La libertad de expresión constreñida
Un fantasma recorre Europa pero ya no infunde terror. El espectro del odio se ha convertido en un huésped familiar, es de la casa, se afinca, crece y se pasea orondo por todas las dependencias del continente. Visita viejas colonias, ávido de expandir sus dominios previamente infectos como una suerte de pandemia político-cultural, hasta provocar una sintomatología de agresiva emotividad, de enemistad e insolidaridad, como pústulas supurantes de ira brotando desde el mismísimo interior del debilitado tejido social. Domina la sintaxis tweetera, comercializa sus modos y extensiones mientras enciende las hogueras de la abominación de la otredad, donde se incineran los datos de la realidad, exhalando el humo sofocante de la posverdad, para acumular cenizas de frustración.
El filósofo alemán Peter Sloterdijk ha introducido el tema del odio en la política en varias de sus obras, pero particularmente en su libro «Las epidemias políticas», donde analiza cómo los medios de comunicación modernos actúan más como portadores de infecciones que como fuentes de información. Explora allí cómo se utilizan como herramienta de manipulación y control social en las sociedades contemporáneas. Según el autor, el odio se instrumentaliza políticamente para crear un «estrés comunitario» que mantiene la cohesión (fundamentalmente de las naciones) a través de la creación de enemigos comunes y la propagación de emociones compartidas, aunque sea a costa de la verdad. Desentraña la relación entre la conciencia, la voluntad y la falsedad distinguiendo cuatro modos de esa relación. Por un lado el error involuntario, por otro la mentira. En tercer termino incluye a la superstición, y por último la autosugestión y la ideología. Concluye que hay una especie de pacto, parcialmente consciente y medio inconsciente, entre los mentirosos y los engañados.
El Río de la Plata no solo no es inmune a la inoculación, sino que, en contraste, ya ha incubado y hasta generado alguna mutación, para lograr cepas propias que exhiben su consecuente fenomenología particular. Portan los cromosomas de la discriminación violenta, aunque en sus orígenes no se ensañen tanto con la inmigración como en el norte, enfocándose más en la vulnerabilidad en general, de dondequiera provenga. Aquellos “odiosos” sujetos que en Uruguay el lenguaje popular segregacionista llama “bichicomes”, y en la otra orilla, menos nominativa, “negros de mierda”. Por caso aquellos que la semana pasada tuve ocasión de aludir con la alegoría de los “juegos del hambre” en Argentina, que conviven con cepas más autóctonas, transversales y generalizables: segmentos sociales de resistencia y movilización que desafían no solo el odio, sino la inclemencia de la intemperie insolidaria del “sálvese quién pueda”, del individualismo salvaje. Como si desarraparse como recurrente destino, fuera parte de una elección, mientras se expande lo que la antropóloga Estela Grassi llama el “capitalismo faccioso” en la revista “La tecl@ eñe”.
La semana previa a la confirmación electoral europea tuvimos muestras de la versión más generalizada aquí, aunque no excluyente, que llamaré “cepa del garrote”, destinada a disciplinar los cuerpos para alejarlos de las convergencias movilizadoras. En Uruguay, una protesta pacífica el Sindicato Único de Trabajadores del Mar y Afines (SUNTMA) fue reprimida salvajemente por las fuerzas policiales dejando un saldo de 15 heridos. Pertrechados como “robocops” -ese personaje de la película de ciencia ficción estadounidense donde se construye un ciborg policial luego del crimen del original humano-, las imágenes son desgarradoras: golpearon con palos, usaron escudos como topadoras, mientras disparaban balas de goma. Cualquiera haya sido el reclamo que motivó la protesta merecería idéntica condena, repudio y denuncia. Pero quiere la ausencia de azar que haya sido precisamente aquello que describimos como común denominador de la época el objeto de movilización: la precarización de los trabajadores de la actividad pesquera. La estrategia empresarial apunta a estacionalizar o zafralizar la actividad, “uberizando” virtualmente a los trabajadores, si se me permite el neologismo, para lo cual implementó un lockout. Pretenden que sea exclusivamente el mercado quién regule la pública riqueza ictícola, cuya extracción el Estado concede a privados mediante permisos.
Otra muestra que no implicó lesiones ni violencia física, sino amedrentamiento, fue la desocupación del liceo Zorrilla por parte de la Guardia Republicana. Acudieron armados hasta los dientes con dos camiones blindados para enfrentar a poco más de 50 estudiantes adolescentes quienes se retiraron, entre amenazas y hostilidad verbal de las fuerzas de seguridad, luego de leer una proclama. Reiteraron reclamos formulados un año antes, sumando ahora problemas edilicios con suspensiones de clases por fallas eléctricas que, al repararse provisionalmente, amenazan su seguridad, al igual que la ausencia de habilitación de bomberos. En Buenos Aires, el nutrido grupo de jubilados que se reúne regularmente los miércoles frente al Congreso fue desalojado violentamente, con algo menos de armamento que los trabajadores del SUNTMA, aunque confrontando físicamente con los ancianos, algunos de los cuales respondieron la agresión.
