Ha pasado más de un año desde que los franceses, seguidos por los holandeses, rechazaron, convirtiéndolo en papel mojado, un «tratado» pomposamente bautizado como Proyecto de Constitución Europea. Con él se pretendía dar un viso de legalidad a una Europa neoliberal, empeñada en reducir o simplemente suprimir las conquistas sociales arrancadas tras décadas de luchas. […]
Ha pasado más de un año desde que los franceses, seguidos por los holandeses, rechazaron, convirtiéndolo en papel mojado, un «tratado» pomposamente bautizado como Proyecto de Constitución Europea. Con él se pretendía dar un viso de legalidad a una Europa neoliberal, empeñada en reducir o simplemente suprimir las conquistas sociales arrancadas tras décadas de luchas.
Francia ha sumido a Europa, con su rechazo al proyecto de Constitución, en una crisis sin precedentes. En la actualidad, no sólo el futuro de Europa parece estar prácticamente ausente del debate político interior francés, sino que además, tanto la izquierda «institucional» (la dirección y la fracción del partido socialista partidaria del «sí») como la derecha en el poder dan la impresión de querer enterrar un proyecto caduco, olvidando sus predicciones sobre las desgracias que se abatirían sobre los ciudadanos si rechazaban el Tratado. Recordemos algunas de ellas: se paralizaría la economía, se dejaría de crear empleo, se alentarían los egoísmos nacionales y, como llegó a afirmar el secretario general de Comisiones Obreras, Feliciano Fidalgo, «se deconstruiría Europa».
Explosiones cíclicas
El «no» a la Constitución, obtenido tras una movilización sin precedentes de las fuerzas políticas y sociales, incluida el ala izquierda del Partido Socialista (P.S.), significó simplemente que una mayoría de franceses no querían una Europa a cualquier precio. Pedían a sus gobernantes que en el marco de una Europa social, se avanzase hacia la solución de problemas como el paro, la precariedad, el fracaso escolar, la marginación y el deterioro de los barrios periféricos, la segregación y la inseguridad social., etc. Problemas derivados del desmontaje del Estado social y de la crisis permanente en que está sumido el país, que se inició en los 80 con el paso progresivo de una sociedad industrial a otra de servicios y a una economía individualizada, con valores contrarios a la solidaridad y a la acción colectiva.De hecho, tras el período que precedió al referéndum, una vez comprobado el fracaso de los partidarios de una Europa fuerte impulsada por el tándem franco-alemán, la clase política y las élites francesas volvieron a su juego preferido, a lo que el general De Gaulle llamaba la politique politicienne (la política politiquera). Es decir, a algo que produce en los ciudadanos, según el diario Le Monde, una sensación de hastío, de déjà vu y que en caso de prolongarse -eso lo apuntamos nosotros- podría provocar una crisis social aguda y abrir la puerta a experiencias de tipo autoritario o populista, cuando no neofascista.
Francia, país equilibrado por excelencia, dotado de unas instituciones sólidas y una vida política intensa, suele, sin embargo, pasar por períodos de calma a los que suceden otros de carácter casi sísmico, que sacuden al país de forma profunda y generan cambios que sirven a las élites y a la clase política para «modernizar» el país (sucedió tras la revuelta de mayo del 68) y, de paso, poner al día sus propias formas de dominación. El politólogo Pierre Rosanvallon ha calificado estos movimientos de «trombosis» que paraliza durante un tiempo el juego tradicional de los partidos y hasta del propio movimiento sindical, y permite la irrupción en la escena política de otras fuerzas sociales (los movimientos que se desarrollaron en ese país a partir de los años 90). Por ejemplo, fue la base de la CGT, el sindicato mayoritario francés, la que impuso a su dirección, partidaria del «sí» a la Constitución, el voto en favor del «no».
