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Alemania

La elección de la elección

Fuentes: Sin Permiso

Uno de los más reconocidos intelectuales de la República Federal alemana, el brillante crítico cinematográfico y político-cultural Georg Seeßlen, nos ofrece unas pesimistas consideraciones sobre la fase final de la contienda electoral en Alemania y sobre la carencia de alternativas reales en la era de la «posdemocracia».

La democracia, eso es seguro, ya no es lo que una vez fue. No está ya en una senda de crecimiento; sólo se la sigue defendiendo, porque cualquier otra cosa es mucho peor. Todo contado, tenemos otras preocupaciones. Vivimos en una forma de sociedad que arrastra consigo a la democracia como si de un pariente enfermo se tratara. En cambio, lo que tenemos, y hasta la saciedad, es la forma de dominación que Colin Crouch ha llamado » postdemocracia «: un estado precario entre el imperio del pueblo y el imperio de las grandes corporaciones empresariales (que se aprovechan de la circunstancia de que el Estado ha renunciado a proteger a sus ciudadanos):

«No quiere eso decir que vivamos en un Estado no democrático, sino que el concepto describe una fase en la que, por así decirlo, hemos llegado al otro extremo de la parábola de la democracia. Muchos síntomas apuntan a eso en la naciones industriales, y lo cierto es que nos alejamos progresivamente del ideal de la democracia y nos movemos hacia un modelo postdemocrático.»

La postdemocracia se deja notar en el hecho de que los impulsos democráticos y los no democráticos se interpenetran, y ese proceso de descomposición interna no se desarrolla en forma de grandes escándalos, golpes de Estado o cambios sistémicos, sino en forma de erosión latente, de habituación acomodaticia, de «falta de alternativas». Diríase que, simplemente, no se puede hacer nada: ni contra los casos de corrupción directa y, sobre todo, indirecta; ni contra la creciente privación de poder experimentada por los parlamentos por causa de la complicidad del poder ejecutivo con los poderes económicos; ni contra las privatizaciones y las deslocalizaciones; ni contra la proliferación de subsociedades hostiles a la política, a la educación, y aun a la vida misma, que se toman todas las libertades, porque en sus ghettos -bloques prefabricados, drogas y televisión- no hay nada que perder; ni contra la medialización y la puerilización de la comunicación, que ha degenerado en una suerte de entretenimiento de masas en el que las cuestiones del poder y de la toma de decisiones se tratan sistemáticamente como si de rumores o enredos picantes se tratara, y, por lo demás, como un espectáculo sin fin; ni contra la manía de la vigilancia digital y la tendencia a la interpenetración mutua de economía y política; ni contra el triunfo de lo sistémico sobre lo moral (peculiaridad de todos los fundamentalismos, también del fundamentalismo capitalista que es el llamado neoliberalismo: mantener el sistema es el único objetivo pertinente; los elementos, en este caso, los seres humanos, las ideas y los proyectos, son de todo punto irrelevantes); ni contra las decisiones políticas originadas en restricciones aparentemente objetivas y en juegos de poder; ni contra el surgimiento de espacios horros de normas jurídicas y la aparición de medios sociales resistentes a la democracia; ni contra la disolución de la concurrencia, de ideas y de políticas, entre los partidos políticos, y la consiguiente degeneración de esa concurrencia en juegos de poder y en encuestas de popularidad. Etc.

Desesperados: en el medio

Las formas democráticas del gobierno y de los controles del gobierno son una cosa; la forma interior de la democracia, otra. Esta «democracia interior» de una sociedad sería un sistema en el que los distintos elementos que la componen dependerían unos de otros, al tiempo que serían independientes entre sí: una dependencia que consistiría en intereses y valores. La independencia tendría tal vez menos prestigio social y menos perspectivas de promoción profesional, pero no se vería amenazada de muerte social. La dependencia sería un pacto a plazo temporal que nunca, repito: en una sociedad democrática, nunca podría generar el tipo de dependencia esclavo/amo que generan las sociedades esclavistas o la dependencia de tipo mafioso producida por una comunidad sectariamente conjurada.

