Traducido para Rebelión por Liliana Piastra
No ha pasado ni un año desde la muerte de Piergiorgio Welby, pero ya parece muy lejana. La enconada polémica entre laicos y representantes autorizados del poder católico sobre los derechos del enfermo, la eutanasia y el encarnizamiento terapéutico se ha visto suplantada, por ahora, por la ofensiva, aún mayor, desencadenada por las jerarquías vaticanas contra la tímida propuesta de ley sobre parejas de hecho. Pero las problemáticas que había suscitado continúan siendo todas ellas igual de actuales y siguen sin resolver. De hecho, forman parte de ese paquete de temas de cuya «verdad» la Iglesia católica, con la única iluminada excepción del cardenal Martini (1), se considera poseedora y en la obligación de imponérsela, si no a todos, por lo menos a los italianos.
Cuando ocurrió aquello yo escuchaba muchos debates. Más de una vez me tocó oir al representante teocon/teodem de turno decir que, en esencia, las posturas éticas de los laicos a favor de la eutanasia y las ideas de los nazis eran la misma cosa. Sus acusaciones – «falsa piedad», «perversión» o instrumentalización – se referían de forma más o menos explícita directamente a los familiares y a los parientes del enfermo. Había algo intolerable en esas ofensas que yo sentía dirigidas a mí, como médica y como laica.
Durante uno de esos debates recuerdo, no sé ni por qué ni en función de qué asociación de ideas, recuerdo que mi memoria visualizó algunas imágenes concretas, como encuadres de una película. Eran algunas imágenes del papa Juan Pablo II en sus últimas semanas de vida, las imágenes dramáticas del papa en sus últimas apariciones públicas.
Recuerdo que cuando entonces las pasaron por televisión acompañadas por comentarios tranquilizadores de la oficina de prensa del Vaticano, había sentido cierta desazón, la sensación de un no sé qué que interfería con aquellas «verdades». La «disconformidad» entre informaciones visuales e informaciones verbales permaneció largo tempo sin explicación, como una provocación ante una forma mía de rechazo. Hasta que un día, a la luz del caso Welby, aquellas imágenes tuvieron un sentido, un nuevo significado claro y evidente, como evidente se me hacía entonces la razón de su carácter provocador: las imágenes contaban cómo había muerto Juan Pablo II.
Para refrescarme la memoria me senté al ordenador e hice una breve búsqueda, a partir de términos como «enfermedad, muerte, papa Wojtyla». Google me proporcionó cantidad de noticias, notas de agencias y artículos de prensa. Encontré también un libro recientemente publicado por el que fue médico personal de Wojtyla, el archiatro pontificio doctor Renato Buzzonetti (2), en el que el autor describe, entre otras cosas, los tratamientos médicos a los que se sometió a su paciente al final de su vida. Lo leí atentamente: no añadía mucho a lo que ya sabía, pero todas las informaciones coincidían tanto con el contenido de las agencias oficiales como con mi hipótesis.
Para poner exponer mi idea, conviene repasar a grandes rasgos los principales acontecimientos de aquellos días.
Los últimos días de Juan Pablo II
El Santo Padre fue ingresado de urgencia en el policlínico Gemelli el 1º de febrero de 2005 por una «laringo-traqueitis aguda con laringoespasmo» (3) que le había provocado una insuficiencia respiratoria. Permaneció bajo observación durante diez días y luego le dieron el alta. Dos semanas después volvió a producirse el mismo cuadro clínico pero con mayor gravedad, por lo que el paciente fue nuevamente ingresado de urgencia. Al día siguiente de ingresarle, se le hizo una traqueotomía y se le colocó una cánula respiratoria. Nos explicaron que la causa de las crisis era una «estenosis funcional de la laringe» (4). Esta vez estuvo ingresado unos veinte días y se le dio el alta el 13 de marzo. En los días siguientes el Santo Padre se asomó muy brevemente a la ventana de sus estancias, pero no pudo hablar. El 25 de marzo le grabaron de espaldas mientras, desde su estudio, seguía el Via Crucis. Se asomó por última vez a la ventana de las estancias pontificias el 30 de marzo. Al día siguiente se produjo el bajón definitivo, aparentemente causado por una cistitis aguda, que ocasionó un shock séptico (5). Murió al cabo de dos días.
