Emmanuel Macron, sabiendo que venía el huracán Irma, ni previó ni organizó nada en las islas antillanas y lo primero que hizo fue mandar los gendarmes antes que ninguna ayuda. Para él, cuentan los bienes y lo material: la gente no. Esa es también la esencia de sus reformas al Código de Trabajo: aumentar la […]
Emmanuel Macron, sabiendo que venía el huracán Irma, ni previó ni organizó nada en las islas antillanas y lo primero que hizo fue mandar los gendarmes antes que ninguna ayuda. Para él, cuentan los bienes y lo material: la gente no.
Esa es también la esencia de sus reformas al Código de Trabajo: aumentar la edad de las jubilaciones, aumentar la intensidad del trabajo, reducir «el costo de trabajo» (o sea, salarios directos e indirectos – como la educación, asistencia pública, jubilaciones, indemnizaciones por despido o por accidente o enfermedad laboral, prestaciones de todo tipo). El objetivo del patronato francés y de su gobierno es eliminar o debilitar al máximo los sindicatos e instalar la precariedad laboral para los jóvenes y destruir todas las conquistas del Frente Popular y de la resistencia antinazi que, armas en mano, tomó las fábricas de los patrones colaboracionistas con el nazifascismo e impuso otras condiciones de trabajo.
Gracias al Partido Comunista estalinista dirigido por Maurice Thorez en la Liberación de Francia fueron desarmados los trabajadores, Thorez llamó a acabar con las huelgas y a reconstruir el Estado y respaldó a De Gaulle como vicepresidente tal como hizo Palmiro Togliatti en Italia. Las fábricas ocupadas que funcionaban dirigidas por los obreros fueron recuperadas por el capital y los socialistas y comunistas no sólo gobernaron con y para los capitalistas sino que también separaron claramente las funciones de los sindicatos y de los partidos que decían luchar por el socialismo. A los primeros les asignaron el papel de defensores de los salarios y condiciones de trabajo de los asalariados y a los partidos el de su expresión política.
Eso redujo la lucha sindical a la defensa de los trabajadores activos y agremiados (que son sólo una parte menor de la clase) como productores y consumidores. Al mismo tiempo, concentró la elaboración de las ideas y de las decisiones políticas en los partidos integrados en las instituciones del Estado capitalista y definió la política como algo meramente electoral y parlamentario.
Los sindicatos y las centrales obreras, en lugar de ser instrumentos de los trabajadores para luchar por el socialismo, como eran en el momento de su creación, pasaron a ser instrumentos de los partidos (la CGT francesa es comunista, las centrales francesas FO y la CFDT son socialistas, la CGIL italiana es comunista y la UIL, socialista).
De ese modo sindicatos y partidos obreros reformistas pasaron a ser instrumentos de mediación del Estado capitalista que buscan humanizar al capitalismo como si fuese posible que un régimen de explotación guiado por el afán de aumentar de todos los modos posibles la ganancia de las empresas pudiese ser sensible a las necesidades sociales.
Fuera de los sindicatos europeos y occidentales quedaron los desocupados, los trabajadores precarios, los campesinos, la mayoría de las mujeres (sólo en Bolivia y desde la revolución de 1952 hay sindicatos de amas de casa, de vendedores ambulantes, de campesinos y hasta de contrabandistas). Y en los sindicatos, por sobre los afiliados, se construyó una losa de plomo -la burocracia- que decide todo en nombre de los afiliados, pero sin consultarlos y que defiende antes que nada su organización como fuente de sus privilegios y prebendas sin preocuparse por los intereses generales de los explotados. Al yugo del capital se agregó el de esa capa de burócratas sindicales que creen único y eterno al capitalismo y, con su reformismo, refuerzan el conservatismo que la ideología dominante inculca a los trabajadores.
Las manifestaciones y la huelga de la CGT y de Sud (una pequeña central izquierdista) del 12 de setiembre son la prueba de lo dicho. FO y CFDT se negaron a unirse a la CGT porque quieren ser los interlocutores únicos con el gobierno de los grandes patrones. Lo que queda del Partido Socialista se negó a ir a la huelga y a participar en las manifestaciones por temor a ser desbordado por los comunistas y por Mélenchon, socialista de izquierda. Éste, que se declara populista, tiene como modelo a Rafael Correa, y es nacionalista (sustituyó las banderas rojas por la tricolor y La Internacional por La Marsellesa para indicar que es sólo «republicano», participó en la manifestación pero dijo que era «para defender integralmente el Código laboral» cuando una cosa es luchar contra las reformas para peor del mismo y otra cosa declarar que ese Código es intocable y perfecto. La CGT misma llamó a manifestar, ordenadamente y con globos, porque no quería dejarle libre el campo a Mélenchon, quien llama a manifestar el 23 y tanto la central como el político populista se negaron a unificar los llamados a manifestaciones. La CGT, que es ahora la segunda central en afiliados, buscaba además aparecer como la única central combativa pero sin luchar en realidad pues no hizo asambleas públicas, piquetes, bloqueos ni pasó por sobre las restricciones oficiales al derecho de huelga, como la obligación para la sanidad, la educación y el transporte de mantener parcialmente los servicios.
Como es lógico, el 12 la huelga fue muy débil y los manifestantes apenas suficientes como para que la CGT no salga muy débil pero ni la mitad de los del año pasado y el gobierno declaró que no cambian sus proyectos. En efecto, las manifestaciones sirven sólo para demostrar fuerza y convencer a los vacilantes pero no tocan ni un pelo del capital. Las luchas que no son tales cansan y desmoralizan.
Millones de personas preocupadas por el ambiente, la precariedad, la vivienda, las relaciones de vida sólo pueden ser movilizadas con otro proyecto de sociedad, con la politización de los sindicatos, el fin del electoralismo y la plena participación democrática de los trabajadores, que también son ciudadanos y habitantes de un planeta en agonía.
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