La escalada de violencia represiva se pretende jurídicamente blindada en ambas orillas por sendas disposiciones que las habilitan: la Ley de Urgente Consideración (LUC) en Uruguay y el Protocolo de Seguridad (PS) vigente en Argentina. Estas normativas comparten llamativas similitudes en acciones frente a bloqueos y piquetes al considerarlos ilegítimos por obstaculizar la libre circulación. Asimismo, coinciden con la intervención policial, otorgando amplias facultades a las fuerzas de seguridad para intervenir y desarticular bloqueos. Tanto la LUC como el PS incluyen mecanismos para la coordinación entre diferentes organismos y fuerzas de seguridad, facilitando una respuesta conjunta en situaciones de supuesto desorden público, como se aprecia en el cuadro. La LUC, incluso, va un paso más allá al introducir en su artículo 470 especificidades sobre la detención por hechos de apariencia delictiva, otorgando a las autoridades una herramienta adicional, para potenciar la capacidad represiva del Estado, priorizando de este modo la seguridad y libertad circulatoria, por sobre los derechos y libertad de expresión que constituyen las manifestaciones.
Resulta paradójico que los gobiernos que alumbraron tales engendros jurídico-represivos, honrándolos además con prácticas acordes, como los de Lacalle Pou o Milei a través de su ministra Bullrich, sean a la vez los que pretenden recubrir a sus gestiones de austeridad. Uniformar a cada miliquito dedicado a estos menesteres (no parecen diferir en cada orilla) no es más barato que vestir a una celebrity con atuendos de Versace, Chanel o Luis Vuiton. No soy experto, pero como cualquier ciudadano puedo googlear el mercado con precios en dólares:
el uniforme completo varía entre $300 y $500; el chaleco antibalas entre $500 y $1.500; un casco táctico de $200 a $500; el escudo antidisturbios entre $150 y $300; un traje antidisturbios completo de $500 a $1.000. Ah, pero el toque final viene con las llamadas armas no letales: cada pistola Taser cuesta entre $800 y $1.500; el gas lacrimógeno se consigue desde $50 a $100 por unidad; las balas de goma de $10 a $20 por unidad; las granadas de estruendo de $25 a $50 por unidad. Añadimos la radio de comunicación, $300 a $600; una cámara corporal de calidad, de $400 a $800; la porra o palo extensible de $50 a $100; y las esposas entre $20 y $50. Así, el «robocop» queda primorosamente ataviado por unos $10.000, aunque, para aquellos con presupuestos más modestos, podría conseguirse una versión prácticamente «bichicome» por unos $4.000. ¡Una ganga en la economía de la represión! (Algunas fuentes consultadas: 5.11 Tactical, Amazon, BodyWorn by Utility, Defense Technology, eBay, Hard Head Veterans, Imperial Armour, Motorola Solutions, Security, Pro USA, Spartan Armor Systems, Taser International, Total Secure Defence).
Se necesitarán ómnibus para llevarlos al lugar de los hechos, pero solos no hacen nada. Deben estar acompañados por motos de alta cilindrada como en Argentina la BMW modelo R 1200 RT-P de entre 20 y 25 mil dólares cada una, sin olvidar algunos carros hidrantes como el Alpine Armoring Armored Riot Control Truck, equipado con “cañones de agua duales, lanzadores de gas lacrimógeno, neumáticos de alta resistencia con run-flats, sistema hidráulico de remoción de barricadas, y protección balística” con costo de entre $750,000 y $1,000,000. Carros blindados y patrulleros siempre ayudarán, aunque sean de línea.
Finalmente, al paraguas jurídico y la tecnología debe añadirse una gerencia de recursos humanos suficientemente refinada, capaz de seleccionar, de entre los angustiados por la inseguridad de las condiciones de subsistencia y las perspectivas agobiantes de los mercados laborales, a aquellos ejecutantes de las tareas represivas que posean un adecuado nivel de sadismo para tan específico fin. Casi un arte, después de todo, elegir a quienes, sumidos en la desesperación, se enfrenten a sus semejantes como en un perverso ballet de la supervivencia agobiada.
Al momento de cerrar estas líneas, se desarrolla una movilización en la Plaza del Congreso contra el proyecto abreviado de «Ley de Bases» de Milei. No es improbable la represión. Enviado el texto, salgo a ponerme en la trinchera que no erigí, pero de cuyo lado no tengo duda dónde pararme. El de siempre.
Emilio Cafassi (Profesor Titular e Investigador de la Universidad de Buenos Aires).
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.