La estenosis funcional laríngea que sufría el papa era una condición irreversible, por lo tanto, si no se resolvía el problema de las vías respiratorias, el paciente habría tenido unas crisis de asfixia cada vez más frecuentes y peligrosas. La situación del paciente era de tal riesgo que, como medida preventiva, el doctor Buzzonetti había considerado indispensable organizar bajo su dirección personal una estructura compleja, mediante la cual controlar permanentemente al enfermo. En su libro explica que constituyó «un equipo vaticano multidisciplinar, compuesto por diez médicos reanimadores, especialistas en cardiología, en otorrinolaringología, en medicina interna, radiología y patología clínica, más cuatro enfermeros profesionales» (6).
Gracias a la rápida asistencia que recibió de este equipo, el Santo Padre no murió durante la insuficiencia que provocó su segundo ingreso, pero el peligro que había corrido había sido tal que, en esa segunda ocasión, se llevó a cabo la única intervención terapéutica que podía resolver la situación patológica: realizar una vía respiratoria alternativa (traqueotomía) que, a la vista de la patología subyacente, sólo podía ser definitiva.
La auténtica amenaza para la vida del papa
Desde el primer ingreso hasta la última crisis, todas las comunicaciones que transmitió el portavoz del Vaticano se centraron en el aspecto respiratorio y fonatorio, con un enfoque optimista. Resultaba clara la intención de tranquilizar a los fieles inspirándoles confianza en una curación segura, si bien, se dejaba intuir, no rápida. Por las informaciones disponibles sobre la patología, parecían, en su conjunto, mensajes creíbles. Recuerdo que escuchaba esos comunicados tan serenos mientras veía al papa asomarse a la ventana del hospital y luego a la del Vaticano. Había algo que no cuadraba: el paciente estaba cada vez más débil y consumido.
Pensando ahora en ello, me sorprende no haber cribado críticamente las informaciones. Yo también, por una especie de pereza mental, mediática, dejé que mis percepciones se ajustaran a la esperanza de curación y a las declaraciones oficiales, sin confrontarlas con las señales clínicas que veía.
Pero en la última dramática aparición del pontífice en la televisión el impacto visual fue tan violento que exclamé en voz alta: «Pero ¡cuánto ha adelgazado! ¡Si no tiene ni fuerza para respirar! ¡Si no hacen nada, morirá en pocos días!».
Los hechos que vinieron después – la agonía y el funeral – con su enorme repercusión en los medios de comunicación de masas, acabaron por ocultar el recuerdo crítico de los últimos momentos y todos estos detalles se convirtieron, por asimilación, en símbolos, iconos, metáforas de martirio, Via Crucis y parábola espiritual. Pero la imagen que permanecía en mi mente era también una cruel, fría exposición de datos evidentes. El paciente había muerto por unas causas que estaba claro que no se habían mencionado.
Las imágenes decían que, entre todos los problemas del complejo cuadro clínico del paciente, la insuficiencia respiratoria aguda no era la principal amenaza para su vida. El papa se moría por otra consecuencia debida a la implicación de los músculos faringo-laríngeos por la enfermedad de Parkinson, una consecuencia que se manifiesta de manera más lenta pero que, de no tratarse, es igual de peligrosa: la incapacidad de deglutir.
Al no poder tragar, el paciente no podía alimentarse. En el último mes de vida, las consecuencias de esa discapacidad en el pontífice eran clamorosamente visibles.
Pero según los partes del portavoz vaticano ese problema ni siquiera existía. Sólo una vez, coincidiendo con el primer ingreso, el 3 de febrero de 2005, Joaquín Navarro-Valls, tras habernos informado de que el estado de salud del Santo Padre iba mejorando, dijo «el paciente se alimenta normalmente y se excluye la posibilidad de alimentaciones alternativas de ningún tipo» (7). Resulta singular que diera esa información cuando las condiciones aún eran discretas, lo cual deja entender que alguien del equipo médico tenía que haber planteado el problema. No obstante, de momento este no se había afrontado, y ya nunca se resolvería.
El 13 de marzo, tras el segundo ingreso, al paciente se le dio el alta y se le permitió seguir su convalecencia en el Vaticano. Por un artículo publicado más tarde (30 de marzo) en el Corriere della Sera (8), sabemos que algunos médicos habían propuesto administrarle alimentación artificial ya entonces. En su libro el doctor Buzzonetti escribe que, más o menos por aquellas fechas, «la lenta recuperación de las condiciones generales se veía obstaculizada por la gran dificultad al deglutir, por una fonación muy costosa, déficit nutricional y una importante astenia» (9).