Luchas intestinas
Apagado el resplandor de los coches incendiados en los barrios de la periferia (deben aún quedar algunas brasas sin extinguir y mucho rencor en esos jóvenes, como lo prueban los enfrentamientos habidos hace unos meses con la policía en Montfermeil, al norte de París) y olvidado el eco de las movilizaciones estudiantiles, da la impresión que la brecha entre las élites y el pueblo francés se han ensanchado. De espaldas a esa realidad, tanto la izquierda institucional como la derecha están ahora empeñadas en sendas luchas intestinas en las que las ideologías, los programas y el debate político han sido sustituidos por una competición en la que los aspirantes a ceñirse en 2007 la corona de «monarca republicano» intentan desplazar al adversario.
La lucha entre el pupilo de Chirac, Villepin, debilitado por su traspiés ante los estudiantes, y Sarkozy ha adquirido con el último escándalo (el affaire Cleamstram, un turbio asunto de corrupción en el que se quiso involucrar al ministro del Interior) tintes de conspiración florentina. También Sarkozy, a finales del año pasado, dio un tropezón al calificar de «chusma» a los jóvenes de los barrios extremos, lo que, unido a la muerte de dos jóvenes perseguidos por la policía, provocó un incendio de proporciones inesperadas. Más tarde, Sarkozy supo utilizar su puesto de ministro del Interior para forjarse una estatura de hombre de Estado dinámico y eficaz, capaz de enfrentarse con la delincuencia y con las bandas de esos barrios para restablecer «el orden republicano» (según una encuesta reciente, el 65 por ciento de los franceses le creen capaz de resolver esos problemas de orden y de inseguridad, incluido el de la emigración).
Como afirma Le Monde, comentando esa actualidad que ocupa día tras día las columnas de la prensa, la lucha fratricida entre el trío (infernal) Chirac-Villepin-Sarkozy «absorbe todo el oxígeno de la vida política». Y añade: «El proyecto político ha quedado reducido a una simple lucha por el poder».
El Partido Socialista
Su principal adversario, el Partido Socialista, restaña aún las heridas producidas en sus filas por la división entre los partidarios del «sí» al proyecto de Constitución europea, encabezados por su primer secretario François Hollande, y los del «no», capitaneados por Laurent Fabius, número dos del partido, de tendencia liberal, que dio un giro oportunista hacia la izquierda para intentar conquistar el aparato del partido y erigirse en candidato único del P.S. a la Presidencia de la República.
Esta formación sufre de una doble contradicción: por un lado, ha carecido hasta ahora de una voluntad política y de un proyecto ilusionante que la distinga claramente de la derecha y que aglutine y movilice al «pueblo de izquierdas»; y, por el otro, sufre de una plétora de candidatos a la Presidencia, siete en total. El posicionamiento de cada uno de ellos, en su mayoría viejos «elefantes» que ocuparon altas responsabilidades en el partido y el gobierno, no ha dado lugar hasta ahora (en espera de las primarias que se celebrarán a finales de este año) más que a enfrentamientos y proclamas verbales.
Al menos hasta la aparición hace unos meses de una candidata de última hora, Ségolène Royal, (admiradora de las políticas de Blair y crítica hacia la medida-faro del gobierno Jospin, la ley de las 35 horas). De forma oportunista (y oportuna) ha lanzado por su cuenta y riesgo una candidatura poco ortodoxa, tanto por el contenido de su no-programa, centrado en los problemas de inseguridad y de lucha contra la delincuencia (evidentemente, la de los barrios marginales), como por los medios utilizados en su campaña: la televisión, las reuniones públicas e Internet.. Mme Royal no es una principianta en estas lides: fuera del hecho de ser la compañera del primer secretario socialista François Hollande, otro candidato, asume en estos momentos la presidencia de la región de Poitou-Charentes y ha ejercido importantes responsabilidades en varios gobiernos socialistas. La originalidad de su candidatura y de sus propuestas, lanzadas a espaldas de las instancias del partido y que han hecho chirriar los dientes a más de un jerarca socialista, reside en que se declara dispuesta a combatir a Sarkozy sobre un terreno desatendido, según ella, por la izquierda: «El terreno de las gentes que sufren», la gente de los barrios populares. Esas medidas, afirma, «no contradicen la ideología socialista» (aunque para el partido, incómodo e irritado por sus declaraciones, sigue siendo «mejor atacar las causas de la violencia, esencialmente el paro y después, sólo después, castigar mejor»).
