Recomiendo:
0

La Europa del capital en la Constitución Europea

Fuentes: Exodo

Cualquier análisis de la llamada Constitución europea ha de iniciarse negando su carácter de verdadera constitución. Basta una somera lectura para darnos cuenta de que se reduce a un simulacro, a una pantomima. Nos encontramos más bien ante un Tratado, farragoso, lleno de excepciones, limitaciones y salvaguardas en el que se adivina fácilmente la auténtica […]

Cualquier análisis de la llamada Constitución europea ha de iniciarse negando su carácter de verdadera constitución. Basta una somera lectura para darnos cuenta de que se reduce a un simulacro, a una pantomima. Nos encontramos más bien ante un Tratado, farragoso, lleno de excepciones, limitaciones y salvaguardas en el que se adivina fácilmente la auténtica naturaleza de la Unión y su finalidad última: implantar un espacio económico de libre circulación de mercancías, de capitales y una unión monetaria que facilite las transacciones comerciales y financieras, con ausencia de cualquier intervencionismo estatal, como no sea aquel mínimo necesario para que los mercados funcionen. El modelo trazado constituye pues el ideal de los intereses empresariales y económicos, la Europa del capital.

Sin duda, lo más sintomático de la nueva Constitución es precisamente su negación de tal o, dicho de otro modo, las ausencias y carencias de todos aquellos elementos que configuran una Unión Política, propios de un verdadero texto constitucional y que actuarían de contrapeso al mercado. A principios de la década de los ochenta, a la Comunidad Económica Europea , que durante muchos años había permanecido más bien estancada, se le presentaba una disyuntiva: crecer en intensidad o en extensión. Desde el Acta Única, y no digamos desde el tratado de Maastricht, se vio claro que la elegida era la última opción. Por si quedaba alguna duda, la reciente ampliación tendría que haber desengañado por completo a los más crédulos. En la Europa de los seis era posible pensar en la Unión Política ; en la de los quince, difícil; en la de los treinta con países tan heterogéneos, inviable, y no digamos si un día Turquía accede al círculo de los elegidos.

Hoy no titubearíamos en calificar de capitalistas a la mayoría de los países europeos. Pero tal término resulta ambiguo, sobre todo si nos fijamos en la heterogeneidad que comporta tanto histórica como geográficamente. El capitalismo, como sistema económico, ha sufrido fuertes transformaciones. Nada tiene que ver el capitalismo liberal de los siglos XVIII y XIX con el Estado social asumido en la actualidad, al menos en sus constituciones, por la mayoría de los países occidentales. El orden político-económico que hemos denominado Estado social y que se ha mantenido en nuestros países a lo largo de buena parte del siglo XX constituye un sistema mixto, mitad capitalismo, mitad socialismo, porque si bien se acepta la propiedad privada y la economía de mercado, a ninguna de estas dos realidades se les concede un carácter absoluto sino que están subordinadas a la economía general y al interés social.

El principio que subyace bajo esta concepción política es el de que el mercado no es un sistema espontáneo, perfecto y autorregulado que pueda abandonarse a sus propias leyes y que, por lo mismo, necesita de la intervención, corrección y controles estatales. En primer lugar, porque no asigna eficazmente los recursos ni distribuye de manera equitativa la renta. En segundo lugar, porque si el Estado -es decir, la sociedad organizada democráticamente- no controla la economía será el poder económico el que controle al Estado y a la sociedad. Para los defensores del Estado social, la negación de éste implica también la negación del Estado liberal y democrático, ya que, bajo tal apariencia, se instaurará una de las peores dictaduras por ser anónima e impersonal, pero muy eficaz, la dictadura del capital.

El Estado social consiste, en definitiva, en aceptar el especial protagonismo del Estado en el proceso económico. Son, por consiguiente, los poderes públicos los responsables del desarrollo económico pudiendo contar para ello con todo tipo de instrumentos, incluyendo la intervención directa como empresario e incluso la reserva de sectores o recursos, cuando así lo exija el interés general. Esta concepción política genera su consecuencia más inmediata en que no sólo se tutelan derechos civiles, sino también, y con la misma relevancia, económicos. En primer lugar, el derecho a un puesto de trabajo que, para convertirse en efectivo, va acompañado del mandato a los poderes públicos de realizar una política de pleno empleo, porque de lo contrario, el ejercicio del derecho por una parte de la población lleva implícita la negación del mismo para el resto.

En segundo lugar, los derechos derivados de la protección social, lo que se ha dado en llamar en otras latitudes el «Welfare State» o economía del bienestar, de los que el Estado es garante: seguridad social pública, prestación por desempleo, pensiones adecuadas y periódicamente actualizables, sanidad pública, educación, vivienda digna y adecuada, impidiendo los poderes públicos la especulación del suelo, y toda una larga lista de previsiones recogidas en la mayoría de las constituciones europeas y, desde luego, en la española.