Por los hechos posteriores sabemos que nunca hubo una «lenta recuperación». En realidad, las condiciones del paciente siguieron empeorando, lenta pero inexorablemente. No habría podido ser de otra manera: la aportación nutricional era irrisoria, y es probable que la ingesta de líquidos también fuera insuficiente. ¿Cómo puedo afirmarlo con seguridad? No hay – por lo que yo sé – informaciones oficiales por parte del Vaticano sobre este tema, pero en una nota de AdnKronos de finales de marzo se lee que el papa había adelgazado 15 kilos desde su último ingreso, mientras que en un artículo de Repubblica de las mismas fechas se habla de una pérdida de peso de 19 kilos (10). Más allá de los números, el deterioro físico en los últimos días era evidente e impresionante.
Ese 30 de marzo, cuando vimos al Santo Padre asomarse por última vez a la ventana, con una estructura muscular debilitada por la desnutrición, además de la enfermedad de Parkinson, estaba ya tan débil que hasta le costaba respirar a través de la cánula, pero sobre todo – y esto es lo más grave – el sistema inmunitario, comprometido por la desnutrición, estaba ya tan deprimido que no garantizaba ninguna defensa, por lo que una infección trivial pudo ser mortal en pocas horas.
La tarde de ese mismo día la extrema gravedad de la situación convenció por fin a los clínicos a ponerle la sonda que habrían debido colocarle muchas semanas antes. Demasiado tarde.
¿Omisión de una intervención terapéutica?
Aclaro ya desde ahora que no tengo ninguna crítica que hacer a los médicos del papa, es más, los entiendo. Es probable que, de haber estado en su lugar, actuara de la misma manera.
¿Qué había sucedido? No sabemos las razones por las que no se recurrió a tiempo a la alimentación artificial, pero me las puedo imaginar. Puede no resultar fácil explicarle a un paciente anciano – y más concretamente a una persona importante acostumbrada a decidir, cansado y con una traqueotomía reciente – que, además de la cánula para respirar que se le ha puesto, tiene que someterse a otra intervención agresiva, que consiste en introducirle manualmente un tubito en el estómago para poder comer. Es casi seguro que los médicos se atuvieron estrictamente a su mandato, le plantearon al paciente todas las ventajas y las desventajas del tratamiento, pero no lograron convencerle de que lo aceptara a tiempo. La maniobra para colocar el tubo es sencilla y poco traumatizante, sobre todo si se elige la vía nasal, pero el impacto psicológico puede ser muy negativo. Presumiblemente el papa, por su edad y por la enfermedad que sufría, no tenía ni suficiente apetito ni suficiente sed, por lo que una alimentación escasa no era algo que le importara, pero el efecto en su físico fue devastador, los médicos eran conscientes de ello y habrían tenido que poner remedio, pero no lo hicieron.
Dejaron que el Santo Padre se fuera consumiendo día tras día, como atestiguan las imágenes de aquellas fechas, aunque se dieran cuenta de que en aquellas condiciones no habría podido sobrevivir por mucho tiempo. Verosímilmente, se cumplía así el deseo de serenidad de un paciente que, durante el ingreso anterior, había preguntado «con una ingenuidad conmovedora » si no se podía esperar por lo menos hasta las vacaciones de verano para la traqueotomía (11). Es aún más verosímil que los médicos fueran conscientes de que él iba a interpretar la intervención «terapéutica» como un ensañamiento inútil. Una violencia no sólo contra su voluntad, que quizás se habría plegado, sino contra todo su ser y su dignidad, su idea de si mismo. Un paciente no necesita muchas palabras para decirle eso a su médico. Pero cuando además el trato viene de largo, como en el caso del doctor Buzzonetti y Karol Wojtyla, las palabras pueden resultar totalmente superfluas. De lo que no hay duda es de que el comportamiento terapéutico, que de otra forma habría parecido cojo y ambiguo, se debió únicamente a la voluntad del propio paciente. No puede explicarse de otra manera el hecho de que un equipo médico de como mínimo quince personas, dispuesto a salvar al pontífice en cualquier situación de emergencia y en caso de complicaciones respiratorias o cardiacas, no haya intervenido mientras el paciente moría lentamente de inanición.
El último día antes del «colapso» final se le puso la sonda para alimentarle. Fue un acto demasiado tardío para que pudiera serle útil al paciente, pero revela el drama y el conflicto que vivieron los médicos.
