occidental no fue inicialmente capitalista (el Renacimiento aún funcionaba con otros presupuestos económicos), sí fue desde un principio colonialista, justificando con conceptos como Oriente, salvaje, progreso o modernización el dominio de otros pueblos y, de manera sistemática, el robo de sus bienes o la explotación de su mano de obra. Una Constitución que nace en el siglo XXI podía haber sido sensible tanto a ese pasado como al papel que siguen desempeñando hoy los inmigrantes en el sostenimiento económico de una vieja Europa vieja.
Como se ha recordado, en los Tratados Internacionales sobre derechos humanos bastaba ser persona para ser sujeto de derechos. En el TCE, para ser sujeto de derechos ya no basta esa condición, sino que se tiene que ser «ciudadano», esto es, persona con un reconocimiento administrativo de la condición humana (como dice el TCE, determinados derechos corresponden sólo «a quien ostente la nacionalidad de un Estado miembro»). En otros términos, para el TCE sigue habiendo seres humanos que pueden y deben ser etiquetados como «ilegales». La incorporación de los residentes como sujetos de derechos no afecta a la condición de continente de inmigración que es Europa, pese a que sea, sin duda, un avance (podían aumentar en otros tantos millones los desconocidos por el TCE). Una Constitución que deba ser aprobada en el nuevo siglo no puede, como hace el TCE, mirar para otro lado. Y aún menos, compensar la falta de integración con un refuerzo de las tareas policiales (la Europol recibe nuevas competencias -art. III-276- y, sin embargo, los controles a esta tarea policial no aparecen consignados). ¿Va a servir la histeria antiterrorista y la persecución del inmigrante como una forma de control general no fiscalizado de la ciudadanía? ¿Van los radares, los ficheros informáticos unificados, los centros de detención, la militarización de la seguridad, la multiplicación de las cámaras, la pérdida, en definitiva, de derechos civiles, a formar parte de la política interior de la nueva Europa constitucional?
Como Constitución de un proyecto donde la derecha ha sido hegemónica es comprensible. Pero no como un proyecto de demócratas consecuentes ni de personas de izquierda, especialmente por las zonas opacas que deja para aquellas personas que, por las razones que sean, no disponen de papeles en regla. Ni para los demócratas ni para la gente de izquierda hay seres humanos ilegales.
La zicatería democrática está también detrás de la falta de sensibilidad plurinacional (algo que presenta el Partido Popular como una de sus más relevantes aportaciones al TCE), y de uno de sus correlatos: la falta de reconocimiento del derecho de autodeterminación o de fórmulas que ayudasen a replantear las actuales realidades estatales, muy afectadas por los procesos de globalización). Son señal de la presión estatalista y de la falta de coraje democrático que recoge este TCE. Era una buena ocasión para avanzar en la idea de subsidiariedad, aumentando sin recelo las parcelas en las que el Comité de las Regiones o, en otro nivel, las representaciones regionales y locales debieran participar. Igualmente, esa sensibilidad hubiera llevado a no poner al mismo nivel a la identidad nacional de las comunidades con la identidad local o municipal.
Los avances en la libertad individual que se incorporan en el TCE (prohibición de la pena de muerte, de las penas inhumanas y degradantes, la presunción de inocencia, la defensa jurídica) son indudablemente positivos respecto de los anteriores Tratados, si bien, al no consignarse las competencias concretas de la Unión para su protección, quedan en mera declaración nominal. A lo que hay que añadir la permanente letra pequeña que genera profundas ambigüedades que invalidan ese reconocimiento nominal (Quizá el caso más emblemático sea la posibilidad de no entender como pena de muerte la ejecución de un ser humano en tiempo de guerra, de inminente declaración de guerra, en rebeliones, fugas de presos o detenidos o en caso de defensa propia, tal y como consigna la Declaración 12 anexa al TCE y que tiene validez constitucional gracias al artículo I-112.6).
En definitiva, no puede negarse que siempre es importante la consignación simbólica de estos derechos, especialmente cuando no existen en alguno de los países miembros. ¿Pero puede contentarse con esas migajas la tradición garantista europea? ¿Este es el horizonte de una Constitución que quiere -y puede- permanecer durante décadas?