El Estado Social debe constituirse como un Estado financieramente fuerte con un sistema fiscal dotado, por una parte, de la suficiencia necesaria para atender las obligaciones anteriormente señaladas y, por otra, de la progresividad adecuada para ser uno de los principales instrumentos en la redistribución de la renta corrigiendo así el reparto primario que realiza el mercado.

Pues bien, son todos estos elementos los que no sólo se encuentran ausentes de la llamada Constitución europea, sino que además ésta diseña un juego de competencias y reglas que los obstaculizan e impiden. Esta afirmación puede parecer arriesgada. Habrá sin duda quien mantenga que es suficiente ojear el índice para comprender que no es cierta. Es verdad que a lo largo de sus páginas aparecen con frecuencia declaraciones de principios grandilocuentes: empleo elevado (curiosamente no se habla de pleno empleo) salarios adecuados, condiciones de trabajo justas, etcétera. Pero todo eso no basta si no se habilitan los mecanismos pertinentes o incluso si se diseña un sistema en el que resulte imposible su cumplimiento. Es verdad que los primeros artículos pueden inducir a confusión y hacernos pensar que los valores del Estado social son asumidos por la Unión , pero basta adentrarnos en el juego de las competencias para comprender que, en la práctica, se niega lo que se pretende proclamar en la teoría.

En primer lugar, en el Tratado que da a luz la llamada Constitución europea, todos estos elementos que, configuran el Estado social quedan al margen de las competencias de la Unión. Éstas, según el artículo I-13 de la primera parte, se circunscriben en exclusiva a la unión aduanera, a las normas sobre competencia para el funcionamiento del mercado interior, a la política monetaria de los países cuya moneda es el euro, a la conservación de los recursos biológicos marinos dentro de la política pesquera y a la política comercial común. En el artículo I-14 se determinan también unas competencias compartidas con los Estados miembros, entre las que se encuentra la política social, pero tan sólo en los aspectos definidos en la parte III ; y cuando se examina ésta última aparece de forma clara que la única competencia radica en una estipulación de mínimos realmente parva y además condicionada a que cualquier avance deba aprobarse por unanimidad, que sin duda en una Europa de los treinta es condenar esta política al inmovilismo y a la esterilidad. Los aspectos sustanciales de un Estado social: fiscalidad, política laboral, política social, etcétera, quedan recluidos al ámbito de los Estados miembros, con el agravante de que los otros parámetros de la Unión les impedirán llevarlos a cabo.

A pesar de lo que pueda parecer a primera vista, la Unión Europea renuncia a todo protagonismo en materia económica y a cualquier corrección o intervención en el mercado. O, mejor dicho, su intervención se reduce a mantener la competencia, especialmente a que ningún Estado miembro otorgue un trato de favor a sus empresas nacionales en contra de las extranjeras. Cuando se lee con detalle el Tratado se ve que esta idea es la que domina todo el texto. No sólo porque sea extensísima la parte que se dedica al mercado único, a la política comercial y a una teórica defensa de la competencia, sino porque en gran parte del resto, al tratar cualquier otra materia, se tiene muy presente esta finalidad, hasta el extremo de condicionar cualquier medida o principio a que no interfiera lo más mínimo el juego del mercado. En cierto modo, de ahí deriva el carácter farragoso del texto, lleno siempre de incisos y excepciones.

Si la Constitución española -y en mayor o menor grado todas las constituciones europeas- supedita la economía de mercado y la propiedad privada al bien general y a la utilidad pública, el tratado constitucional que próximamente vamos a votar invierte los términos, todo se supedita a la libertad de mercado. En la Unión , la política económica se reduce a la política comercial, entendida ésta como defensa a ultranza del libre cambio. Sólo hay una excepción, la política agrícola y pesquera, mostrando así, bien a las claras, la incoherencia que ha presidido la construcción del proyecto, determinado mucho más por el equilibrio de intereses que por un sistema consistente.

Pero, con todo, lo peor no es la inhibición que la Unión adopta frente al mercado, sino que en su frenética búsqueda de esa quimera llamada competencia obliga a los Estados nacionales a inhibirse también. Hay pues un cambio radical del modelo político y económico, un retorno al modelo neoliberal, al de laissez faire, laissez passer, en el que la Unión se transforma no sólo en pieza pasiva sino en gendarme de la autonomía del mercado. El problema es que, tal como se demostró en el pasado, el calificativo de libre aplicado al mercado suele ser un espejismo. Los mercados casi siempre están controlados, y cuando los poderes políticos renuncian a la intervención es el poder económico, el capital, el que los domina. Ello es tanto más cierto en los momentos actuales en los que la concentración empresarial y la acumulación capitalista alcanzan niveles jamás conocidos.

