¿Qué están tratando de hacer ustedes los europeos? ¿Qué es esa tontería de que Europa se está dividiendo? Estábamos comiendo a sólo unos cientos de metros del cráter dejado por la bomba que en febrero pasado mató al ex primer ministro libanés. El restaurante quedó casi destruido por la explosión y sus empleados aún tienen […]
¿Qué están tratando de hacer ustedes los europeos? ¿Qué es esa tontería de que Europa se está dividiendo? Estábamos comiendo a sólo unos cientos de metros del cráter dejado por la bomba que en febrero pasado mató al ex primer ministro libanés.
El restaurante quedó casi destruido por la explosión y sus empleados aún tienen cicatrices. El capitán de meseros de La Pailotte muestra una muy dolorosa y profunda cortada en la mejilla derecha. Mi anfitrión aún estaba asombrado: «¿todavía viven ustedes en el planeta Tierra?»
Le doy la razón. Cuando abro los periódicos europeos que llegan a Beirut leo sobre el caos, el rechazo a la Constitución en Francia y Holanda, sobre la posible separación de la Unión Europea (UE) y la propuesta de que se regrese a la lira (¡de todas las monedas, la más absurda!), de duelos a gritos en Bruselas (¡de todas las ciudades, la más absurda!), sobre rembolsos.
«Blair dice a Europa que debe renovarse», me informa el Herald Tribune. «Brown lanza una severa advertencia a la UE», es el encabezado de mi diario. Parece que sólo a los polacos les gusta la Unión Europea. Y en parte la respuesta a la pregunta de mi amigo libanés tiene que ver con los fantasmas de Polonia. Pero cuando los periódicos occidentales llegan a Beirut, muchos parecen una perversidad sorprendente.
El viernes pasado, por ejemplo, los diarios libaneses, como otros del mundo árabe, difundieron una fotografía que ninguna publicación occidental se atrevería a mostrar. Al menos la cuarta parte de la primera plana fue dedicada a ese horror.
La imagen era de un hombre iraquí en medio de la destrucción dejada por la explosión de una bomba, tratando de ayudar a un niño de 12 años. La pierna izquierda del niño había sido arrancada por debajo de la rodilla y, más abajo de su gesto de agonía, podía verse, a todo color, el muñón, que era algo digno de una carnicería: un enorme trozo de hueso rodeado de colgajos de carne.
Laith Falah, uno de los afortunados iraquíes «liberados» por nosotros en 2003, iba en su bicicleta a una panadería de Bagdad a hacer unas compras para sus padres y tres hermanas. Para él, sus padres y hermanas; para los árabes, para Medio Oriente y para el amigo con quien comí, los problemas de la UE parecen tan absurdos como Bruselas y la lira.
¿Por qué es, entonces, que los europeos ya no podemos comprender nuestra paz y contento, nuestra seguridad, nuestros lujos extraordinarios, nuestros estándares futuristas de vida, nuestra buena fortuna digna de dioses, nuestras vidas largas y maravillosas?
Cuando llego a París por Air France y abordo el tren RER para ir a la ciudad, cuando tomo el Eurostar hacia Londres y me tomo un café mientras el tren pasa silbando a través de los enormes cementerios militares al norte de Francia, donde yacen muchos de los amigos de mi padre, entonces puedo ver los ceños fruncidos y rostros tristes de europeos como yo, rebasados por la pesada carga de vivir en el hermoso Primer Mundo; dolidos por las jornadas mínimas de trabajo, las leyes de derechos humanos y otras garantías que están mucho más allá de cualquier cosa imaginable para la gente con que vivo.
Cuando el tren se aproxima a Waterloo alcanzo a ver el Támesis y el Big Ben, y sé que por la noche me acurrucaré en la cama más blanda del Sheraton más pequeño del mundo (se encuentra en el barrio londinense de Belgravia).
De ahí llamaré a un amigo desde mi teléfono celular: un iraquí que está tratando de emigrar a Australia o Canadá, aún no ha decidido. Yo ya le he dicho que en el primer lugar va a hacer mucho calor y en el segundo mucho frío. El me cuenta que no puede cruzar la frontera de Jordania para visitar la embajada australiana. Para él no hay Eurostars.
Lo más extraño -y esta es la perversidad fielmente retratada en nuestros diarios- es que queremos creer que la situación en Medio Oriente está mejorando. Irak es la democracia más joven del mundo, nuestros soldados están ganando la guerra contra los insurgentes (al menos ya admitimos que es una guerra). Líbano ya es libre y Egipto pronto será democrático. Hasta los sauditas aguantaron una elección hace un par de meses. Israel saldrá de Gaza, el mapa de ruta será puesto en marcha y habrá un Estado palestino… Todo esto es basura, por supuesto.
Irak es una caldera de dolor y terror. La insurrección se vuelve cada día más sangrienta, el pueblo de Líbano está siendo atacado, el Egipto de Mubarak es un abismo de opresión y pobreza, y Arabia Saudita es -y seguirá siendo- una monarquía absoluta e iconoclasta.
«Cuídate lo más posible», le dije recientemente a un amigo abogado libanés, cuyo perfil político es exactamente igual al del periodista y ex líder de Partido Comunista que fueron asesinados en Beirut este mes. «Tu también», me responde. Reflexiono sobre esto.
Quizá los europeos necesitamos creer que Medio Oriente es un manantial de esperanza para poder concentrarnos en nuestro dolor afortunado. Quizá nos ayuda sentirnos desgraciados, maldecir nuestros privilegios y odiar nuestra vida gloriosa, siempre y cuando estemos convencidos de que Medio Oriente es un paraíso de creciente libertad y liberación del miedo.
¿Por qué? Primero nos mentimos en la tragedia de Medio Oriente y luego sobre el paraíso que es vivir en Europa. Tal vez la Segunda Guerra Mundial está ya muy lejana, casi exiliada de la memoria colectiva viva. El infierno verdadero de Europa nos llevó a crear un nuevo continente de seguridad, unidad y prosperidad. Y ahora, sospecho, lo hemos olvidado.
El mundo en el que murieron los compañeros de mi padre en el norte de Francia en 1918 y el mundo en el que mi madre se dedicó a reparar radios Spitfire durante la segunda guerra está siendo «desaparecido», y sólo se le permite emerger cuando lord Blair de Kut al Amara quiere comparar su horrible guerrita en Irak con el momento más heroico de Gran Bretaña, o cuando queremos disfrutar la orgía cinematográfica de la destrucción nazi en el filme La Caída (sobre los últimos días de Adolf Hitler oculto en su búnker, N de la T).
Sólo en los países del Este, donde las fosas comunes están regadas por todos los rincones de los helados territorios, la memoria prevalece y surge de entre la niebla. Esto podría explicar el amor de Polonia por la Unión Europea. Aún así, la herida terrible de Laith Falah es mucho más espeluznante que la película Salvando al soldado Ryan, y esa es la razón por la que la imagen del niño no fue publicada en Europa.
El viernes, antes del almuerzo, fui a la Plaza de los Mártires en Beirut a presenciar el funeral del viejo Georges Hawi, ex líder del Partido Comunista, quien conducía hacia la cafetería Gondole, el pasado martes, cuando una bomba estalló debajo de su asiento y lo destrozó desde el abdomen.
Ahí estaba su viuda, quien sufrió un desvanecimiento de pena y horror cuando vio el cuerpo de su esposo yaciendo en la calle, y quien lloraba ante el féretro. A 3 mil 200 kilómetros de ahí, Europa pasaba por una crisis.
© The Independent
Traducción: Gabriela Fonseca