8.3 La promesa de la integración humana con la naturaleza.
Como se ha indicado, el compromiso del TCE con el medio ambiente está vinculado a los intereses de las grandes corporaciones, dispuestas a pagar por contaminar (art.III-233.3 b), contando con que ese sobreprecio se diferirá posteriormente a los precios. La conclusión de ese modelo es deterioro mediambiental y encarecimiento de los productos finales. La Política Agraria Común, fuertemente ligada a las grandes explotaciones agrícolas, no se pone en cuestión desde esa perspectiva de sostenibilidad medioambiental. Esas grandes empresas se caracterizan por el uso intensivo de la tierra, necesitando para ello fertilizantes y pesticidas bien alejados de un compromiso ecológico. A lo que hay que añadir el deterioro que se exporta con un modelo agrícola que impide en la práctica a otros países comercializar sus productos, dificultando la soberanía alimentaria e, incluso, la propia alimentación.
En este contexto, la mención que se hace en el artículo I-3.3 o en el III-119 al «desarrollo sostenible» no deja de ser una cesión a lo políticamente correcto que no incorpora ningún compromiso real al respecto toda vez que lo vincula a una economía de mercado «altamente competitiva», es decir, que está primando las deslocalizaciones, el abaratamiento de costes -que a menudo se traslada a deterioro mediambiental- y el mayor uso de energías contaminantes vinculado al incremento de los transportes. El desarrollo sostenible exige una economía de la prudencia encaminada a lograr nuevos equilibrios, precisamente esos que niega el productivismo impulsado por el abaratamiento de costes que se constitucionaliza en el TCE. Ya el Libro Verde de la Comisión Europea de 1995 comprobaba que «con las políticas vigentes, las tendencias de transporte son insostenibles». Por tanto, no se trata de recrear arcadias pastoriles ni de regresar al Neolítico (descalificaciones de quienes aún no han entendido los riesgos medioambientales o prefieren quedarse fuera de esos cálculos), sino de empezar a incorporar a la contabilidad nacional, a la producción y al consumo pautas de austeridad (no de carestía) que garanticen un horizonte limpio a las futuras generaciones. No puede seguirse manteniendo la ensoñación de que un buque pesquero de arrastre es el progreso en comparación con un barco de cabotaje que supondría lo arcaico. ¿Quién garantice la reproducción de los caladeros?¿Quién los medios de vida de los habitantes de la costa?¿Quién contamina menos? Son preguntas nada retóricas que deben incorporarse con urgencia.
Es cierto que las peticiones de frugalidad no tienen la mejor prensa electoral en comparación con demagógicas promesas de consumo inacabable. Pero no son compatibles el respeto medioambiental y el productivismo de los grandes transportes, el abuso del gasto de agua, la multiplicación de electrodomésticos contaminantes o la emisión inmoderada de CO2. La fuerte influencia de los lobbies europeos que representan a las grandes empresas, junto a la escasa fuerza dotada a la defensa efectiva del medio ambiente más allá de su enunciación deja claro que el ecologismo no puede ser una marca política para dotar de color al gris ceniciento que viene detrás del productivismo.
8.4 La promesa de la emancipación material
Es aquí donde radica el núcleo de este Proyecto de Constitución Europea, pues, como hemos dicho, la razón de ser de este texto, el nuevo principio que establece, la nueva legitimidad que ofrece es, por encima de cualesquiera otras consideraciones, la constitucionalización del modelo neoliberal y la eliminación de las últimas trabas, propias de los Estados sociales, para que el modelo sea definitivamente y sin posibilidad de reforma el modelo hegemónico de Europa.
Ya se ha apuntado que la Carta de Derechos, argumento principal de la izquierda política y sindical que apoya el TCE, no incorpora nada diferente a Niza, además de traslada a un texto constitucional las notables deficiencias de esa Carta. Pero donde el TCE concentra su desprecio al mundo protegido con el contrato social de posguerra es en la rebaja simbólica – y después real- del mundo del trabajo.