El doctor Buzzonetti escribe con un estilo sobrio y despegado, pero no sin alma. Cuando nos habla de algunos momentos vividos junto al Santo Padre, deja vislumbrar el afecto que sentía por él. Al describir la organización que había creado para la asistencia y seguridad de su paciente no oculta un orgullo legítimo. Cuando explica cómo discutía y acordaba con él el plan de las pruebas clínicas y de las intervenciones terapéuticas se nota una relación estrecha, basada en una estima y una confianza mutuas. Pero cuando en el libro se llega al punto en el que ha de relatar la última actuación de los médicos, antes de la crisis final, el estilo cambia, el autor «alude» al hecho con una sola frase impersonal, como si él hubiese estado en otra parte y hubiese copiado y pegado el extracto de un historial clínico escrito por otros: «ese mismo día se comunicaba que se había empezado a administrar alimentación artificial mediante colocación permanente de una sonda naso-gástrica, ya que la vía oral se había vuelto impracticable» (12). Parece como si en el texto se hubiese introducido una nota de agencia. Es el único punto, junto con la frase sobre la «lenta recuperación», en el que el médico alude a la imposibilidad de deglutir de su paciente.
Es cosa de preguntarse el porqué de tanta escasez de noticias y sobre el silencio por parte de todos los órganos informativos vaticanos en cuanto a la patología que llevó al papa a la muerte. Es imposible dar una respuesta, pero es evidente que en este caso la «confidencialidad» ha ayudado a ocultar una evidente contradicción entre la experiencia humana de Karol Wojtyla – en su calidad de paciente – y las doctrinas del «bien objetivo» publicadas por él, que son la cuestión capital de las cruzadas políticas de los órganos institucionales de la Iglesia. Se trata de una contradicción tan evidente que siento la necesidad de hacer una reflexión de carácter bioético, pero antes de hacerla conviene analizar en detalle algunos aspectos del último periodo de la vida del pontífice.
Una muerte que parece ‘natural’
Vayamos viendo hacia atrás el curso de la enfermedad de Karol Wojtyla, hasta la primera insuficiencia respiratoria. Construyamos un escenario hipotético en ese punto de la historia. Imaginemos qué habría pasado si al paciente no se le hubiese reanimado tan oportunamente, sino con algunos minutos de retraso, lo que habría bastado para que la anoxia dañara su cerebro de forma irreversible. En ese caso su corazón habría vuelto a latir, pero él no habría recuperado la conciencia, habría permanecido en ese estado de vida/no vida que se define como estado vegetativo permanente (evp), como por desgracia sucede en muchos otros casos. No hay duda de que, de ser así, al pontífice se le habría conectado a un respirador y se le habría mantenido debidamente alimentado e hidratado mediante una sonda gástrica, como es obligatorio hacer con todos los pacientes con lesiones cerebrales y en evp. Muy verosímilmente habría permanecido meses o incluso años en ese oscuro limbo. Una vez alimentado e hidratado y sin problemas respiratorios, hasta la enfermedad de Parkinson, que tanto le había hecho sufrir, habría dejado de influir en su condición clínica. Por lo tanto, el «final natural» se habría prolongado durante un tiempo indefinido. Ese resultado, y esto es importante decirlo, en el caso de Karol Wojtyla era algo absolutamente posible, que sin embargo no sucedió gracias a la prontitud y a la eficiencia del equipo médico. Prontitud y eficiencia que, por lo menos desde el punto de vista del aporte nutricional, luego brillaron por su ausencia. La sucesión temporal de esas dos situaciones (rápida reanimación seguida por la falta de nutrición) y la suma de sus efectos (supervivencia primero, deterioro físico después) determinaron la dinámica que produjo la modalidad y el momento del fallecimiento. La muerte del papa, tal como sucedió, no fue un hecho inevitable ni cronológicamente determinado, tal como la expresión «final natural» daría a entender.
Nótese que el tratamiento que no se le administró al paciente, es decir, la alimentación artificial, es justamente el tratamiento que un documento aprobado por el Comité nacional de bioética en septiembre de 2005, querido por el grupo de los bioéticos católicos, define como la «ayuda básica» permanente que en ningún caso se puede negar a ningún paciente (13). El propósito de los redactores era que el documento valiera para los pacientes en evp, pero los fundamentos inspiradores que expresa son claros sobre cómo hay que considerar la terapia.
En el ámbito eclesiástico, el texto de referencia es el Evangelium vitae. En función de la encíclica que él mismo había escrito, Karol Wojtyla habría tenido que recibir el auxilio de todos los medios puestos a disposición por la medicina moderna, y en concreto habría tenido que aceptar a tiempo que se le administrara la alimentación artificial, ya que, una vez superada la crisis respiratoria, su muerte no era ni «inminente» ni «inevitable» (14).
