Los conflictos políticos entre liberales y conservadores, que caracterizaron el primer siglo de vida republicana en América Latina, no estuvieron ajenos a la intolerancia e incluso a la guerra civil.
A mediados del siglo XIX en Argentina y México lograron implantarse las primeras reformas liberales; en Colombia, en cambio, el bipartidismo, que no descartó la lucha armada en sus enfrentamientos, se extendió hasta el siglo XX; y en Ecuador el triunfo liberal solo fue posible por la revolución armada, en 1895.
La violencia, la persecución a los contrarios, la arbitrariedad procesal, la cárcel y la imposición de gobiernos autoritarios o de dictaduras, han formado parte de las disputas políticas latinoamericanas del siglo XX incluso una vez que el viejo bipartidismo fuera superado y que en su lugar surgiera la pluralidad de partidos políticos y se lograra progresos significativos en la democracia representativa.
Pero el avance de fuerzas sociales y políticas capaces de cuestionar seriamente los poderes tradicionales, siempre fue visto como el peligro mayor. Colombia ofrece uno de los ejemplos históricos más significativos: la explosión social y el apoyo popular a Jorge Eliécer Gaitán (1903-1948) lucían como un riesgo al poder. La solución fue doble: no solo el asesinato del carismático líder, sino la creación, una década más tarde, del “Frente Nacional”, por el cual conservadores y liberales se turnarían en el gobierno durante los próximos 16 años (1958-1974). Sin embargo, con ello excluyeron la posibilidad de acceso al poder de otros sectores y especialmente de las izquierdas, lo cual explica el agravamiento de la violencia en el país, que desde la década de 1960, experimentó el indetenible fortalecimiento de distintos grupos guerrilleros.
La guerra fría, instalada en América Latina desde el triunfo de la Revolución Cubana (1959), sirvió para marginar todo intento de toma del poder por parte de las fuerzas de izquierda; y los gobiernos militares terroristas inaugurados por Augusto Pinochet en Chile en 1973 (en Brasil había dictaduras militares desde 1964), inspirados en el irracional anticomunismo de la época, se propusieron exterminar al marxismo y liquidar a toda izquierda, para lo cual despreciaron la vida, privilegiando las torturas, asesinatos, desapariciones y violaciones a los derechos humanos, que se convirtieron en fenómenos inéditos en la historia contemporánea de la región. Por cierto, en los países donde no se establecieron semejantes regímenes, las derechas empresariales y políticas, normalmente en forma privada, pero también en forma pública, solían argumentar que era necesario “un Pinochet” en su respectivo país (en Ecuador ese ideal formaba parte de las conversaciones y reuniones cotidianas), para acabar con tanto “comunismo”, que para esos sectores comúnmente representaban las luchas obreras y campesinas, la movilizaciones de las clases medias, las reivindicaciones por los derechos laborales y sociales, la demanda por mejora en las condiciones de vida e incluso la protección al medio ambiente.
Pero también es posible hallar momentos históricos en los cuales el odio político se despliega sin control. El ejemplo contemporáneo para América Latina se halla en Argentina, y tuvo como protagonista central a Juan Domingo Perón (1895-1974), quien ejerció la presidencia del país entre 1946-1952 y 1952-1955 (administraciones destacables, porque no fue igual su tercera presidencia entre 1973-1974).
Perón fortaleció una economía social, un poder con base popular y una orientación nacionalista. Amplió los servicios públicos, la protección a los trabajadores y la sindicalización, las reformas para mejorar la calidad de vida de las masas, la industrialización, la afectación a grandes intereses económicos tradicionales. El papel de Eva Duarte, “Evita”, fue fundamental en el apoyo a la obra social. El “populismo” demostró sus virtualidades para superar el régimen oligárquico y construir un modelo capitalista regulado por el Estado. Pero el peronismo ha merecido innumerables estudios y las polémicas persisten entre los mismos académicos, dependiendo de que se acentúe la visión sobre los indudables progresos sociales o la forma autoritaria que se atribuye a su gobierno.