Durante el siglo XX, la incorporación esencial de los seres humanos a la condición ciudadana fue a través del trabajo. Por eso, la condición laboral era el eje de la articulación social. Son los sindicatos el espacio de donde nacen los partidos que van a llevar, por vez primera, a los representantes de los trabajadores a los Parlamentos. Es el trabajo el que organiza la familia, el ocio, la ciudad, la participación social, al igual que es el que permite programar el futuro. Por eso, el desempleo hurta buena parte de la identidad ciudadana. Por eso el pleno empleo formaba parte de los objetivos principales del constitucionalismo socialdemócrata de posguerra.
Pues bien, el TCE sustituye el artículo 33 de la Constitución Española de 1978 («Todos los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho al trabajo» por una perífrasis que más bien es un sarcasmo: «Toda persona tiene derecho a trabajar -nótese, no al «trabajo», lo que implicaría el compromiso con el pleno empleo por parte de la administración, sino a trabajar– y a ejercer una profesión libremente elegida o aceptada» (art. II-75.1). ¿Es que sería posible que alguien en Europa no tuviese «derecho a trabajar»?¿A quién se le iba a impedir que ejerciese un trabajo?¿O es que alguien sigue pensando en términos aristocráticos donde determinadas profesiones estaban reservadas para determinados sectores? ¿O es que, al negarse a los inmigrantes no regularizados el derecho a trabajar debe servir para que ese derecho sea suficiente para los ciudadanos documentados?
La discusión real tiene que ver con el compromiso de los poderes públicos con el empleo, algo dificultado con la privatización de las empresas públicas, con las rebajas fiscales, con la liberalización y la flexibilización. El TCE expresa con gran claridad cual es su apuesta laboral cuando en el apartado siguiente (art. II-75.2) dice que «Todo ciudadano de la Unión tiene libertad para buscar un empleo, trabajar o establecerse o prestar servicios en cualquier Estado miembro». No en vano, el art.II-75 se titula «Libertad profesional y derecho a trabajar».
En definitiva, se pierde el derecho a un empleo digno dentro del propio país y suficientemente remunerado -otra desaparición-, dentro del propio y se constitucionaliza el derecho a vender la fuerza de trabajo en el mercado único europeo en aras de abaratar los costos salariales. Desaparece del TCE el derecho al trabajo y se sustituye por el derecho a buscar trabajo. La condición de trabajadores y trabajadoras, durante dos siglos elemento clave de la dignificación humana, deja de ser en el nuevo contexto constitucional propuesto el factor esencial de integración ciudadana.
Otro tanto ocurre con el derecho a la huelga, que no es recogido en esta Constitución como una posibilidad a ejercer en el ámbito comunitario (sólo en el nacional). La huelga, el elemento esencial de la reivindicación de los trabajadores, no sólo no se refuerza para el ámbito europeo sino que queda fuera del texto. Mientras el capital se globaliza, se impide que las resistencias igualmente se globalicen. Ejemplo claro del principio de legitimación neoliberal que, como se ha apuntado, incorpora el TCE [9] .
En la discusión europea, la hegemonía neoliberal ha afectado también a la socialdemocracia, como se ejemplifica claramente en el caso de Gran Bretaña. Ha sido Tony Blair quien ha conseguido que derechos como el de huelga no puedan ser invocados ante los tribunales de cada Estado, para gran regocijo de la derecha. De la misma manera, no se reconocen los servicios públicos y los servicios sociales como derechos fundamentales al margen de las reglas del mercado (los servicios públicos son rebajados a la condición de servicios de interés económico general -art. II-96- y, como ya se señaló, pasan a ser objetivo de una competencia privada dispuesta a suministrar a precios de mercado sanidad, educación, pensiones o cuidados). En realidad, esa Carta no es más que una armonización a la baja de derechos sociales reconocidos en cada Estado, mientras que, eso sí, el derecho de propiedad aparece firmemente proclamado y blindado. La primacía del TCE sobre las constituciones nacionales (art. I-6) abre, cuando menos, la posibilidad de empezar un ataque, con fuerza constitucional, contra ese bastión del Estado social que son los servicios públicos. La deriva de la OMC y la trayectoria del Tribunal Superior de Justicia justifican la severa preocupación.
