Francia al borde de la insurrección, es el comentario que surge esta mañana. Allons enfants de la patrie… La Marsellesa resuena a lo largo y ancho del país. Quienes apostaron al frío hivernal, a la resignación, ven con horror que los chalecos amarillos no ceden. 10 mil granadas lacrimógenas utilizadas ayer, «nos quedamos sin munición» […]
Francia al borde de la insurrección, es el comentario que surge esta mañana. Allons enfants de la patrie… La Marsellesa resuena a lo largo y ancho del país. Quienes apostaron al frío hivernal, a la resignación, ven con horror que los chalecos amarillos no ceden. 10 mil granadas lacrimógenas utilizadas ayer, «nos quedamos sin munición» declara un policía. La irresponsabilidad del gobierno transforma las reivindicaciones económicas en reivindicaciones políticas: se pone a la orden del día la disolución de la Asamblea Nacional. Macron persiste, no escucha, no ve. Dios ciega a quienes quiere perder…
Una dama de una edad cierta, aprovecha el micrófono que le tiende un periodista y blandiendo un cartel declara: «Estoy indignada. Eso dice mi pancarta. ¡Indignada! «Es la primera vez de su vida -como muchos otros- que sale a la calle a manifestar. Los jubilados son legión entre los chalecos amarillos que bloquean las calles y rutas de Francia. Uno de ellos, en Marsella, opina: «Hace 40 años que nos aprietan el cinturón, que reducen las pensiones, que aumentan los impuestos, y ahora ya basta. Se terminó».
Los medios sacan cuentas interesadas y aseguran, cifras en mano, que cada vez menos franceses manifiestan en las calles. No obstante, las imágenes muestran exactamente lo contrario. La TV, al servicio de los propietarios de los canales, muestra escenas de violencia. Solo escenas de violencia. Sin embargo la inmensa mayoría de las manifestaciones son pacíficas, y la última encuesta señala que un 84% de la población apoya el movimiento.
El ministro del Interior -un socialista pasado a la derecha, en fin, un socialista- denuncia el extremismo de izquierda y de derecha. Otro ministro del pinche gobierno declara que los manifestantes son «hordas pardas», evocando así el nazismo. Sin embargo se trata de un movimiento espontáneo, de envergadura nacional, cuyos manifestantes no admiten ser asimilados a ninguna organización política. Los opinólogos, que en estos días portan pañales, estiman que ello revela la crisis de representatividad de los partidos políticos.
¿Qué reivindican los chalecos amarillos? Si el aumento del precio de los carburantes fue la chispa que encendió la pradera, las reivindicaciones, diversas y variadas, pueden resumirse en una sola: «Queremos poder vivir del salario que ganamos».
Simple y complejo a la vez. Francia es el país de la Unión Europea cuyo Estado colecta más impuestos, tasas y cotizaciones: casi el 50% del PIB. Sin embargo, los servicios públicos desaparecen, se hacen escasos, caros y de mala calidad, allí donde fueron abundantes, gratuitos y los mejores del mundo.
¿Adonde va el dinero de nuestros impuestos? es una pregunta frecuente en boca de los chalecos amarillos. Al mismo tiempo, Francia es el país que más dividendos distribuye entre los accionistas de las grandes empresas: otro record. Los salarios de los «grandes patrones» se cuentan en millones de euros al año, sin contar las stock-options, las jubilaciones de privilegio, los millonarios seguros de desempleo, aviones privados, lujosas residencias y otros caramelos que los altos «ejecutivos» se auto asignan con la generosidad que conviene a quienes pagan con dinero ajeno.
Carlos Ghosn, presidente del grupo Renault-Nissan-Mitsubishi, personifica -muy a su pesar- el abuso.
Hasta hace un par de semanas declaraba que los obreros de Renault ganan demasiado. Él mismo percibe 18 millones de euros al año. Una miseria a sus ojos, lo que le llevó a defraudar al Fisco japonés, pagarse algunas propiedades inmobiliarias en los EEUU con dinero de la empresa, amén de otras indelicadezas. Entre ellas el avión privado del cual le sacó la policía japonesa para meterlo en prisión, donde está ahora, acusado de una larga lista de delitos fiscales.
El servicio de impuestos nipón, algo más eficiente que su homólogo chileno, llevaba largos meses investigando a Nissan. Los ejecutivos de la empresa delataron a Ghosn para librarse, así sea parcialmente, de las duras penas de prisión que les esperan. La Justicia japonesa no acostumbra, como la chilena, condenar a penas de libertad a los delincuentes de cuello y corbata. Ghosn, nombrado en su cargo con el aval del gobierno francés accionista de Renault, omitió declarar 40 millones de euros de ingresos. Un ‘olvido’, a menos que no se trate de un ‘error’.
De modo que la cuestión de fondo es la distribución de la riqueza creada con el esfuerzo de todos. Ningún chaleco amarillo quiere «bonos», ni «ayudas», ni «subsidios». Solo poder vivir dignamente del salario ganado honestamente. O de la pensión obtenida al cabo de más de 40 años de dura labor. Eso exige aumentar salarios y pensiones. Dotar los servicios públicos de los presupuestos que reclaman en vano desde hace décadas.
¿Y la competitividad? ¿Y el equilibrio presupuestario? ¿Y la deuda soberana?
Los chalecos amarillos sugieren cobrarle impuestos a quienes acumulan fortunas obscenas gracias al trabajo de millones de asalariados y que, ocultándose en los paraísos fiscales, pagan menos impuestos que la señora Juanita. Lo que cuesta caro en Francia no es el trabajo: es el capital, remunerado a tasas escandalosas. Las grandes fortunas crecieron, en el año 2017, en un 20%. ¡Un 20 %!
¿Cuánto suma el fraude fiscal cada año en Francia? € 70 mil millones. Setenta mil millones de euros. Jean-Claude Juncker, actual presidente de la Unión Europea, durante 30 años ministro de Finanzas y Primer Ministro de Luxemburgo, confesó haber organizado el fraude fiscal de cientos de multinacionales, sustrayendo de los presupuestos de los países de la Unión Europea más de dos billones de euros… Dos millones de millones de euros…
Pierre Perret, un muy popular compositor galo, el rostro triste, decía en la TV: «Hay que apoyarles. Ya no pueden más. Comen solo fideos cada día. No pueden salir ni a visitar a su familia».
Cuando en el año 1789 las mujeres de los barrios pobres de París salieron a la calle porque ya no tenían pan con que alimentar a su prole, la reina Marie-Antoinette exclamó divertida: «¿No tienen pan? ¡Pues que coman bollos!»
Algunos días más tarde esas mujeres vinieron a buscarla a Versalles. El resto es historia conocida.
En un esfuerzo gigantesco los sans-culotte hicieron posible que la imaginación llegase al poder. Y con su «sang impur» regaron los surcos de Francia para liberarla de la opresión de las monarquías.
1789, 1830, 1848, 1871, 1968… Algunos esperaban Mayo de 2018.
Será Diciembre.