El de Jovenel Moïse parecería un gobierno destinado a caer en breve. Pero, en Haití, aun lo que parece inevitable puede tomar rumbos inesperados.
Desde abajo del chasis quemado de una moto asomaban solamente un par de piernas, también carbonizadas, a pocos centímetros de la vereda de la avenida que marca el comienzo del barrio de Delmas, en el sur-oeste de Puerto Príncipe. Algunos vecinos comentaron a los periodistas de las agencias internacionales que se acercaron al lugar, que el hombre había sido asesinado de un balazo, y luego habían prendido fuego el cadáver. Fueron las pandillas de Moïse, agregaron.
A pocas cuadras seguía desarrollándose la enésima multitudinaria manifestación para pedir la renuncia del presidente. Un pequeño grupo se había separado del resto de la marcha para atacar con una lluvia de piedras a una decena de policías preparados para reprimir. Los uniformados contestaron con balas de plomo a los cascotes, hiriendo a varios de los que participaban en la protesta.
La oposición había logrado llevar a la calle una cantidad inesperada de personas ese domingo. Una semana antes, el 7 de febrero, había vencido el mandato del presidente conservador Jovenel Moïse sin que se celebren nuevas elecciones, y el juez Joseph Mécène Jean Louis, primero en la línea sucesora según la actual constitución, aceptó el cargo de “presidente encargado de la transición de ruptura”. A pesar de los muertos y las balas de plomo, el engranaje para un nuevo cambio de rumbo en Haití parece haberse puesto en marcha.
La delincuencia es política
“Haití es un país que tiene un nivel de delincuencia común realmente muy bajo. La cultura campesina del país siempre fue muy refractaria al delito. En el país hace unos 25 años ni se conseguían armas. Pero hay muy altos niveles de violencia en clave política”, nos explica Lautaro Rivara, sociólogo y periodista, miembro de la Brigada Dessalines de Solidaridad con Haití. “Hace algunas décadas hay grupos delincuenciales que son armados directamente por el poder político. Es bastante común que senadores, ex senadores, ministros, presidentes o ex presidentes armen sus pequeños grupos de choque, que con los años han ido creciendo en armas, financiamiento y poder con un objetivo bien concreto que es aterrorizar a la gente”.
Marie Yolène Gilles, del grupo de defensa de derechos humanos Fondasyon Je Klere (FJKL), en su declaración ante el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas en enero de 2020 estimó que existen en el país cerca de 150 bandas criminales activas. Las más importantes se asientan en los barrios populosos de la capital Puerto Príncipe, aquellos que, al mismo tiempo, conforman los distritos electorales de mayor peso. Allí son frecuentes las incursiones de colectivos armados que en más de una ocasión terminan en masacre. En agosto pasado veinte personas fueron asesinadas en el barrio obrero de Bel-Air, y las casas de los sobrevivientes fueron incendiadas, obligando sus moradores a levantar un campamento de emergencia en la explanada que rodea el palacio de gobierno. La masacre mas reconocida realizada por las pandillas vinculadas al poder político ocurrió el 13 de noviembre de 2018 en el bastión opositor de La Saline. 71 personas fueron asesinadas en esa ocasión, once mujeres violadas en grupo, 400 casas incendiadas. Una investigación difundida por el gobierno de los EEUU meses más tarde confirmaba la presencia de representantes departamentales y allegados al presidente Moïse entre los “arquitectos” de la masacre. De hecho Fednel Monchery, ex Director General del Ministerio del Interior, y Rigaud Duplan, ex Director Departamental del Oeste renunciaron a sus cargos por su responsabilidad en la masacre.
“Es muy común ver cosas difíciles de tipificar en términos de criminalidad común”, explica Rivara. “Un grupo de delincuentes entra en un mercado populoso, a plena luz del día, dispara a quemarropa a la gente, tira tiros al aire, hace algo muy vistoso pero no roba absolutamente nada. Y así hay un montón de hechos en ese sentido”.
Las “pandillas de Moïse”
Uno de los hombres más conocidos en esta imbricación entre crimen organizado, instituciones y partidos políticos en Haiti es Jimmy Chérizier, alias “Barbecue”, ex policía involucrado en las masacres de Grand Ravine en 2017, La Saline en 2018 y otra correría sucedida en Bel Air en 2019. En junio de 2020 Chérizier logró crear el “G9 an Fanmi” (G9 y familia), una alianza entre pandillas de la capital que, según analistas y opositores, de hecho co-gobierna Haití. Era al G9 el grupo al que se referían los testigos que hablaban de “las pandillas de Moïse” frente al cadáver carbonizado en Delmas, el pasado domingo. Aquellos barrios que mayor participación han tenido en la seguidilla de protestas antigubernamentales de los últimos cuatro años han sido en general los más castigados por la acción de las pandillas.