Ya se ha apuntado que la primera libertad fundamental es la libre circulación, algo consistente con la idea central del TCE de constitucionalizar la inserción del capital europeo en la globalización neoliberal a través de la flexibilización, la desregulación, las privatizaciones y, como una posibilidad abierta, a través de respuestas militares. ¿O es que la amenaza terrorista, gran coartada del neoliberalismo, no es una consecuencia directa de un modelo que condena a la exclusión y a la marginalidad a buena parte de la humanidad?
La constitucionalización del neoliberalismo atraviesa todo el TCE (no es cierto que esté ligada en exclusiva a la parte tercera). El capítulo II de la parte I, «Otras Instituciones y Órganos consultivos de la Unión», sitúa, dentro del núcleo de la primera parte (la que se presenta por algunos autores como la parte realmente constitucional del TCE) al Banco Central Europeo (BCE) y a su papel esencial en la constitucionalización del neoliberalismo. A diferencia de la Reserva Federal norteamericana, comprometida tanto con la lucha contra la inflación como contra el desempleo y a favor del crecimiento, el BCE tiene como única misión «mantener la estabilidad de precios» (art. I-30.2 y III-185)).
De hecho, el artículo I-112, artículo que recuerda al artículo 53 de la Constitución Española de 1978, establece que «Los derechos reconocidos por la presente Carta que se mencionan en otras Partes de esta Constitución se ejercerán en las condiciones y dentro de los límites definidos por ellas». ¿Qué sentido tiene este artículo sino someter todo el desarrollo de los derechos fundamentales a la estabilidad de precios, convertida, ni más ni menos que en un objetivo de la Unión (art. I-3.3? Al igual que el artículo 53 de la Constitución ha sido presentado -hasta nueva interpretación- por el Tribunal Constitucional español como el garante, por ejemplo en el caso de una ocupación de una edificación, del derecho de propiedad por encima del derecho a una vivienda digna, el artículo 112 puede esgrimirse como una limitación al desarrollo de cualquier aspecto del TCE. En esa misma dirección hay que interpretar el artículo III-112.5, que diferencia entre principios y derechos siendo solamente estos últimos los exigibles ante los tribunales (diferencia que ya existe en la Constitución Española para diferenciar entre los derechos civiles y políticos y los derechos sociales).
En la misma dirección de la constitucionalización del neoliberalismo está la mención a un «mercado interior en el que la competencia sea libre y no esté falseada» (art. I-3, sobre los objetivos de la Unión). O en el art. I-3: «La Unión obrará en pro del desarrollo sostenible de Europa, basado en un crecimiento económico equilibrado y en la estabilidad de los precios (…)»; y el art. I-4: «La Unión garantizará en su interior la libre circulación de personas, servicios, mercancías, capitales u la libertad de establecimiento»; o la mención a «una economía social de mercado altamente competitiva» (art. I-3); y la «abolición progresiva de las restricciones al comercio interior»; y la sujeción de los servicios públicos a las «disposiciones de la Constitución, en particular a las normas sobre la competencia» (art.III-166); a lo que añadiríamos la exigencia de unanimidad para las decisiones sobre cuestiones sociales, tales como seguridad social, protección de los trabajadores en caso de despido, defensa colectiva de intereses o condiciones de empleo, lo que dificulta su adopción; o la falta de un presupuesto adecuado para financiar los bienes públicos y el gasto social; o la sustitución del «derecho a una vivienda digna» por el derecho a «ayuda en materia de vivienda» sólo para «aquellos que no dispongan de recursos suficiente» (II-94.3); o la inexistencia de una renta mínima de inserción social y su sustitución por «ayuda social» (II-94.3); o la prohibición de frenar la libertad de movimientos (es decir, la imposibilidad de establecer una tasa, como la llamada Tasa Tobin, que restrinja la libertad de circulación de capitales especulativos y que a punto estuvo de aprobar hace poco tiempo el mismo Parlamento Europeo (art. III-56); y la emancipación de la política económica y la monetaria -triunfo del monetarismo sobre el keynesianismo-, así como la irresponsabilización de la política monetaria respecto del empleo y del crecimiento equilibrado (art. I-3).