En todo caso, las elites del poder (para utilizar un concepto de Charles Wright Mills) no perdonaron al régimen de Perón, por la ruptura histórica que representaba. En septiembre de 1955 un golpe de Estado derrocó a Perón e instauró la dictadura del general Eugenio Aramburu (1955-1958). Se definió como “Revolución Libertadora”; pero, al mismo tiempo que se volcaba a favor de la oligarquía liberal y a los intereses del gran capital interno y de los norteamericanos, intervino en los sindicatos y la Confederación General de Trabajadores, así como pasó a implementar la “desperonización” de la sociedad, que incluyó fusilamientos y cárcel. El 5 de marzo de 1956 promulgó el decreto-ley 4161 (complemento de otro, el 3855), que declaró fuera de la ley al peronismo, con disposiciones de alcances inusitados, como las de prohibir que se utilice el nombre del general Perón, el uso de fotografías, retratos o esculturas relacionados con funcionarios peronistas o sus parientes (fueron destruidas obras de arte y estatuas), el empleo de otras fórmulas relacionadas como “peronismo”, “peronista”, “justicialismo”, o “tercera posición”, la prohibición de las fechas exaltadas por el anterior régimen, las composiciones musicales o fragmentos de “Marcha de los muchachos peronistas” o también “Evita Capitana”. Las propias fuerzas armadas fueron depuradas. Resultó imposible pensar en la participación electoral de los peronistas, pues quedó bloqueada. Y se llegó al extremo de secuestrar el cadáver de Evita, que pasó de un reparto a otro, hasta su paradero final en un cementerio de Milán, en Italia y con un nombre falso, donde permaneció largo tiempo. La proscripción oficial del peronismo duró hasta 1964.
La política empresarial, antilaboral y antisocial ocasionó la “Resistencia Peronista”, que expresó a múltiples sectores, con acciones populares, huelgas, boicot productivo, manifestaciones y también acciones clandestinas, explotación de bombas y otros atentados, que antecedieron a la conformación de grupos guerrilleros. Paradójicamente, a despecho de lo que creían sus enemigos, el peronismo se convirtió en una fuerza política e histórica de Argentina, que tiene vigencia hasta el presente, pues fue la base de respaldo del kirchnerismo y, sin duda, del triunfo presidencial de Alberto Fernández el año pasado.
Esta, que parece una historia del pasado, tiene suficientes elementos para comparar con el presente, porque el ensañamiento y la persecución política siguen caracterizando la vida latinoamericana, a pesar de los avances modernizantes. El ejemplo más significativo está en Brasil. Los estudios que se han realizado en Latinoamérica, no han podido soslayar el hecho de que el lawfare, el contubernio de los medios de comunicación más influyentes, la judicialización forzada y selectiva, el afán por desmontar lo construido en cuanto a beneficios sociales, el deseo por recuperar la vía neoliberal-empresarial de desarrollo, a fin de garantizar el dominio de la elite económica tradicional, fueron cuidadosamente empleados para perseguir a Luiz Inácio Lula da Silva (presidente entre 2003-2010), desmontar sus logros y proscribir su figura política.
Argentina del pasado o Brasil en la historia más reciente, han sido el punto de referencia para que el camino de la política del odio contra el otro, se convierta en modelo, atropellando leyes y derechos. Pero las condiciones históricas no son las mismas que tuvo la época de Aramburu. De modo que ya no es posible ocultar las políticas de revanchismo selectivo ante el mundo y mucho menos ante las poblaciones nacionales. Tampoco es posible burlar las institucionalidades nacionales e internacionales sin consecuencias jurídicas y políticas. Como lo demostró el peronismo, los pueblos forjan ideales que los golpes no logran destruir.
Blog del autor: www.historiaypresente.com