El accionar represivo y coordinado de estos grupos ilegales se hizo más visible a partir de mediados de 2018, cuando estalló el escándalo por el “Petrocaribe Challenge”. Haití fue incluida en el plan diseñado por el gobierno de Hugo Chávez para facilitar el acceso de los países de la cuenca caribeña a los hidrocarburos venezolanos. Los países miembros de Petrocaribe recibían ingentes cantidades de petróleo a precios fuertemente reducidos, a pacto de que la diferencia que cada gobierno ahorraba con respecto al precio de mercado fuese invertida en programas de desarrollo social dentro del país beneficiado. Haití entró al acuerdo en 2007, y en poco más de 10 años se ahorró 3.800 millones de dólares (más de un tercio de su Pbi actual) en gastos de combustible y préstamos, que sin embargo no se usaron para los fines que preveía el acuerdo. Miles de personas salieron a las calles. Las manifestaciones contra la corrupción y el mal gobierno tocaron su ápice entre febrero y junio de 2019, y se intensificaron nuevamente entre septiembre y diciembre debido al desabastecimiento de combustible y la crisis económica que le siguió. Fue en la represión de esas manifestaciones que se consolidó la unión entre delincuencia y poder político: decenas de personas murieron a machetazos y disparos en ataques a sus barrios o durante las manifestaciones contra la corrupción. Un reciente informe de la Onu documentó 133 muertes y 698 casos de violaciones a los derechos humanos cometidos por fuerzas policiales y pandillas ligadas al gobierno en las protestas llevadas a cabo entre el 6 de julio de 2018 y el 10 de diciembre de 2019.
La crisis de 2019 debida al escándalo de Petrocaribe se resolvió con el enésimo cambio de primer ministro y el enésimo préstamo del Fondo Monetario Internacional para sanar temporalmente las arcas del estado. Pero tras unos pocos meses otro escándalo volvió a llevar varios barrios de la capital a las calles. En enero de 2020 Moïse decidió cerrar el parlamento, ya que debido a la instabilidad vivida a finales de 2019 no se habían podido realizar las elecciones legislativas previstas para noviembre de ese año. Moïse de hecho gobierna por decreto desde entonces, y el parlamento sigue cerrado. Tras las grandes movilizaciones de protesta que estallaron en la primera mitad de 2020, las pandillas volvieron a actuar. Entre el 23 y el 27 de mayo atacaron los barrios de Font-Rouge, Chancerelles, La Saline, Tokio y Fort-Dimanche con el apoyo de agentes de policía, causando la muerte de 34 personas según la Réseau National de Défense des Droits de l’Homme (RNDDH) y la congresista norteamericana Maxine Waters. Dos semanas después, “Barbecue” anunció la creación del G9 con un video en las redes sociales.
¿Se acabó la soga?
La conducta de Moïse, conocido como “Nèg banann”, el “muchacho de los plátanos” por su actividad como empresario bananero, hasta ahora no había tenido aún ninguna repercusión en el ámbito internacional. Su rápido reflejo para romper relaciones con Venezuela, pocos meses después del escándalo Petrocaribe, reconocer a Juan Guaidó como presidente interino y el alineamiento con la política de Trump en el Caribe le permitió una cierta protección a pesar de los evidentes atropellos cometidos en la mayoría de los aspectos de la vida política doméstica. A fines de noviembre de 2020, Haití fue el primer país americano en abrir una embajada en Sahara Occidental [1], reconociendo de hecho la soberanía marroquí sobre ese territorio tal como Trump había impuesto pocos días antes. Pero el cambio de inquilino en la Casa Blanca, y sobre todo el crecimiento de los reclamos opositores, cada vez más extendidos inclusive dentro de las instituciones del estado, obligaron al presidente a modificar su plan de acción.
A mediados de 2020 anunció la intención de reformar la constitución para dar una configuración institucional al país que permitiera enfrentar las continuas crisis. La actual constitución haitiana fue el fruto de la breve primavera democrática que el país vivió tras la larga dictadura de François Duvalier, conocido como Papa Doc, al poder desde 1956 y sucedido luego por su hijo, Jean Claude, apodado Baby Doc, que mantuvo el régimen hasta 1986. Para contrastar la creación de una nueva desastrosa dictadura como las de los Duvalier, los constituyentes haitianos dispusieron un complejo sistema institucional, de pesos y contrapesos, que mezcla el típico presidencialismo americano con elementos típicos de los sistemas parlamentarios más difusos en Europa. El presidente, de esta manera, no es jefe de gobierno sino jefe de Estado, y el parlamento debe aprobar al primer ministro que el presidente designa. Un diseño complejo y que resultó poco sólido ante los vaivenes políticos en Haití: desde la vuelta de la democracia el país tuvo 19 presidentes -de los cuales sólo dos concluyeron su mandato- y 34 primeros ministros, además de ocho golpes de estado y tres intervenciones militares extranjeras. La reforma planteada por Moïse se justificó justamente en la necesidad de afrontar desde lo institucional esta inestabilidad. Sin embargo, a dos meses de la fecha fijada para el referéndum aprobatorio de la nueva carta magna (mecanismo siquiera previsto por la constitución vigente), el borrador de la reforma sigue trabajándose en secreto. El calendario electoral presentado por Moïse, además, fue elaborado por un Consejo Electoral Provisorio nombrado por decreto por el mismo presidente, sin reconocimiento por parte de la oposición, y prevé la celebración de elecciones generales el próximo 19 de septiembre.