Como colofón, la prohibición en incurrir en déficit que financien la progresiva igualdad social (art.III-184) constitucionaliza la prohibición del keynesianismo, esto es, la posibilidad de establecer, en fases recesivas del ciclo económico, un compromiso entre el empleo y la inflación. Dicho de otra manera, la prohibición constitucional del keynesianismo establece el monetarismo y su cosmovisión neoliberal como la política monetaria de la Unión Europea. Es verdad que ha venido siendo el comportamiento de los gobiernos europeos -la mencionada hegemonía neoliberal- pero de lo que se trata ahora es de pasar a un texto constitucional ese comportamiento. Es el triunfo, expresado constitucionalmente, de una derecha que rompe sus compromisos asumidos en momentos de debilidad y ahora quiere imponer aprovechando la debilidad social y el complejo de la izquierda política [10] .
Es tal esa deriva en este texto que incluso cuando menciona la cooperación internacional la supedita a la llamada libre competencia, pretendiendo que «bienestar global» «interés común» y «libre competencia» funcionan como sinónimos: «La Unión contribuirá, en el interés común, al desarrollo armonioso del comercio mundial, a la supresión progresiva de las restricciones a los intercambios internacionales y a las inversiones extranjeras directas, así como a la reducción de las barreras arancelarias y de otro tipo» (art.III-314).
En definitiva, el énfasis neoliberal de este texto, así como la imposibilidad de poner en marcha políticas sociales, bien al prohibirlas por ser deficitarias, bien al impedirlas al no financiarlas o al ponerle restricciones legales en nombre de la competencia o de la libertad de circulación, permite afirmar que el Proyecto de Constitución Europea es un proyecto que también destituye la posibilidad de consolidar y avanzar en los Estados sociales, la más genuina aportación del constitucionalismo europeo de posguerra y garante de la paz social en el continente en los últimos cincuenta años.
Se trata, por tanto, de un nuevo contrato social destituyente del contrato de posguerra que levantó los Estados sociales y democráticos de derecho. Los derechos sociales decaen y son sustituidos por el asistencialismo del siglo XIX. Lo peor del ataque neoliberal a los Estados sociales sufrido en las dos últimas décadas, refrendado en un texto constitucional que pretende ser aprobado sin apenas debate.
- El provincianismo de España y el Referéndum constitucional
Como decía Habermas, la posmodernidad reaccionaria, aquella que niega no sólo las respuestas de la modernidad, sino también la pregunta de la emancipación, es igualmente responsable de agotar las energías utópicas, es decir, de tirar al basurero de la historia esa posibilidad que tienen los pueblos en momentos muy concretos de ser capaces de soñar y de hacer realidad sus sueños. Nunca en la historia de Europa, al menos desde el 68, hubo tanta acción colectiva en el continente.
Los Foros sociales de Génova, Paris o Londres, las Contracumbres comunitarias, los grupos supranacionales de apoyo a inmigrantes, de mujeres, de estudiantes, las manifestaciones contra la guerra de Iraq, las posiciones a favor de otro modelo de construcción europea manifestados en los referéndum de Noruega, o Dinamarca, la oposición, en nombre de la izquierda, del casi 50 por ciento del Partidos Socialista francés, etc. son factores que nos hacen pensar que ahora sí hay posibilidades de luchar por una Constitución diferente.
Los europeístas convencidos, quienes llevamos años reclamando una Constitución para Europa que ahonde en lo mejor de los valores, a menudo olvidados por Europa, del pacifismo, del humanismo, la fraternidad y el compromiso con las generaciones futuras, esperamos que en alguno de los países donde deba ser refrendada triunfe, por estas razones, el No, al tiempo que pedimos otro proceso constituyente sin prisas y con un debate real que alcance a toda la ciudadanía con ganas de definir su futuro. No decimos nada, como se señaló al comienzo, sino que decimos NO.
Esta es la Constitución de Aznar, de Berlusconi, de Prodi, Barroso y Blair. Se equivoca la socialdemocracia cuando apoya un proyecto constitucional que niega la posibilidad de una política de izquierda. Bien lo ha entendido esa mitad del Partido Socialista francés. En España, sólo el provincianismo de una generación que sustanció todos sus anhelos durante el franquismo en Europa (una Europa más soñada que real) es el que explica el miedo a exigir el modelo que deseamos. El Partido Popular apoya este proyecto porque constitucionaliza su modelo de democracia y su modelo económico (recordemos una vez más que fue Aznar el que, en el artículo I-1, hurtó la soberanía a los pueblos y se la entregó a los Estados). Es su Constitución y obra en consecuencia cuando la defiende.