En el neoliberalismo, esas relaciones de dependencia e independencia han llegado a transformarse tanto como las condiciones de un control político de la economía y de un control democrático de la política. La mutua dependencia se espesa y condensa en los trechos medios. En cambio, se desarrolla en los márgenes una independencia interhumana y social fundamental: el joven matón que actúa en el subterráneo metropolitano, tan desinhibido a la hora de golpear hasta la muerte a otro ser humano, se parece en eso a un millonario gestor bancario al que no le parece nada extraordinario dejar que la sociedad en su conjunto refinancie su empresa para, al punto, volver a llenarse los bolsillos con «bonificaciones»: ninguno de ellos dos se siente realmente dependiente de nadie. Ya no hay para ellos relación social ninguna de reciprocidad que pudiera exigir un balance entre los intereses propios y los de los demás seres humanos o los del sistema democrático. Más allá de la dependencia democrática, los individuos, arriba no menos que abajo, se comportan de manera patentemente bárbara.

Quienes se hallan en los trechos medios del segmento social intentan desesperadamente incrementar una mutua dependencia ya suficientemente acentuada: llaman a aumentar todavía más los controles, pero con ello apuntan más a sí mismos que a los márgenes «irresponsables». En el medio está ya, a su vez, tan acentuada la dependencia jerárquica, que por doquiera se solapan las fronteras entre la dependencia democrática y la esclavista o mafiosa. La ley de la dependencia no sólo no permite ya a las personas que se hallan en el medio el desarrollo de sus posibilidades; ni siquiera les permite ya tener una consciencia, disponer de un lenguaje para conceptuar su situación de presidio. Lo llamamos corrupción, lo llamamos cobardía, lo llamamos sometimiento; pero no es sino una propiedad cotidiana del carácter que se ha convertido en táctica de supervivencia en un contexto vital de dependencia básica. Nos enfrentamos a la pérdida de opciones electorales -ya sea elegir entre hablar y callar- con sucedáneos electorales, como la elección entre [el supermercado] Aldi y [el supermercado] Lidl, o la elección entre el canal televisivo RTL y el canal televisivo ProSieben, entre entretenimiento informativo, entretenimiento documental y entretenimiento político. Y no sólo deberíamos aceptar, sino que tendríamos incluso que exigir que el sucedáneo de democracia exterior se iguale al sucedáneo de democracia interior, y que una contienda electoral se juzgue sobre todo conforme a su valor de entretenimiento, como cualquier concurso televisivo. De aquí que, para completar la forma política de la postdemocracia de Crouch, deberíamos también poder describir una forma social de la postdemocracia (la proliferación de espacios horros de normas jurídicas, de islas de dominación feudal y mafiosa, de dependencia laboral y de dependencia respecto de unos medios de comunicación situados más allá de la idea de lo que es el individuo libre). Postdemocrática es no sólo la esfera situada «ahí arriba»; postdemocrática es también nuestra vida cotidiana, nuestra vida laboral y nuestra vida cultural.

La postdemocracia no es, visiblemente, un estado más o menos estático que viene a suceder a una fase de florecimiento de la democracia, sino más bien un proceso de erosión que, según las circunstancias (por ejemplo, en una llamada «crisis económica»), puede acelerarse. Y el general consenso de que parece gozar tiene dos grandes causas.

La primera causa de nuestra colaboración es aquel miedo de que ya se habló. Sabemos que más allá de la postdemocracia sólo acechan los monstruos del terror, la dictadura, la descomposición, la anarquía y formas apenas moderadas de no-democracia. De manera que la postdemocracia no sólo se nos aparece como claudicación, no sólo se nos aparece como manifestación de decadencia, sino también como «baluarte». La postdemocracia siempre es mejor que nada de democracia.

Independientes: arriba y abajo

La segunda causa es precisamente aquel sistema de dependencia que en el segmento medio cultural de la sociedad no admite reparo alguno al consenso, ni siquiera un leve reparo al imperativo general que conmina al silencio: la crítica política y cultural en Alemania, por ejemplo, no puede mejorar.

