Los europeos viven con inquietud unos problemas que se agravan o que no encuentran solución. Pero estos problemas no tienen nada o casi nada que ver con la política europea que se gestiona en Bruselas. No sólo el paro sigue siendo elevado en muchos países y la precariedad laboral aumenta, sino que todo el mundo […]
Los europeos viven con inquietud unos problemas que se agravan o que no encuentran solución. Pero estos problemas no tienen nada o casi nada que ver con la política europea que se gestiona en Bruselas. No sólo el paro sigue siendo elevado en muchos países y la precariedad laboral aumenta, sino que todo el mundo siente, en Europa y sobre todo en los países en los que el Estado de bienestar (Welfare State) había avanzado más, que hoy es necesario transformar este sistema. Los déficit de la Seguridad Social y de otros organismos obligan a ello; continuamente aparecen nuevos gastos que, a su vez, son prioritarios, como los cuidados a las personas mayores dependientes. Pero nadie quiere -y con razón- abandonar el modelo social europeo que ha hecho que, a fin de cuentas, el estar protegido por un sistema de sanidad y un sistema educativo prácticamente gratuitos represente una ventaja que no tiene casi ningún país del mundo, salvo si está vinculado al sistema europeo, como algunos grandes países de la Commonwealth. Estamos en una fase difícil en la que un Gobierno de derechas corre el riesgo de ser rechazado por la población si aborda cambios en la Seguridad Social o incluso en el conjunto del sector público. Una gran mayoría de la población en Europa desconfía de las soluciones liberales como las que triunfan en Estados Unidos, aunque todo el mundo reconozca que las medidas más necesarias se codean con unos excesos que hay que corregir en el vasto conjunto de esta política pública. Y la izquierda sabe al menos igual de bien que no puede tocar el «sector público», es decir, precisamente esa gestión estatal del gasto público cuyos efectos son tan negativos, en especial en las universidades y en los hospitales universitarios. El mantenimiento del statu quo es imposible y la vuelta a una gestión liberal de la sociedad lo es tanto o incluso más. La única solución es encontrar nuevos métodos de gestión del gasto público. Algunos países ya han dado un paso adelante, por ejemplo Holanda, pero en conjunto en ningún lado se ha perfilado un nuevo tipo de intervención pública que permita garantizar a mejor coste unas formas de protección social al menos tan buenas como antes. Estos problemas son tan difíciles de resolver y el paso de un sistema de intervención pública a otro, saltando por encima del torrente liberal, es tan arriesgado, que los Gobiernos que acometen medidas de este tipo sufren reveses y corren unos riesgos a menudo vitales. Este año, el canciller Schröder es el que ha pagado el precio más alto, pero se puede considerar que el Gobierno de Jean-Pierre Raffarin, cuyas reformas no obstante han sido hasta la fecha muy limitadas, ha provocado un fuerte movimiento de desconfianza y de oposición hacia sus medidas y sus proyectos.
¿Qué pinta Europa en todo esto? Poca cosa. En cualquier caso, las opiniones públicas no ven una relación, sencillamente porque no saben quién decide, qué se decide y cómo se decide en Bruselas y en Estrasburgo. La integración europea a nivel político y psicológico no sólo no avanza, sino que probablemente esté en retroceso. Hemos visto en la mayoría de los países formarse movimientos nacional-populares, cuya subida es en ocasiones brutal y de vida corta pero que, como en el caso del Frente Nacional en Francia, logran implantarse. Si mañana todos los países organizasen unos referendos sobre la Constitución, como propone Tony Blair para Gran Bretaña, ¿quién puede asegurarnos que todas las respuestas serían positivas? Analizándolo retrospectivamente, podemos pensar que si todos los países europeos hubiesen tenido que adoptar el Tratado de Maastricht mediante referéndum, lo que se produjo en Francia con una mayoría del 50,5%, muchos países lo habrían rechazado. No sólo la construcción europea es llevada a cabo de manera no democrática por una alianza de jefes de Estado y altos funcionarios, a menudo con grandes cualidades, sino que la lógica de la «gente» está cada vez más alejada de la de la Comisión e incluso del Parlamento Europeo. ¿Puede durar esta situación? Seguramente, no. Acabamos de recibir una advertencia importante: los países del Este, ex comunistas, que habían solicitado con tanto ardor su incorporación a Europa, después de que Polonia se aliase con EE UU de manera espectacular en Irak, acaban de manifestar su falta de interés por Europa al no participar apenas en la elección propuesta. Además, todo el mundo puede comprobar que la situación no va peor, e incluso a menudo va mucho mejor, en los países que no se han incorporado a Europa o que lo han hecho de forma muy parcial, que en los que son buenos alumnos de la Unión Europea. Hay que tomar una decisión rápida: o bien se crea un sistema político europeo con unos partidos europeos y una responsabilidad real de gobierno, es decir, de la Comisión ante el Parlamento Europeo, o bien se admite, con todos los riesgos que esta decisión comporta, que la construcción europea debe seguir desarrollándose en el nombre de una estrategia mundial y no de la satisfacción de las necesidades más inmediatas de los europeos.
Probablemente, el problema de la supervivencia de Europa se planteará durante la presidencia de aquel que sea elegido unos días después de las elecciones. Nadie piensa que se renunciará a todas las medidas de integración económica que se han realizado y que en su mayoría han tenido unos efectos favorables. Pero se abandonará definitivamente el «mito europeo». Incluso ahora que ha sido adoptada la Constitución por los jefes de Estado, hay quien todavía habla de «patriotismo de la Constitución», como lo hacían hace pocos años Jürgen Habermas y algunos alemanes más, que se comprende fácilmente que deseen reforzar el Estado europeo para protegerse de las desviaciones siempre posibles de un Estado alemán que hizo sufrir a toda Europa en un pasado reciente. La hipótesis más optimista es que Europa evolucione cada vez más hacia una derecha moderada interesada en lograr que el coste social de las transformaciones sea lo menos alto posible, y que al mismo tiempo dé prioridad a la apertura a la economía mundial. Y es sólo después cuando los Gobiernos de los diferentes países podrán hacer avanzar unas reformas cuyo aspecto más desagradable ya haya sido aceptado a nivel de Europa. Pero todavía no estamos ahí y todos hacemos recaer la responsabilidad de nuestra situación a nuestro Gobierno nacional en vez de a Europa. Antes de que se tomen medidas, hay que pedir con insistencia al estado mayor de Bruselas y de Estrasburgo que vuelva a sintonizar con las poblaciones y deje de creer que se puede transformar una situación económica sin preocuparse de las reacciones sociales, psicológicas y culturales de la población. Abramos los ojos: Europa está en su punto más bajo, enferma y amenazada de caer en una impotencia económica que la eficacia administrativa no podrá ocultar.
Alain Touraine es sociólogo y director del Instituto de Estudios Superiores de París. Traducción de News Clips