Las elecciones de este año para renovar el Parlamento Europeo han llegado a su fin y, aunque aún hace falta precisar los resultados oficiales de la jornada, las tendencias hasta ahora dadas a conocer en distintos países del bloque comunitario parecen ser lo suficientemente sólidas como para extraer de ellas un par de reflexiones, particularmente respecto de la que se perfila a ser su propensión manifiesta más interesante, importante y preocupante. A saber: la expansión y el fortalecimiento de los partidos y de las fuerzas políticas de extrema derecha dentro de dicha institución y lo que ello significa en términos de su capacidad para definir algunas de las políticas regionales más significativas y relevantes para los destinos de Europa, tales como las relativas a su posición sobre el cambio climático, al curso de la guerra en la frontera de Rusia, a la postura migratoria que sus 27 integrantes habrán de adoptar en los años por venir y, por supuesto, a la forma en que tanto en lo individual como en lo colectivo buscarán gestionar la creciente conflictividad social que se experimenta en la mayoría de estos países.
¿Cómo interpretar, pues, los resultados de estos comicios? Aquí van tres coordenadas de lectura iniciales.
En primer lugar está lo evidente: de un total de 720 escaños, alrededor de 500 (más o menos un 70% del Parlamento) fueron ganados por fuerzas políticas que se adscriben a sí mismas a alguna variante dentro del amplio espectro ideológico de la derecha: desde la que tradicionalmente se asume como la centro-derecha histórica (a la manera del Partido Popular Europeo) hasta sus variaciones más extremistas y/o radicales (del tipo del español VOX, el alemán Alternative für Deutschland, el italiano Fratelli d’Italia o el francés Rassemblement national). En los hechos, significa esto, sin duda, que el conjunto de las derechas europeas, más allá de las a menudo amplias y profundas diferencias programáticas que las suelen confrontar cuando se trata de definir una agenda común en la arena política regional, concentrarán en sus fracciones parlamentarias una enorme magnitud de poder legislativo, reduciendo a las izquierdas electas a una posición de absoluta marginalidad y a la incapacidad de contrapesar su agenda.
Y es que, si bien es verdad que, aunque en términos programáticos las afinidades ideológicas que existen entre estas derechas se suelen matizar —y a veces llegan hasta a desaparecer—, lo diverso de las tácticas y de las estrategias que cada una de ellas emplea para fortalecerse institucionalmente, para ampliar sus bases sociales de apoyo y para imponer sus agendas y sus intereses fundamentales no cambia en nada el hecho de que conjuntamente siguen siendo partícipes de un mismo patrón de poder regional cuya diversidad estructural pone en riesgo, desde distintos frentes, múltiples y muy diversas victorias conquistadas por las izquierdas y por los progresismos nacionales de toda Europa en las décadas recientes.
De ahí que, contrario a lo que ya comienza a asumirse como sentido común poselectoral en distintos espacios mediáticos e intelectuales occidentales —según el cual las mayorías relativas conquistadas por las derechas centristas deben ser vistas como un factor de moderación del extremismo—, más bien, las izquierdas y los progresismos de Europa y del resto de Occidente deban comenzar a reflexionar seriamente de qué manera y hasta qué grado la oportunidad histórica que les ofrece a todas estas derechas el ser mayoría en el Parlamento comunitario les permitirá construir nuevos consensos que anteriormente no podían si quiera aspirar a negociar sencillamente porque ni eran la fuerza dominante en el bloque ni, mucho menos, las correlaciones de fuerzas al interior de su propio espectro ideológico era el propicio para buscar ir más allá de su propio fortalecimiento nacional.
No tiene que perderse de vista, después de todo, que parte del fortalecimiento y de la consolidación que a lo largo de los últimos años han experimentado a nivel nacional las derechas ubicadas más hacia los extremos se ha debido, en gran medida, al éxito con el que éstas han logrado fagocitar, en tiempo récord, a aquellas otras derechas que, históricamente, habían asumido roles mucho más conciliadores, menos radicales o más de centro; frecuentemente obligándolas no sólo a correrse ellas mismas hacia los extremos sino, asimismo, a normalizar el discurso, la agenda ideológica y el programa de acción del extremismo (a veces, inclusive, hasta por pura supervivencia política propia, pues ahí en donde más ha crecido la extrema derecha entre los Estados europeos ésta lo ha logrado apropiándose de las bases sociales de apoyo de los partidos más moderados).