Algo similar ocurre con la política fiscal. El sistema tributario es uno, si no el principal, de los instrumentos con los que el Estado social cuenta a la hora de corregir la injusta distribución que el mercado realiza de la riqueza y de la renta. La Unión ha renunciado a asumir cualquier papel activo en esta materia, abandonando tal competencia en manos de los Estados nacionales. Ha desistido de contar con impuestos propios y sus recursos, realmente escasos, provienen de los países miembros. Quizás, la mejor prueba de cómo la Unión se organiza alrededor de un esquema liberal sea el montante ridículo que alcanza su presupuesto. No hay Estado, por federal y liberal que sea, cuyo presupuesto se reduzca al 1,23% de su PIB. Y, desde luego, no se encuentra el menor atisbo en todo el texto del Tratado que pudiera hacernos pensar que el proceso va a caminar por otros derroteros. Con presupuesto tan raquítico resulta claramente imposible concebir que la Unión pueda erigirse en contrapoder de las fuerzas económicas.

La renuncia de la Unión a una política fiscal común implica lógicamente también que se inhibe de corregir la desigual distribución de la renta que realiza el mercado, no sólo en el ámbito territorial y regional -los fondos de cohesión y estructurales son sólo un remedo-, sino también en el ámbito personal. La Unión no asume competencias directas en materia de política social; pensiones, seguro de desempleo, sanidad, educación, etcétera, son competencia de los Estados miembros. La Unión , como en otros muchos temas, se reserva en exclusiva la facultad de emitir alguna norma armonizadora; pero esta facultad, al menos en tal materia, es mucho más teórica que real, pues el Tratado exige para su aprobación la unanimidad de todos los Estados miembros. Pensar que treinta países tan diversos y heterogéneos, con políticas fiscales y sociales tan distintas, van a ponerse de acuerdo, sin que exista un sola discrepancia, para dictar una norma común no deja de ser mera fantasía. En todo caso, la ley armonizadora sería tan de mínimos que carecería de cualquier eficacia.

Lo mismo cabe afirmar de la política laboral. La legislación en materia de mercado de trabajo es competencia exclusiva de los Estados miembros y toda pretensión de armonización queda cercenada por la obligación de adoptar el acuerdo por unanimidad, lo que raya en lo imposible en una Europa de los treinta, sobre todo cuando se trata de países tan heterogéneos.

Hasta el momento, la Comunidad Económica Europea ha estado muy lejos de asumir cualquier competencia directa en política fiscal, social o laboral, pero tampoco ha logrado ninguna armonización en las políticas de los Estados miembros, mas allá de cuatro principios generales en materia social y laboral y algunas normas concretas en la imposición indirecta orientadas a su única preocupación: que el mercado único funcione. El texto del tratado constitucional no introduce de cara al futuro cambio alguno en este esquema. Es más, lo blinda, exigiendo, como ya se ha dicho, para todo acuerdo la unanimidad, lo que convierte en tarea imposible el mínimo avance.

La resultante de todas estas variables no puede ser más que la muerte del Estado social. Por una parte, la nueva Constitución exime a la Unión Europea de cualquier actuación y competencia directa en la materia, encomendando teóricamente estas finalidades a los Estados miembros, pero al mismo tiempo constituye un esquema de funcionamiento que hará imposible que estos cumplan tales objetivos. La libre circulación de mercancías y capitales, y la ausencia de una política fiscal, social y laboral común, o al menos una cierta armonización de las políticas de los Estados miembros, introducirán a estos en un proceso de absoluta debilidad frente al capital que amenazará a cada país a emigrar a otras latitudes con condiciones más beneficiosas para sus intereses en materia fiscal, social y laboral.

Cada Estado, para atraer capital y no desvertebrarse económicamente, se verá forzado a liberar más y más a las empresas y al capital de toda tributación, por lo que los sistemas fiscales irán evolucionando hacia parámetros más injustos basados exclusivamente en impuestos indirectos y gravámenes sobre las nóminas; deberá reducir progresivamente los gastos sociales, incapaz ya de mantenerlos después de haber desarticulado su sistema tributario y se verá obligado a desmantelar su legislación laboral eliminando todos los mecanismos de protección al trabajador en un intento de dar facilidades a las empresas y evitar su deslocalización. En la Europa de los 30 se pierde toda esperanza de que los países mas pobres y desprotegidos socialmente lleguen a asimilarse a aquellos que gozan de salarios más elevados y de protección social más alta; mas bien serán estos los que tenderán a las condiciones laborales y sociales de los primeros si no quieren que muchas de sus empresas emigren, caiga la producción y el paro se incremente.

El sistema que se consolida condena a la impotencia a los poderes democráticos nacionales sin que en la Unión se instaure ningún otro poder político con facultades para asumir las competencias que los Estados miembros ya no pueden ejercer. El poder deja de ser democrático porque se traslada de los gobiernos a las fuerzas económicas. Se produce una transformación política de enorme envergadura, un salto brutal al pasado, el Estado social desaparece para dejar paso al imperio del capital.