Cisnes negros, rinocerontes grises y un elefante en la habitación-mundo.
Colas y peleas en las gasolineras en Gran Bretaña. Multitud de surtidores y escaparates vacíos. Estaciones de servicio completamente cerradas. Rumores de que en unos pocos días el ejército saldrá con los tanques para tratar de normalizar el suministro. Quiebras en empresas pequeñas del sector energético por la subida del precio del gas. Parece que estemos ante el comienzo de un guion distópico para una serie de televisión –de hecho podría ser un episodio tanto de la aclamada Years & Years, ambientada en ese mismo lugar, como de la francesa El Colapso, cuyo segundo capítulo es tan similar a la realidad británica que verlo ahora da escalofríos–. Pero no, desgraciadamente se trata de aquello que siempre acaba superando a la ficción.
La tormenta perfecta se ha conformado en Gran Bretaña. Una mezcla de factores –algunos inesperados, otros completamente previsibles, como ya avisamos recientemente en un texto de mirada más amplia: “El otoño de la civilización”– se han dado cita para provocar imágenes que, de haber ocurrido en Cuba, ya sabemos con qué crítica habría venido acompañada. Pero no. Han ocurrido en Brexitzuela.
La crisis de los surtidores comenzó a finales de septiembre. BP (British Petroleum) se vio forzada temporalmente a cerrar algunas de sus estaciones debido a la ausencia de transportistas y camioneros –se estima que faltan unos 100.000– que el brexit ha ayudado a provocar, entremezclado con las consecuencias naturales de la pandemia y el maltrato habitual a una profesión mal pagada aunque absolutamente esencial.
El anuncio gubernamental de que no había que temer por el suministro –dando una muestra más del nivel de confianza que se tiene en la política actual– fue lo que, lógicamente, encendió la mecha y desató el principio del pánico: los surtidores se llenaron de clientes incrédulos –y/o precavidos– que buscaban llenar por completo los depósitos, ante el sospechoso anuncio. Cuando el estanque se seca, los peces se ponen nerviosos. Se ha llegado hasta a suspender la Ley de Competencia –mancillando los sagrados preceptos del sacrosanto neoliberalismo occidental– para permitir a los proveedores suministrar combustible a los operadores rivales.
Estos hechos están desencadenando un fenómeno claro de ‘dime a qué culpas y te diré quién eres’. Los miembros del Gobierno inglés y su prensa afín han tratado de evitar nombrar la palabra maldita, brexit, –se rumorea que si la repites tres veces frente al espejo se te aparece el fantasma de Margaret Thatcher diciéndote que no hay alternativa–, aunque es muy evidente que esta incipiente crisis energética que está impactando en todo el mundo está siendo particularmente virulenta en la ya no tan Gran Bretaña. Donde se creyó, ingenuamente, que es mejor bailar solo cuando aparentemente llevas uno de los mejores trajes del baile. Para lucir. Y vaya si se están luciendo.
Pese a todo, se está intentando transmitir una imagen de calma que
ayude a que la tormenta amaine, pero la realidad es que el invierno se
prevé muy duro por los otros factores que están presionando a la cadena
de suministros y que no son coyunturales, sino claramente estructurales.
Al ser una crisis multifactorial con diferentes ramificaciones las
consecuencias no se quedan en lo ya relatado. Algunas fábricas de fertilizantes han tenido que parar debido al creciente precio del gas –que ha más que quintuplicado su precio desde marzo allí. Mientras tanto, el
precio del Brent, el barril de referencia, ya ha superado la barrera de
los 80 dólares por barril, algo que ocurre por primera vez en tres años.
Este es el precio a partir del cual el riesgo de recesión crece
exponencialmente por cada dólar que se encarece. Y los augurios más
extendidos y lógicos son que la subida no se detendrá, agravando una
situación de escalada de precios que se está dando en todos los sectores
energéticos: gas, carbón, petróleo y lógicamente, factura de la luz.
Hay quien insinúa que esta crisis tiene mucho que ver con lo geopolítico, como si el tema del gasoducto Nord Stream 2 y las disputas que lo acompañan fueran uno de los motivos por los que Rusia está provocando que el gas suba de precio hasta que se cierre el acuerdo. Sin embargo, es mucho más una cuestión de límites, de termodinámica, que de geopolítica.
Pretender hacer a la vez, la transición en todas partes, estrangula una cadena de suministros hipercompleja, que ya venía tocada por la pandemia. A eso hay que añadirle el ineludible choque contra los límites que no se quiere reconocer abiertamente, el verdadero elefante en la habitación: la producción de cobre en Chile está comenzando a bajar por los crecientes costes de extracción del mineral y de su procesado; la producción de petróleo comenzó a caer después de 7 años de desinversión continuada por parte de las compañías petroleras: no queda ya en el planeta petróleo barato; la producción de gas de Argelia y de Rusia, principales suministradores de Europa, lleva tiempo estancada y con tendencia a la baja; la producción de carbón de China, y por ende del mundo, lleva estancada –en términos de energía– desde 2014. Hablando claro: la crisis que no se quiso ver venir ya ha llegado. Falta gasolina en el Reino Unido. Falta electricidad en China y en Brasil. Falta gas natural en Europa y Asia.
Y probablemente tampoco se quiere reconocer abiertamente que esa crisis ha llegado para no marcharse nunca más –aunque habrá vaivenes, como en todo ciclo en forma de espiral– porque quizá se piensa que, como le ocurrió al Gobierno británico, levantar la voz de alarma agravaría el conflicto. Pero si se tienen los pavorosos datos climáticos en la mano de Groenlandia, el Amazonas o la paralización de la vital corriente termohalina, suponer eso, es no tener ni idea de en qué estado están los ciclos y los sistemas del planeta que se está pisando. Estamos callando por encima de nuestras posibilidades.