Con este tipo de tratamiento se le garantizan hoy en Italia buenas condiciones de alimentación a miles de enfermos. El hecho de que la enfermedad de Parkinson de que adolecía el pontífice estuviera en una fase muy avanzada no significaba que se hubiesen agotado todas las reservas vitales del paciente. Tampoco se podía llegar a la conclusión de que habría muerto simplemente porque el pontífice ya era anciano. En la medicina las cosas no funcionan así. Aunque la vejez sea, en un sentido amplio, el límite natural de la vida, en realidad casi nadie se muere tan sólo de viejo. La muerte es un hecho debido, por regla general, a que uno o más órganos o aparatos enferman, y se produce cuando su disfunción alcanza un nivel tal que provoca una descompensación que ya no se puede frenar en el resto del organismo. El «final» para el hombre y para los seres vivos, por lo que vemos los médicos, no suele ser comparable – como parecería al escuchar a Benedicto XVI – a una llama que se apaga tras el lento consumirse de una vela, se parece más bien al deterioro asimétrico de los engranajes de una maquinaria y, de una forma u otra, es desordenada, en cierto modo arbitraria, y traumática. Lo cual también era válido para Juan Pablo II.
El 24 de febrero, respondiendo a los periodistas, el profesor Gianni Pezzoli, director del Centro de la enfermedad de Parkinson de Milán, describía al paciente Wojtyla en los siguientes términos: «El papa ha demostrado tener un físico fuerte y tras su primera estancia en el hospital se ha recuperado muy bien. Pero en casos como el suyo es normal que las crisis se repitan, una traqueotomía podría ayudarle» (15). Copio sus palabras para demostrar que, por un lado, el profesor hace hincapié en la gravedad de la patología en cuanto a ciertas funciones, mientras por otro nos informa de que el físico es «fuerte», dando a entender que el corazón, los pulmones y los demás aparatos están en buenas condiciones y podrían garantizarle al paciente una vida aún muy larga.
La evolución de la enfermedad del pontífice vista desde fuera pareció «lógica» porque al paciente se le veía tan viejo y tan débil que todos encontraron su muerte «natural», en el sentido de que a nadie le extrañó. Por consiguiente, desde el punto de vista comunicativo, la muerte de Wojtyla ha podido satisfacer la dimensión humana, la vivencia religiosa de una agonía como dulce resignación. Pero, viendo los hechos, tal apariencia también es dulcemente falsa. La realidad es que, tras haberle arrancado a la muerte por asfixia, Karol Wojtyla habría podido vivir aún mucho tiempo, pero él descartó esa opción.
Tras la muerte de Welby el nuevo papa Benedicto XVI ha insistido en que hay que proteger la vida hasta su «ocaso natural» (16). Nosotros sabemos que la expresión ocaso natural, pronunciada con tanta naturalidad, no corresponde a ninguna realidad objetivamente observable. Es una calidad filosófica atribuida a la forma subjetiva en que se vive una determinada situación, o bien se refiere a una conclusión que hoy en día en la medicina moderna ya no ocurre casi nunca. Por lo que parece, el papa Ratzinger no se ha dado cuenta de que a su predecesor no sólo se le sustrajo al destino que le habría deparado naturalmente la enfermedad, sino que además se le acompañó con dulzura por un camino menos penoso, hacia un final menos dramático que el que habría podido tener.
La diferencia
Piergiorgio Welby, enfermo de distrofia muscular durante cuarenta años, llevaba nueve conectado a un respirador, ya sólo podía mover los músculos de la cabeza y manifestaba su voluntad de que se le desconectara de la máquina que lo mantenía vivo. ¿En qué se diferencia exactamente su caso del de Karol Wojtyla? De hecho, la única diferencia es que a uno se le ha quitado, a instancias suyas, la ayuda tecnológica necesaria para que pudiera respirar. Al otro, en cambio, no se le ha proporcionado la ayuda que voluntariamente solicitaba. Ambos pacientes murieron por falta de un instrumento indispensable para mantenerlos vivos. Quizás convenga recordar que ambos tratamientos no son exactamente equivalentes, de hecho la ventilación mecánica no podía mejorar el estado de salud de Welby, mientras que la alimentación artificial habría podido mejorar, y mucho, las condiciones físicas del papa.
La diferencia es que Welby pidió públicamente que alguien interviniera con la perspectiva explícita de que ello le llevara a la muerte. Wojtyla no hizo ninguna declaración pública. Es el caso de preguntarse ¿es realmente esa la diferencia que «importa» para la moral católica? ¿Es eso lo que permite distinguir entre una conducta inspirada en principios morales y otra que merece compararse al nazismo? ¿Es sólo este matiz de comunicación el que resulta tan importante para la Iglesia?