En este sentido, y teniendo en mente, por supuesto, el fracaso que ha significado, en distintos países de Europa, para las izquierdas, en particular; y para el progresismo, en general; el confiar en que las derechas moderadas serán capaces de atemperar a sus variaciones más extremistas para no desaparecer ellas mismas como una fuerza de derecha relevante en sus sociedades y, sobre todo, como una fuerza política puente entre derechas e izquierdas, a la luz de los resultados obtenidos en los comicios del Parlamento Europeo habría que colocar en su justa dimensión analítica a las capacidades políticas con las que puedan llegar a contar las fracciones parlamentarias más extremistas, a pesar de ser minoritarias frente a las bancadas de centro, para hacer que éstas se radicalicen cada vez más, con tal de no ser presentadas ante los pueblos de Europa o bien como una derecha falsa, débil y/o cobarde o bien como una derecha traidora, por preferir la negociación de consensos con las izquierdas antes que defender auténticamente los intereses y el mandato popular de su propio electorado orgánico.
En segundo lugar, un dato que podría ofrecer, aunque sea ilusoria y superficialmente, cierto consuelo a las izquierdas europeas derrotadas en estos comicios: si bien es verdad que, en términos continentales, los resultados electorales obtenidos por las derechas suponen una victoria absoluta ante las izquierdas y el progresismo, lo que se observa desde un punto de vista que privilegie el ángulo nacional al momento de analizar la situación es que el arrastre de las fuerzas de derecha, en general; y de sus variaciones más extremistas y/o radicales, en particular, sigue siendo relativo. De ello da cuenta el hecho de que la mayor proporción de escaños ganados por estos partidos se centra en apenas un puñado de espacios nacionales: Francia e Italia disputándose el primer y el segundo lugar como los liderazgos mayoritarios y, muy lejos de ellas, las participaciones de Austria, España, Alemania, Bélgica, Portugal, etcétera.
En la práctica, claro está, significa esto que, aunque se aprecia cierta tendencia histórica a la expansión geográfica continua, sistemática, de las derechas y de las extremas derechas a lo largo y ancho del continente, sus espacios de cobertura siguen siendo limitados y están lejos de ser homogéneos. Todo lo cual, dicho sea de paso, no altera en nada el que los Estados-nacionales en los que más escaños conquistaron los espectros de la derecha son, al mismo tiempo, los más grandes del continente y algunos, también, de los que hoy por hoy ejercen mayores presiones en la definición de las políticas comunes de la Unión. Si se presta la suficiente atención, inclusive, los resultados de los comicios europeos de este año revelan con enorme precisión y gran nitidez la disputa interna por la determinación geopolítica del continente que desde hace un par de años vienen peleándose Ursula von der Leyen, por un lado, y Emmanuel Macron, por el otro. La presidenta de la Comisión Europea con la clara intención de fortalecer a la Europa de los 27 como un bloque de poder con mayores grados de autonomía relativa y un rol mucho más activo en la periferia de Europa y el titular del poder ejecutivo nacional francés con la manifiesta voluntad de hacer de la Unión Europea la plataforma desde y sobre la cual Francia sea capaz de convertirse en un líder regional y en un actor internacional con posibilidades de disputar el relevo hegemónico de Estados Unidos a China (o por lo menos hacer de Francia un contrapeso real y efectivo ante el avasallante poderío de Estados Unidos, de China y de Rusia sobre el viejo continente).
Ahora bien, paradójicamente, este desarrollo desigual, diferencial y diferenciado, de las derechas y de las extremas derechas en Europa se debe a la forma en que responden circunstancialmente a los mismos vectores; es decir, a los modos en los que las mismas problemáticas comunes se singularizan territorialmente, en función de los intereses propios de cada Estado-nacional dentro del bloque comunitario. Así, por ejemplo, mientras que la retórica belicista (respecto de la invasión rusa a Ucrania, sobre todo, aunque el exterminio israelí de Palestina también juega un rol importante aquí) operó en favor del fortalecimiento de las extremas derechas ahí en donde éstas se oponen al involucramiento de sus sociedades en una guerra a la que perciben demasiado lejos de sus fronteras y de sus intereses nacionales (caso del austriaco Freiheitliche Partei Österreichs y, en alguna medida, del alemán Alternative für Deutschland); en otras latitudes del bloque regional esa misma narrativa se convirtió en un catalizador excepcional de virulentos sentimientos patrióticos favorables a la ampliación del conflicto bélico (como en Rumania y Hungría).