Frente a ese modelo regresivo, los rasgos de una Constitución diferente para Europa ya están identificados y se corresponden con las exigencias que vienen manteniendo las fuerzas sociales y políticas comprometidas con un mundo diferente. No estamos ya en la fase de la protesta, sino que se ha pasado a la de la propuesta. Los elementos que ayudarían a denominar democrática a una nueva Constitución Europea serían aquellos que construyesen un nuevo principio de legitimidad acorde con la idea de emancipación en su sentido más amplio.
Sin ánimo exhaustivo, esa nueva Constitución debiera revertir todas las cláusulas neoliberales, creando una Carta de Derechos que mereciera ese nombre, dándole prioridad a su compromiso con un mundo pacífico. Para hacerlo efectivo, debiera aumentar el presupuesto comunitario y crear una base fiscal progresista. Para impulsar estos derechos sociales, incluidos los ecológicos, haría falta acabar con el déficit democrático, dándole mayores competencias al Parlamento Europeo y más vías ejecutivas de participación a la ciudadanía, organizada en sus diferentes ámbitos sociales, geográficos, identitarios, que debieran ser respetados y reforzados. Sin olvidar la aportación de los inmigrantes, creadores de Europa, de manera forzada o voluntaria, desde hace siglos. Su condición de personas debe garantizarles todos los derechos de que disfruten los que gocen de la condición de ciudadanos. En definitiva, una Europa que hiciera cierto el lema incumplido de la libertad, la igualdad y la fraternidad prometidos para todos los seres humanos por el sueño ilustrado.
Visto desde hoy, tenemos la obligación de construir el futuro desde el punto de partida heredado. Ya no hay que hacer gala de europeísmo – por ejemplo, sacrificando democracia por el prurito de ser los primeros en someter a referéndum el TCE- pues los ciudadanos y ciudadanas españoles son tan europeos como los alemanes, los italianos, los franceses, los portugueses, los griegos o los belgas. Tanto como los países recién integrados. Tanto como todas aquellas y aquellos que quieran construir una Europa que realmente marque una diferencia en un mundo hegemonizado por el neoliberalismo.
Este proyecto de Constitución destituye al pueblo europeo soberano, destituye los Estados sociales que han construido la paz en Europa en el último medio siglo, y destituye el compromiso, nacido de la derrota del totalitarismo después de la Segunda Guerra Mundial, de construir sociedades igualitarias comprometidas con la libertad de todos en un marco de justicia democrática y social. A no ser que se logre retirarlo y sustituirlo por otro realmente participado, congela los sueños de una Europa realmente identificada con la emancipación para décadas.
Para el resultado final no es relevante que España sea el primero de los países donde este debate haya cobrado cuerpo: la discusión permanece en tanto en cuanto esa posibilidad de rehacer colectivamente una Constitución para Europa esté abierta por el rechazo del TCE en cualquiera de los países en donde debe ser refrendado. Cada país, hasta que el proceso finalice, supone una oportunidad de participar en esa otra Europa posible que continúa la tarea emancipadora que se prometieron a sí mismos y al mundo los europeos ilustrados; esa Europa que llevaron de país en país aquellas personas que dieron todo por frenar el delirio fascista, nazi o franquista. Una Europa opuesta a esa resurrección de nuevas formas de fascismo social basadas en la exclusión, la marginación y la violencia que nos roban nuestro rostro más humano.
Bibliografía
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Pedrol, Xavier y Pisarello, Gerardo (2005), La Constitución europea y sus mitos, Barcelona, Icaria
Stiftung Mitarbeit (1994), Mehr Demokratie für Europa. Ideen und Ansätze, Beitrage zur Demokratieentwicklung von unten, Bonn.
Taibo, Carlos (2004), No es lo que nos cuentan. Madrid, Ediciones B.