Para descubrirlo, o para intentar entender qué hay detrás, la única forma es volver a repasar otra vez el recorrido terapéutico del difunto pontífice, analizarlo de la forma más atenta posible, buscar comparaciones con el sistema de principios claramente expresados en el Evangelium vitae.
La muerte del papa a la luz de la encíclica Evangelium vitae
En sus dos últimos meses de vida a Wojtlyla, tras la traqueotomía, le resultaba casi imposible tragar y los médicos sabían que el problema sólo podía solucionarse colocándole una sonda en el estómago.
Vuelvo al detalle de esta situación para demostrar y dejar claro que, en el ámbito de la práctica médica, no hay «escapatoria» posible por lo que se refiere a la evaluación ética y a las decisiones que pueden haberse tomado. De hecho, los escenarios posibles que podrían comprobarse en este punto sólo son tres:
1) al paciente no se le propuso el nuevo tratamiento necesario. En ese caso el papa, al no haber sido informado, no habría «rechazado» nada, pero es evidente que los médicos habrían cometido una omisión gravísima, contraria a la deontología y susceptible de sanciones incluso penales;
2) se informó al paciente, pero no se le explicó bien ni la gravedad de la situación ni las consecuencias de su elección. También en este caso estaríamos ante una grave omisión, ya que el paciente debe estar en condiciones de entender qué puede sucederle si rechaza una terapia;
3) la tercera hipótesis, la única en realidad plausible, es el pontífice recibiera la información, la entendiera y la rechazara.
Es evidente que las dos primeras hipótesis son improbables, considerando que el enfermo tenía a la cabecera de su cama a los mejores clínicos de Italia, no a un médico rural cualquiera, y que la colocación de una sonda por vía nasal no entraña ningún riesgo. Sea como fuere, ¿cómo considerar el comportamiento de los médicos en esos dos supuestos, a la luz de la doctrina católica?
Para los filósofos católicos la eutanasia es una acción con las siguientes características: a) no se admite una distinción ética entre una acción que provoca la muerte y una omisión que la causa, incluso indirectamente; b) la eutanasia es una sub-categoría del homicidio, en esencia no hay diferencia moral entre ambas acciones y por consiguiente, para condenar la acción, el consentimiento del paciente es irrelevante.
La profesora Silvia Navarini, docente de Bioética en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum, da una descripción objetiva de lo que puede ser la «voluntariedad» en la eutanasia. Escribe en los Quaderni di Scienza e Vita: «Está claro que no hay diferencia ética entre matar voluntariamente y dejar morir aun pudiendo impedirlo» (17).
En los casos 1) y 2) que hemos considerado más arriba, la responsabilidad por la falta de tratamiento sería exclusivamente de los médicos y se les podría acusar de eutanasia no consensuada, esto es, de homicidio. En dicho caso, aunque no hubiera por su parte propósito de causarle la muerte al pontífice, la gravedad del hecho no quedaría reducida porque sería una defensa insostenible frente a la responsabilidad objetiva, ya que eran perfectamente conscientes de que, sin una alimentación suficiente, el paciente no habría sobrevivido; por consiguiente, la omisión en cuanto a informar al paciente constituiría de hecho la ausencia de una acción con la que habrían podido impedir su muerte.
Por todo lo que se ha dicho, ambas hipótesis constituirían un homicidio, pero son improbables, hasta tal punto que sería mejor excluirlas. En teoría también habría una «cuarta posibilidad», es decir, que el paciente no estuviera en condiciones de entender ni la situación ni las explicaciones, pero he excluido a priori esta hipótesis porque es contraria a la evidencia.
Así pues, sólo queda la tercera hipótesis: el paciente tomó una decisión tras habérsele informado de las consecuencias. Analicemos la decisión a la luz de la definición que da la encíclica de «eutanasia»: «Por eutanasia en su verdadero sentido se ha de entender una acción u omisión que, por su propia naturaleza e por su intencionalidad, produce la muerte con el fin de eliminar todo dolor. «Por consiguiente, la eutanasia se sitúa en el nivel de las intenciones y de los métodos utilizados»» (18).
Ahora bien, según mi criterio, tendría alguna duda en definir acciones eutanásicas las que llevaron a la muerte a Wojtyla, porque ninguno de los actores deseaba causar la muerte del paciente. Pero los católicos no tienen dudas en cuanto a los conceptos de intencionalidad y aceptación de los tratamientos: cuando el paciente rechace conscientemente una terapia para salvarle la vida, su acción, junto con el comportamiento remisivo-omisivo de los médicos, se ha de considerar eutanasia, es decir, más exactamente, suicidio asistido.