Volviendo a Gran Bretaña: paradójicamente, al país que comenzó la revolución industrial que nos ha convertido en una civilización capaz de alterar durante milenios la estabilidad climática, por si todo lo descrito no fuera suficiente, le ha faltado también CO2. Esto ha afectado entre otras a la industria cárnica y a la de bebidas carbonatadas. Aunque este problema parece estar cerca de “solucionarse” temporalmente, mediante subsidios a la empresa estadounidense responsable del suministro, nos deja otra señal de la fragilidad de un sistema muy complejo, demasiado complejo. Por si alguien necesitara una prueba de la influencia del brexit, este es un muy buen ejemplo: en Irlanda del Norte, no ha habido problemas con este suministro. Así, podemos concluir que los factores de la particular crisis británica son principalmente cuatro: pandemia, brexit, ruptura de la cadena de suministros y crisis energética. Las interrelaciones entre ellos son también enormemente complejas.
Podríamos también clasificar esos factores en tres tipos: cisnes negros, rinocerontes grises y elefantes en la habitación, pero antes, especifiquemos: un cisne negro es un hecho sorprendente, pero que pasado el tiempo se racionaliza haciendo que parezca predecible. Un“rinoceronte gris”es algo que tienes enfrente y se dirige hacia ti, según Michele Wucker, la autora del libro que popularizó la idea. Un problema visible y comentado que no se ataja. Característica esta última que comparte con “el elefante en la habitación”, una imagen que, simplificando, habla de un problema (o de la conjunción de varios) que todos (o al menos la mayoría) vemos, pero apenas hablamos de él, o de cómo enfrentarlo, sobre todo por su enormidad, que nos supera. Ignorarlo provoca que aumente –o dicho de otro modo, que no pare de crecer–, que engorde aún más, alimentado por la inercia, la indiferencia y las mentiras que nos contamos para poder seguir adelante, hasta que inevitablemente, acaba por aplastar a quien se encuentre en esa metafórica habitación.
Sobre la pandemia hay debate, pero podría considerarse un cisne negro, tal y como ha acabado reconociendo el ensayista libanes Nassim Nicholas Taleb, quien popularizó el concepto del cisne negro años antes que la película de Natalie Portman y Darren Aronofsky. El brexit en principio no era un problema, aparentemente, pero una vez desatada la pandemia, era evidente que la mezcla de ambos factores iba a conformar no uno, sino varios rinocerontes negros para los británicos. La falta de camioneros y mano de obra esencial es el primero de ellos que no se ha sabido enfrentar a tiempo, y cuya consecuencia ha sido el vaciado de escaparates y surtidores.
Por otra parte, tanto la ruptura de la cadena de suministros como la crisis energética forman parte del enorme elefante en la habitación que amenaza con aplastarnos a todos. Porque seguimos sin querer reconocerlo. Tenemos los ojos tapados. Tapados por la fe en la doctrina del liberalismo económico actual, que predica el crecimiento infinito, absurdo e imposible en un planeta finito, pero, ¿qué importa la lógica básica? Todos los gobiernos buscaban –y aún buscan, en medio de este marasmo– que el PIB crezca este año un 2,5%, y el siguiente, y el otro, sin ver que a ese ritmo continuado en unos 25 años se tendría que haber duplicado la producción mundial, y en 50 años sería el cuádruple de hoy, y en un siglo 16 veces más, y en dos siglos 256, y así hasta el infinito (y más allá, si éste no nos basta). Y tapados por unos políticos algo cobardes y unos medios de comunicación a los que les cuesta hablar claro, porque ¡oh, sorpresa! sus dueños suelen ser aquellos a quienes más deberían presionar.
Y ante este panorama, tal vez lo peor es que el riesgo de frenar lo poco avanzado y volver a usar más carbón planea sobre un horizonte ya muy enturbiado y una transición que es mucho más difícil de ejecutar de lo que se está contando. Justo antes de la crucial COP26 en la que tanto nos jugamos, todo se ha complicado aún más. Es evidente que no se entiende bien aún qué está pasando y qué nos estamos jugando, y se pretenden hacer valer propuestas que ya llegan fuera de tiempo. No hay tiempo para crecimientos sostenibles y verdes ni para unicornios violetas porque tales cosas no son posibles. Y es Occidente quien ha de liderar, porque ha sido quien lideró los beneficios creados por la creación del problema. Punto.
No se quiere asumir que el decrecimiento y cooperar para alcanzarlo de una manera justa es el único camino. Yendo cada país a su bola, el destino está claro cuál será. Aún quedan Years & Years para El colapso –que no es un punto concreto como correspondería en una producción audiovisual sino un proceso. ¿Pero, alguien sabe dónde está el punto de no retorno? Tanto para cumplir con los retos climáticos e impedir llegar a un nuevo estado catastrófico para la vida, como para afrontar las limitaciones energéticas básicas de un planeta finito, necesitamos planificación conjunta. Pero juntar ambas crisis –ecológica y energética– y pretender resolverlas sin provocar efectos no deseados es la cuadratura del círculo. Si le añadimos seguir creciendo, esa cuadratura es física y termodinámicamente imposible.
El otro día, otra palabra hasta ahora maldita, decrecimiento, apareció en la portada de The New York Times en su versión internacional diciendo textualmente que era la única solución posible. Quizá se está abriendo una rendija que haríamos mal en no aprovechar porque tememos que con la verdad no se conquistan mayorías o que la población no está preparada. ¿Y si lo está y está esperando que se le diga, para variar, la verdad?