[1] Este texto es una reflexión para el prácticamente inexistente debate ideológico sobre la Constitución Europea que será presentado a referéndum a los españoles y españolas el 20 febrero de 2005 en un clima de absoluto desconocimiento. Esta reflexión política se nutre de algunos de los textos críticos más relevantes publicados en España al respecto. En esta dirección, agradezco a José Manuel Martínez, Pedro Cháves, Antonio de Cabo, Carlos Taibo, Xavier Pedrol y Gerardo Pisarello las muchas ideas suyas reproducidas en este trabajo.
[2] En aquel momento, además de augurar todo tipo de hundimientos en el mar, la dirigencia política gobernante demostró escaso rodaje democrático, así como un gran alejamiento de la ciudadanía cuando anunció, en boca de Felipe González, que, en caso de triunfar el No, correspondería a los votantes ver «quién iba a gestionar el No». Por su parte, Alianza Popular (la matriz del actual Partido Popular) decidió fomentar el No pensando que así perjudicaba al PSOE, lo que, junto con otras cosas, les alejaría del poder para diez años más.
[3] Para los aspectos jurídicos, sigo el trabajo de José Manuel Martínez (2004).
[4] El «compromiso de Ioannina» de 1994 permite crear lo que se llama una «minoría de bloqueo», esto es, suspenderse una decisión si por debajo del umbral de votos requerido, y dentro de cierta horquilla, un grupo de países expresa su oposición a una decisión en el Consejo. Es decir, que si un país consigue reunir los votos suficientes, paraliza el proceso.
[5] Como han señalado Pedrol y Pisarello (2005), una Carta de Derechos realmente progresista se habría adherido al Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (en vigor desde 1977), a la Carta Social Europea de 1966, con mención explícita a la versión más garantista de 1996, o a la Carta Comunitaria de los Derechos Sociales Fundamentales de los Trabajadores (1989). Por el contrario, en el TCE estos acuerdos sólo «se tendrán presentes» (art. III-209), y siempre dentro de los límites que marca la Carta de Derechos.
[6] La subsidiariedad es un principio desarrollado por la iglesia en el momento de auge de los Estados nacionales (s. XVI y XVII) y que buscaba reservar para sí ámbitos que no podía/debía satisfacer el Estado. Posteriormente la formularía de manera clásica Pío IX en la encíclica Cuadragésimo Anno, y de ahí sería asumida por la Unión Europea. Pese a sus orígenes, es un principio que acerca la democracia a los ciudadanos, al tiempo que sirve para buscar la eficiencia en unas sociedades complejas. En la encíclica papal se dice: «Es ciertamente verdad y está bien demostrado por la historia que por la mutación de las circunstancias muchas cosas ya no se pueden llevar a cabo sino por grandes asociaciones donde antes las hacian también las pequeñas. Sin embargo, debe permanecer firme el principio importantísimo en la filosofía social: que así como no es lícito quitar a los individuos lo que ellos pueden realizar con sus propias fuerzas y la propia industria para dárselo a la comunidad, así también es injusto entregar a una mayor y más alta sociedad lo que puede ser hecho por las comunidades menores e inferiores. Esta situación puede provocar un grave daño y una perturbación del recto orden de la sociedad, porque el objeto natural de cualquier intervención de la sociedad misma es el de ayudar en forma supletoria a los miembros del cuerpo social y no el de destruirlos y absorberlos.
Por lo tanto, es necesario que la autoridad suprema del Estado delegue en las asambleas menores e inferiores el despacho de los asuntos y cuidados de menor importancia los que, por otra parte, distraerían muchísimo a aquella y, así entonces, podrá ejecutar con mayor libertad, con más fuerza y eficacia los asuntos que le competen a ella sola porque sólo ella puede realizarlos: de dirección, o sea, de vigilancia; de promoción, de represión, según los casos y las necesidades. Que se persuada, pues, firmemente a los hombres del gobierno de que mientras más perfectamente se desarrollen el orden jerárquico entre las diferentes asociaciones, salvo el principio de la función subsidiaria, más fuerte resultará la autoridad y el poder social y por ello más feliz y próspera la condición del Estado mismo».