¿Es posible que Juan Pablo II, autor del Evangelium vitae, no haya entendido lo que significaba rechazar una terapia fundamental, tal como había afirmado en su texto? Podemos analizar la definición que da la encíclica de «ensañamiento terapéutico» para tratar de entenderlo mejor: «Se consideran «ensañamiento terapéutico» […] ciertas actuaciones médicas que ya no responden a la situación real del enfermo, por ser desproporcionadas con respecto a los resultados que podrían obtenerse o por ser incluso muy penosas para él y para su familia. En dichas situaciones, cuando la muerte parece ya inminente e inevitable, en conciencia se puede «renunciar a tratamientos que sólo lograrían alargar la vida de forma precaria y dolorosa, pero sin interrumpir los cuidados y curas normales que se le deban al enfermo en casos parecidos». […] La renuncia a medios extraordinarios o desproporcionados no equivale al suicidio o a la eutanasia; sino que más bien expresa la aceptación de la condición humana frente a la muerte» (19) (las cursivas son mías).
Por consiguiente, según la encíclica, son muchísimos los requisitos que se exigen para llegar a la definición de «ensañamiento terapéutico», requisitos que la situación de Karol Wojtyla no reunía: el concepto de «inminencia» de la muerte inevitable, así como el de «desproporción» respecto a los resultados. Además el documento del Comité nacional de bioética – querido y escrito por los católicos – expresa de nuevo claramente que la alimentación por sonda se ha de considerar siempre como un tratamiento normal, nunca como un medio extraordinario, por lo que queda taxativamente excluido del epígrafe «ensañamiento» y calificado en cambio como «sustento ordinario básico […] indispensable para garantizar las condiciones fisiológicas básicas para vivir» (20).
Por consiguiente, dicho tratamiento no se podía rechazar en ningún caso.
También hay una Carta del personal sanitario publicada por el Consejo Pontificio de la pastoral para el personal sanitario, escrita cuando el papa estaba vivo, que utiliza una fórmula distinta y bastante ambigua: «La alimentación y la hidratación, incluso administradas de forma artificial, forman parte de los cuidados normales, que se le deben en todo caso al enfermo cuando no resulten penosas para él, suspenderlos puede equivaler a una auténtica eutanasia» (21) (la cursiva es mía).
Contra los conceptos objetivos de «bien» y de «mal» a los que se refiere la doctrina católica, en ese documento aparece la expresión subjetiva «penosas para él». Indica claramente la percepción individual, la vivencia interior e íntima del enfermo. Pese a ello, el documento, rozando una contradicción peligrosa, dice que suspenderla «puede» equivaler a eutanasia. Sí, pero ¿cuándo? Evidentemente, cuando determina la muerte consciente, y por ello voluntaria, del paciente. Esto es, siempre (22).
Dentro de la Iglesia católica también hay una opinión completamente distinta, recogida en el famoso artículo del cardenal Carlo Maria Martini, que tanto irritó al presidente de la Cei, que refleja una sensibilidad y sobre todo un planteamiento ético incompatibles con los documentos anteriores. El cardenal Martini escribe su idea en forma de una aportación intelectual che intenta comprender más que juzgar. Llama nuestra atención justamente sobre el hecho de que determinados conceptos muy queridos por los movimientos «pro-vida» son susceptibles de usarse de una manera excesivamente simple; observa lo delicado que es, por ejemplo, establecer si la muerte es «natural» o si un tratamiento es adecuado o no y afirma, de una forma que al Comité nacional de bioética le suena a herejía, que «no es posible remitirse a una regla» única que tenga un valor generalizado, «casi matemática». El cardenal define las vivencias de cada individuo como una «verdad» irrefutable, que sólo puede comprender hasta el fondo quien las está viviendo, y observa que «el ensañamiento» siempre tiene un componente subjetivo que no se puede eliminar. Se define siempre como los cuidados que «el paciente considera desproporcionadas». «No se puede omitir», concluye, «nada de lo que pida un enfermo terminal» (23). El concepto de que la «verdad» sobre la vida viene determinada en primer lugar por la subjetividad del individuo, es una poderosa afirmación de principio, un valor en neto contraste con todos los «requisitos objetivos» que perora y exige el Evangelium vitae.