Nos aferramos al «Caso Doris Heinze» en el canal televisivo de la NRD [1], porque allí, y de un modo perfectamente grotesco, alguien ha conseguido enriquecerse con el sistema de la dependencia, y así nos hacemos más ciegos ante las dependencias que desde hace ya mucho tiempo se han hecho sistema. Es verdad que la complicidad fue siempre recompensada y la veracidad, castigada, pero sólo con la nueva distribución de la dependencia se convierten la ceguera y la necedad en la medida de todas las cosas. Arriba y abajo, los seres humanos se han desligado a tal punto de dependencias, que han dejado de ser aptos para la democracia. Y los situados en el trecho medio, han llegado quedar a tal punto apresados por las dependencias, que han dejado de ser aptos para la democracia. Son los rituales del populismo mediático los que todavía mantienen todo esto en pie -postdemocráticamente-.

Nuestro propio embrutecimiento nos va resultando poco a poco inquietante. Suceden tantas cosas en la democracia que nos deparan malestar y miedo. Y por doquiera se dan también impulsos defensivos, resistencia, contestación. Pero nos falta el coraje para sacar la última conclusión y avilantarnos a pensar y a describir todo esto de consuno, no como consecuencia de debilidades del sistema, sino como un furtivo cambio sistémico, el cambio hacia un sistema en el que los bancos, y no los ciudadanos, son lo sistémicamente importante. Y nos falta el coraje, porque tal vez intuimos que eso nos llevaría inexorablemente a una devastadora conclusión, y es a saber: que el proyecto de la sociedad democrática está a pique de naufragar.

Nunca como en tiempos de elecciones «importantes» cobramos tanta consciencia de lo cerca que andamos del naufragio. Lo estupefaciente no es el discurso de la campaña electoral; lo estupefaciente es aquello que partidos, Estado y sociedad coinciden en dejar fuera del discurso. Diríase que nos hemos habituado a tener que «jugar a la democracia» para que nadie, y menos que nadie nosotros, se percate de la erosión del sistema.

Tenemos que fantasear como si nuestro sistema fuera más democrático de lo que en verdad es, porque tenemos que obnubilarnos y expulsar por esa vía a los dos sujetos más importantes del mundo. Por una parte, al Enemigo de la Democracia. ¿Y quién es? Pues el comunista, el fascista, el islamista, el terrorista, el fatalista, las chifladuras del Mal. Y por otra parte: nosotros mismos. Porque si nada hubiera ocurrido con la democracia, ¿quién tendría la culpa de ello, además de los chiflados del Mal? Precisamente. Y por eso es siempre mejor un poco de democracia que nada de democracia. Porque la existencia de unas elecciones que nada van a cambiar, aunque, «propiamente», eso es lo que se desea, será siempre mejore que la inexistencia de las mismas. ¿O no?

Democracia y libertad no son lo mismo. Libertad significa la posibilidad y la capacidad del individuo para moverse, para desarrollarse y para comunicarse y para estar seguro frente a las intervenciones arbitrarias, del Estado o de otras instituciones, en la configuración de su propia vida. Democracia significa la posibilidad y la capacidad del individuo para intervenir en las decisiones y en los controles del Estado y de la sociedad, para estar informado acerca de todos los procesos en curso en las instituciones legislativas, ejecutivas y judiciales. Democracia y libertad no son lo mismo, se condicionan mutuamente, pero también, a veces, entran en conflicto.

Así nacen las paradojas en la vía hacia la postdemocracia: una democracia que, para poder mantenerse, quiere arrebatar libertades a sus ciudadanos. Una sociedad, cuyos miembros se toman la libertad de ciscarse en la democracia. Por cierto: ¿acaso no eran antes las elecciones la práctica política destinada a codeterminar la esencia y la intensidad de las dependencias recíprocas? Quien se desentiende de toda dependencia, deja de interesarse por las elecciones, pero así pierde también su fe aquel cuya vida sufre de una sobredeterminación feudal-mafiosa de la dependencia. No le queda sino, como quien dice, acompañarse a sí propio como elector, y, divertido, asomarse a las encuestas, a los tertulianos mediáticos y a los sedicentes expertos. El populismo mediático convierte la contienda electoral en un espectáculo del que una cosa, con toda seguridad, está ausente: la libre voluntad.