[7] La feroz disputa ideológica sostenida por la Convención, bajo la dirección del Praesidium como Consejo Nocturno de la ortodoxia, se manifiesta, además de la inflexibilidad al rechazar las enmiendas de socialistas, verdes y de la izquierda unitaria europea, en aspectos simbólicos que demuestran la voluntad intransigente de los redactores del proyecto. Mientras que en la fase previa aparecía como frontón del TCE una frase de Tucídides («Nuestra Constitución…se llama democracia porque el poder no está en manos de unos pocos sino de la mayoría»), ésta desaparece del texto consolidado. En última instancia, debieron pensar los responsables de la redacción final, menciones de este tipo invitan a la participación, que lleva a su vez a la fiscalización de los Ejecutivos y genera a la postre problemas de legitimidad. Por el contrario, y en línea con la contraofensiva conservadora a la denuncia de crisis de legitimidad en los sistemas políticos occidentales, la Convención demuestra entender esas crisis como de gobernabilidad, es decir, como problemas de orden público motivados por la sobrecarga del Estado y por las desmesuradas exigencias de participación de la ciudadanía.
[8] Muy al contrario, mientras que no se cita a la lucha contra el fascismo como uno de los principales impulsos de la Europa ciudadana, se menciona de nuevo a las iglesias en el artículo 52.3, pese a que el artículo I-47 ya había citado a las instituciones y asociaciones representativas.
[9] El apoyo de los principales sindicatos al TCE sólo es explicable desde las posiciones defensivas adoptadas por éstos en la situación de ataque frontal al Estado social ejercida desde hace dos décadas y que le rompió la columna a fuertes organizaciones sindicales como la británica bajo Margaret Thatcher. Menos explicable es que tanto sindicatos como la patronal coincidan en las loas al TCE, vista la condición de juego de suma cero que tiene una parte sustancial de su confrontación.
[10] Las posibilidades que se abren parecen de ciencia ficción. En el ámbito de los servicios públicos, se propuso en enero de 2004 (y entrará en vigor con el propia TCE) la llamada Directiva Bolkenstein, cuyo objetivo es «proporcionar un marco legal que elimine los obstáculos a la libertad de establecimiento para los servicios y libere movimiento de servicios entre Estados miembros» (IP/04/37). Como señalan algunas ONG (Oxfam y URFIG, 2004), las consecuencias de esa directiva son enormes:
- «Los términos en los cuales define «servicios» preparan la vida a la privatización y abren la competencia para todos los servicios, incluyendo buena parte de la educación, todas las actividades sanitarias y culturales. Esta lógica orientada estrictamente al mercado prevalecerá en la totalidad de sectores a los que no pertenece:
- El principio del país de origen permite desregular y privatizar completamente todos los servicios que no están directamente proporcionados (libres de cargas) por autoridades públicas, al autorizar a los prestadores a establecerse en países menos legislados y a proporcionar servicios dentro de la UE
- El principio del país de origen permite la desestructuración y el desmantelamiento del mercado laboral en países en donde está organizado; así, si una empresa polaca decide despedir a trabajadores polacos en Francia o Bélgica, por ejemplo, no tendrá que solicitar el visto bueno de las autoridades francesas o belgas, puesto que las autoridades polacas lo autorizan. Estos trabajadores se regulan por la legislación de Polonia. Todavía peor, si una empresa polaca contrata a trabajadores ucranianos (Ucrania no es miembro de la UE) se aplicará exclusivamente la legislación polaca a estas personas. Y también fomentará el despido temporal de empleados de otros Estados miembros sin restricciones, en los que los salarios y las condiciones de trabajo sean las del país de origen. La eliminación de las restricciones nacionales al establecimiento de negocios prepara la vía a la retirada del estado de bienestar. Los Estados se ven privados del derecho a tomar decisiones políticas relativas a la educación, sanidad, cultura, y al derecho de libre acceso para todos a los servicios.»
La directiva completa puede consultarse en:
http://www.europa.eu.int/comm/internal_market/fr/services/services/index.htm
Capítulo I de la obra editada por Juan Carlos Monedero, La constitución destituyente de Europa. Razones para otro debate constitucional, Libros de la Catarata, Madrid, 2005
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