Decía J. R. R. Tolkien que sus pequeños hobbits eran una cierta personificación de lo inglés, y que su tamaño, en concreto, reflejaba la corta imaginación de sus compatriotas. No estoy capacitado para juzgar al inglés de a pie, personaje que me viene dando esquinazo y al que incluso guardo cierto temor, pero creo que […]
Decía J. R. R. Tolkien que sus pequeños hobbits eran una cierta personificación de lo inglés, y que su tamaño, en concreto, reflejaba la corta imaginación de sus compatriotas. No estoy capacitado para juzgar al inglés de a pie, personaje que me viene dando esquinazo y al que incluso guardo cierto temor, pero creo que es un veredicto injusto con la -desproporcionada- parcela que a los isleños les corresponde en la República de las Letras. Vendrán con facilidad a la mente J. K. Rowling, Roald Dahl, H. G. Wells, George Orwell, Lewis Carroll, C. S. Lewis o el mismo Tolkien como contraejemplo de su propia teoría, pero con suerte también Kenneth Grahame, Edward Lear, Terry Pratchett, Arthur C. Clarke, Olaf Stapledon, J. M. Barrie, Enid Blyton o incluso Charles Kingsley.
Los ingleses son tan imaginativos, tan culpable y sigilosamente imaginativos, que se han inventado su propia historia. Esto, al menos, es lo que historiadores académicos como Ronald Hutton se han molestado en demostrar repetidísimas veces. A tal punto llega su fantasía histórica que la campiña inglesa, uno de los paisajes que más siglos de intervención humana ha requerido para alcanzar la forma que le conocemos, es identificada, en el imaginario popular, con la pura naturaleza, con aquella Arcadia virgen que precedió a las «oscuras fábricas satánicas» deploradas por Blake. De hecho, lo poco, poquísimo que sabemos de las creencias y el modo de vida de los antiguos habitantes de las islas les ha bastado para inventar la primera religión que Europa ha regalado al mundo: la Wicca.
Pero a los ingleses no les basta con lo suyo: también se inventan historias de otros países. Qué sería de la leyenda negra española sin las guerras de la piratería del XVI, o del tópico del indio como un ser dado a la vagancia y los vuelos de la imaginación sin la tutela colonial de unos victorianos que se preciaban, los muy ingenuos, de industriosos y estrictamente racionales. Y no son el único pueblo de comerciantes e intrépidos exploradores que ha sabido viajar también desde un escritorio. Como nos recordaba Jesús Mosterín, tales eran los griegos que inventaron la filosofía, entre muchas tantas otras cosas, a diferencia de sus pares en la India o en China, ligados a un mundo de ascetas y sacerdotes en el primer caso y de cortesanos y funcionarios en el segundo. (También los catalanes han sabido compartir con los ingleses el espíritu comercial y la obsesión por los mundos de la infancia; por no mencionar el don de reconstruir la historia con un detallismo que haría enrojecer al mismísimo Jerónimo Román de la Higuera.)
Los relatos del Brexit y otros exits demuestran que la imaginación está, como medio siglo antes desearan los muros de París, al poder. En realidad nunca ha dejado de estarlo, aunque no siempre nos favoreciera. Todo imperio necesita un imaginario, y es comprensible que el mayor que el mundo ha conocido correspondiese a unos narradores natos. Lo paradójico, acaso lo sintomático, es que hoy, en sus vacas flacas, sólo acierten a balbucir que los dejen solos.
Fuente original: https://www.lavozdelsur.es/la-corta-albion/