La postdemocracia es el sistema social ideal para el capitalismo financiero moderno. De camino hacia ella, muchos se muestran dispuestos a contemplar pasivamente el desmontaje de sí mismos y las transformaciones sufridas por la democracia, pues ni ven amenazada su libertad personal, ni, por otro lado, en lo que concierne a sus intereses, esperan ya mucho del Estado (post-)democrático. Lo que significa, a la inversa, que ese Estado deja a las personas en la estacada, porque los intereses de la banca no pueden coincidir con los intereses de seres humanos «normales» como nosotros.

La segunda vía al nuevo comienzo

El modelo de evolución externa de la postdemocracia es tan conocido como los escenarios apocalípticos que acompañan a esa evolución: las sociedades democráticas se sienten amenazadas por las oleadas migratorias, por el terrorismo internacional y por los «Estados canallas», y para guarecerse de tamañas agresiones, no queda sino relativizar una parte de los derechos democráticos, cuando no abolirlos sin más. La policía, los servicios secretos y las administraciones trabajan como si sólo existiera la amenaza, y no el bien que pudiera verse amenazado.

Al propio tiempo, hay una evolución interna de la postdemocracia. Sus síntomas pueden apreciarse en la erosión del lenguaje. La huera parla política y el enmascaramiento de las realidades con eufemismos y cháchara publicitaria son sólo pequeñas maniobras de confusión. Porque lo cierto es que el fundamento de una sociedad democrática pasa por la homogénea comprensión de unos conceptos suficientemente claros. Mas, para nosotros, hasta los conceptos más fundamentales -el de «guerra», pongamos por caso- han perdido su carácter discursivo. En su lugar aparecen imágenes que -y aquí se cierra otra vez un círculo- sólo pueden discurrir por los circuitos regulares de las dependencias. Las imágenes resultan corrompidas en la misma medida que el lenguaje, pero en otras dimensiones. De manera que, en unas elecciones, no decidimos entre conceptos e ideas, sino entre imágenes y narraciones. Pero la postdemocracia, aquí o allá, ¿acaso no debe ser elegida?

Los tres «viejos» partidos, la Unión Democristiana (CDU), la socialdemocracia (SPD) y los liberales (FDP), se han abandonado más o menos incondicionalmente a las corrientes postdemocráticas. Ninguno de estos partidos quiere o está en situación de dosificar siquiera el ritmo de la postdemocratización. Los dos partidos relativamente nuevos, los Verdes y la Izquierda, se centran más bien en discursos de protección (del medio ambiente o de la justicia social), pero la libertad y la democracia como modelo comprehensivo de sociedad juegan en este contexto un papel más bien secundario también para ellos. Se está dispuesto a «democratizar» el propio campo de discurso: democracia ecológica de base, emancipación de género, robustecimiento de los derechos de los consumidores, codeterminación en el puesto de trabajo, y muchas cosas más por el estilo. Pero no se está en situación de someter a escrutinio crítico al conjunto del sistema. Se está muy lejos de un nuevo comienzo para el proyecto llamado democracia.

Pero quizá ha llegado la hora de que nosotros lo exijamos de una vez.

NOTA d. T: [1] Doris Heinze es una célebre guionista y productora televisiva que trabajaba para la cadena televisiva alemana pública NRD. Estando en plantilla de la cadena, no podía percibir plenamente derechos de autor por sus exitosos y populares guiones. Pero, según se ha descubierto en los últimos meses, durante años «compró» y pagó elevadas cifras por guiones de dos misteriosos autores que, a la postre, resultaron ser seudónimos de ella misma y de su marido. El pasado 20 de septiembre, la cadena NRD anunció su despido.

Georg Seeßlen es el más reconocido crítico cinematográfico de Alemania. Publica sus críticas en diarios como Frankfurter Runschau y en diversas revistas de izquierda como Feitag o konkret.

Traducción para www.sinpermiso.info : Amaranta Süss

Fuente: http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=2791