Por su parte, el papa Wojtyla no tenía dudas de que la sonda para alimentarle habría sido una acción desproporcionada y penosa para él. Su rechazo se podía vivir e interpretar como una señal del próximo final de su paso por la tierra que, según decía, esperaba con ansia. Estaba evidentemente convencido de que su rechazo equivalía a «aceptar la condición humana frente a la muerte» (24). Por otra parte, era su derecho. La piedad de los médicos («falsa» según la encíclica y los diferentes teocon/teodem) le permitió actuar conforme a dicha convicción, y así fue como pudo esperar «serenamente el momento del alivio», de «ir con el Señor» (25).
Puede que Piergiorgio Welby quisiera vivir más que el papa y tuviera menos deseos que él de «ir con el Señor». Él también había sufrido y luchado mucho. Al final, no pudiendo ya permanecer desconectado del respirador ni siquiera unos minutos, cuando los dos últimos dedos de su mano ya no respondían a sus órdenes, no tenía dudas de que aquella ayuda que había aceptado durante años se había convertido en algo insoportable, excesivamente penoso para él.
Cuando Welby formalizó su petición, Juan Pablo II llevaba muerto un año. ¿Qué habría contestado si se lo hubieran pedido a él? El autor del Evengelium Vitae la habría rechazado y condenado. Puede que el viejo papa traqueotomizado en cambio la entendiera y aceptara, ya que lo hizo para él mismo. De lo contrario, no cabe duda de que nos habría explicado gustosamente la diferencia que, desde el punto de vista moral, hay entre rechazar una sonda para ser alimentados y rechazar una máquina para respirar. Nosotros somos profanos y no somos capaces de captar esa diferencia, pero tiene que haberla y ha de ser grande, si para Karol Wojtyla se ha puesto en marcha un proceso de canonización, mientras que a Piergiorgio Welby se le negó un funeral católico.
Fuente: http://temi.repubblica.it/micromega-online/la-dolce-morte-di-karol-wojtyla/
Notas:
(1) C.M. Martini, «Io Welby e la Morte», Il Sole-24Ore, 21-1-2007.
(2) R. Buzzonetti, Lasciatemi andare (La forza nella debolezza di Giovanni Paolo II), Ed. San Paolo, 2006.
(3) Ibidem, pág. 73.
(4) Ibidem, pág. 74.
(5) Ibidem, pág. 79.
(6) Ibidem, pág. 77.
(7) Navarro: «Il Papa migliora, mangia e respira meglio», www.repubblica.it.
(8) M. De Bac, «Papa, possibile un nuovo intervento», www.corriere.it.
(9) R. Buzzonetti, op. cit., p. 78
(10) «Peggiorano le condizioni del Papa. «Ha la febbre alta e calo di pressione»», www.repubblica.it.
(11) R. Buzzonetti, op. cit., p. 75.
(12) Ivi, p. 79.
(13) «La alimentación e hidratación de pacientes en estado vegetativo persistente», texto aprobado por el Comité Nacional para la Bioética en la sesión plenaria del 30 nde septiembre de 2005, firmado úniocamente por los bioéticos católicos y aprobado a pesar del voto en contra de todos los otros miembros.
(14) Juan Pablo II, Evangelium Vitae, cap. 65.
(15) «Il papa nuovamente ricoverato. Le ore difficili», www.rassegna.it.
(16) Benedetto XVI, Angelus, 24-12-2006, www.vatican.va.
(17) C. Navarini, «Eutanasia e Accanimento terapeutico», Quaderni di Scienza e Vita, n. 1, dicembre 2006.
(18) Juan Pablo II, op. cit., cap. 65.
(19) Ibidem.
(20) «L’alimentazione e l’idratazione di pazienti in stato vegetativo persistente», cit., p. 2.
(21) Consejo pontificio de la pastoral para los trabajadores sanitarios, Carta a los trabajadores , Città del Vaticano 2005, www.vatican.va.
(22) Según el documento citado más arriba del Comité Nacional de Bioética firmado por los católicos, al «siempre» hay una sola excepción, textualmente expresada: «El único límite objetivamente reconocible al deber ético de alimentar a la persona en estado vegetativo persistente es la capacidad de asimilación del organismo (por tanto la pposibilidad de que el acto alcance el fin propio) o un estado de intolerancia clinicamente registrable asociado a la alimentación» (§ 6). En todos los otros casos, no proporcionar alimentación equivale, éticamente, a un acto voluntario condenable y es asimilado a la eutanasia activa (§ 5).
(23) C.M. Martini,»Io Welby e la muerte», cit.
(24) Juan Pablo II, op. cit., cap. 65.
(25) R. Buzzonetti, op. cit., p. 81.