Muy pocos son, en realidad, los vectores capaces de unificar al grueso de las fuerzas de derecha y de extrema derecha a lo largo y a lo ancho del continente, al margen de las circunstancias nacionales por las que se atraviese en cada caso. La oposición a la migración africana y desde el Medio Oriente es uno de ellos.
En tercer lugar, para comprender los resultados de estas votaciones tampoco habría que ignorar la carga de responsabilidad que en ello jugaron las decisiones tomadas por múltiples y muy diversas fuerzas políticas de centro-izquierda en relación con, por lo menos, tres temas: i) en lo concerniente al apoyo que ofrecieron a la guerra en Ucrania y al genocidio en Palestina (hasta que tardíamente algunas de ellas optaron por cambiar de posición y asumir un tibio pacifismo ante Rusia y una igualmente mesurada condena de los excesos israelíes); ii) en lo relativo al soporte que dieron a la subordinación de los intereses nacionales de cada Estado ante las necesidades del bloque (que en última instancia suelen ser las necesidades de sus actores más poderosos y dominantes y, entre ellos, las de sus clases dirigentes); y, iii) por supuesto, en lo tocante a la gestión que hicieron de la conflictividad social experimentada en sus territorios, sobre todo recurriendo indiscriminadamente a su represión abierta y directa o, en el mejor de los casos, a su desprecio.
Y es que, en efecto, actuando como lo hicieron en cada una de estas agendas, al final, en vez de distanciarse y de diferenciarse de sus adversarios ideológicos de derecha, liberales, socialdemócratas y socialistas por toda Europa más bien tendieron a mimetizarse o, por lo menos, a identificarse con las posiciones asumidas por quienes se supone que son la encarnación de su antítesis.
Finalmente, quizá, también habría que decir algo sobre un aspecto que está costando mucho trabajo comprender y procesar a las izquierdas y al progresismo de Occidente: hasta el momento, tejer cordones sanitarios alrededor de las extremas derechas no ha funcionado en absoluto para desactivar lo que de razonable parece haber en sus discursos acerca una miríada de temas. Piénsese, por ejemplo, en la dura crítica que ha hecho Giorgia Meloni a la subrogación de vientres de mujeres pobres o en situación de marginación o, por otra parte, en lo mucho que ha insistido Marine Le Pen sobre la necesidad de proteger a las clases trabajadoras de su país ante la voracidad de los grandes capitales transnacionales. Y es que, aunque en ambos casos sin duda se puede poner de relieve la falsedad tanto del diagnóstico como de la solución (es decir: tanto en el fundamento de su crítica como en la sustancia de la alternativa que proponen a dicha situación), ello no significa que, en el fondo, una y otra no estén siendo capaces de darle voz y/o visibilidad a demandas populares con un profundo sentido democrático y/o de justicia social frente a fenómenos singulares de dominación, explotación y marginación sociales.
De ahí que, si las izquierdas derrotadas en estas votaciones en verdad buscan comprender la dimensión de su descalabro y reponerse de él, deban, necesariamente, prestar atención a aquellos sectores de la población que no están siendo capaces de representar y de dar solución a sus inquietudes; al mismo tiempo que comprender en dónde sus respuestas ante la crisis por la que atraviesa Occidente se parecen demasiado a las que ofrecen sus adversarios de derecha y/o de extrema derecha. De lo contrario, lo único que les queda es la cómoda posición del conformismo que se complace en denunciar o en tender cercos sanitarios alrededor de ellas, pero sin alcanzar a combatirlas política y culturalmente. Por ahora, por lo pronto, pueden regodearse en su propio fracaso explicando a los pueblos de Europa y del mundo que, en gran medida, el avance de las derechas en el parlamento se debió a los amplísimos márgenes de abstención registrados en las urnas y a su correspondiente incremento en la participación de las bases sociales de apoyo de las derechas (y no tanto, como cabría suponer, a su fortaleza intrínseca). Sin embargo, más adelante también tendrían que explicar las razones por las que es el electorado de derechas el que más está buscando participar en ejercicios democráticos como éste y por qué, por otra parte, entre el resto de la ciudadanía de sus países parece campear un agudo sentido de desencanto político: lo suficientemente hondo como para no interesarse, si quiera, por contener el peligroso crecimiento del extremismo en la Unión.
Ricardo Orozco, internacionalista y posgrado en estudios latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México. Integrante del Grupo de Trabajo sobre Geopolítica, integración regional y sistema mundial de CLACSO. razonypolitica.org
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