De la delincuencia a la reeducación
Si triunfan sus tesis, es de temer que la batalla contra la derecha (Ségolène no es la única que defiende dentro de su partido esas ideas, aunque otros lo hagan con más precauciones que ella) no se desarrolle sobre los problemas de fondo, estructurales, que aquejan al país, sino sobre otros temas «prioritarios» que le están reportando una popularidad fácil: firmeza frente a la delincuencia de los jóvenes y una defensa de la seguridad «como derecho fundamental de la persona humana». El resultado no se ha hecho esperar: en las encuestas de opinión, Ségolène aparece ya como la candidata preferida de los franceses para encabezar una candidatura socialista. Y, de cara a la futura elección presidencial, las encuestas la sitúan sólo a dos puntos del probable candidato de la derecha, Sarkozy, y muy por delante de los otros candidatos socialistas.
¿Quién, dentro de un electorado popular castigado por la crisis (que en 2002, sintiéndose abandonado, entregó sus votos a la derecha y a la extrema derecha), podría estar en desacuerdo con Mme Royal cuando afirma que «si la familia, la escuela y el empleo funcionan (no se molesta en decir cómo lograría ese milagro) se podrá eliminar lo que alimenta la delincuencia de masa»? En su página web precisa cuáles serían sus principales medidas: la creación de establecimientos destinados a reeducar a los jóvenes delincuentes, dentro de un marco de disciplina militar; la puesta bajo control de los subsidios (ayudas familiares del Estado) de los padres incapaces de educar y controlar a sus hijos; y, por fin, la creación de cursillos de formación para esos mismos padres.
Relanzar el debate
Ya hemos hecho alusión al papel protagonista jugado por los movimientos sociales dentro de la campaña del «no», junto a las formaciones políticas situadas a la izquierda del P.S.: el Partido Comunista, la Liga Comunista Revolucionaria, Lucha Obrera, los Verdes, etc. a las que se sumó un sector importante del Partido Socialista. Recordemos, a propósito de estos movimientos, que frente a la indefinición programática de la izquierda institucional y a la crisis del sindicalismo, la «fractura social» propició en Francia, a partir de los 90, el surgimiento de unos movimientos sociales, frecuentemente apoyados por la opinión pública, en lucha contra los problemas del paro, la vivienda, los «sin papeles», la emigración, los derechos de la mujer, el derecho a un salario social, en defensa de los servicios públicos, etc. (lamentablemente y a pesar de diversos intentos, no parece que ese movimiento y los partidos políticos que lo han apoyado hayan logrado federarse tras la campaña del «no», ni llegado tampoco a un acuerdo para presentar un candidato único a la elección presidencial).
Es posible que la iniciativa intempestiva de Mme Royal haya tenido un mérito esencial: lanzar dentro de un Partido Socialista tentado por ganar las elecciones a cualquier precio un debate de fondo que parece haber arrancado de su sopor a la dirección y a los caciques del partido. Tanto es así que el 6 de junio pasado, en un clima tenso, agravado por las acusaciones que le han sido dirigidas de oportunismo y derechización («se ha dedicado sobre todo a copiar por encima del hombro de nuestro rival, Sarkozy»), la dirección del partido ha dado el toque final a un documento programático que no hace referencia a las propuestas de Ségolène Royal y que subraya la intención del P.S. de «transformar la sociedad». En ese documento se critica «la ruptura liberal de Sarkozy» y se apoya un «desarrollo solidario» para «responder a la urgencia social».
Y para poner fin a este intento de análisis de las causas que propiciaron la «larga noche» provocada por el «no» francés», señalaremos que el secretario del P.S., Hollande, excelente equilibrista, declaró recientemente que «para relanzar el proceso de construcción europea era preciso ir más allá del «sí» y del «no».
Este artículo ha sido publicado en el nº 23 de la revista Pueblos, septiembre de 2006.