Tras anunciar la reforma constitucional, Moïse aprobó dos decretos el 26 de noviembre pasado “para el fortalecimiento de la seguridad pública”. El primero extiende la tipificación del delito de “terrorismo” a hechos de simple vandalismo callejero, que podrían ser castigados con hasta 50 años de cárcel. Y el otro instituyó la Agencia Nacional de Inteligencia, un organismo de espionaje y represión cuyos agentes no pueden ser perseguidos ni enjuiciados, permitiendo de hecho la comisión de todo tipo de abusos con impunidad garantizada.
Hasta el Core Group, integrado por embajadores de Alemania, Brasil, Canadá, España, Estados Unidos, Francia, la Unión Europea, el Representante Especial de la Organización de Estados Americanos y la Representante Especial del Secretario General de las Naciones Unidas, ha expresado sus críticas frente a estas medidas. En un comunicado publicado pocos días después de la aprobación de las normas, sostiene que “no parecen ajustarse a ciertos principios fundamentales de la democracia, el Estado de derecho y los derechos civiles y políticos de los ciudadanos”.
Otra decisión que generó reacciones adversas a nivel internacional, fue la reducción de las atribuciones del Tribunal Superior de Cuentas, el órgano encargado de velar sobre el uso de dinero público e investigar casos de corrupción, a un rol meramente consultivo. “Los fallos del Tribunal Superior de Cuentas y lo Contencioso Administrativo (…) no serán vinculantes para la Comisión Nacional de Contratación Pública, ni para las autoridades del Poder Ejecutivo”, sostiene el decreto también firmado en noviembre pasado, y que generó repudio internacional.
Las manifestaciones del último mes en Puerto Príncipe pusieron aún más en dudas la tolerancia de la que gozaba el gobierno de Moïse en el extranjero. La subsecretaria adjunta de la Oficina de Asuntos para el Hemisferio Occidental del Departamento de Estado de EE.UU., Julie Chung, calificó de “autoritarias” y “antidemocráticas” las recientes acciones del gobierno frente a las nuevas protestas desatadas desde enero. El secretario general de la ONU, Antonio Guterres, preparó un informe que presentará ante el Consejo de Seguridad la semana que viene en el cual, según reportan medios internacionales, recopila 66 puntos críticos que vive actualmente el país, y que sólo podrían enfrentarse con nuevas elecciones transparentes y democráticas.
El estallido del 2021
El principal detonante de la serie de multitudinarias manifestaciones contra el actual gobierno, a pesar de los riesgos que esto conlleva, comenzadas en enero gira entorno a la polémica acerca de la duración del mandato presidencial de Moïse. La actual constitución prevé que un presidente se mantenga en el cargo por un periodo de cinco años. Moise fue elegido en 2017, pero las elecciones en que se consagró eran en realidad una repetición de las de 2016, anuladas tras la constatación de fraudes en diferentes distritos. La oposición interpreta que el periodo presidencial que Moïse ocupa debe ser considerado desde las fallidas elecciones de 2016, habiendo concluido el pasado 7 de febrero de 2021. Además según la carta magna de 1987, ante situaciones extraordinarias el parlamento podría recortar de un año el mandato presidencial, cosa que los opositores aseguran que el parlamento tenía intención de hacer antes de que el presidente lo cerrara.
Así, miles de haitianos dieron por terminado el mandato constitucional de Moïse el pasado 7 de febrero, y con el parlamento cerrado y la acción del G9 en connivencia con la policía lo consideran ya a pleno título un dictador. Ese día hubo manifestaciones y pronunciamientos de distintos actores políticos en el país. Entre ellos, diversos magistrados se posicionaron en favor de la interpretación opositora que entiende que Moïse está usurpando un cargo cuyo mandato ya es caduco. Tres de ellos fueron sustituidos y arrestados ese mismo domingo junto con otras 20 personas acusadas de golpismo, a pesar de que la constitución prohiba al presidente la destitución y designación de jueces. La oposición nombró entonces al juez más antiguo de la Corte de Casación, como prevé la constitución, como presidente interino. Joseph Mécène se comprometió a organizar elecciones libres y limpias, pero recientemente añadió que antes se debe avanzar en la consolidación de una conferencia nacional soberana, una reforma constitucional, el fortalecimiento del poder judicial y del sistema electoral, así como el restablecimiento de la seguridad.
Una agenda bastante ambiciosa, que por ahora cuenta con el apoyo de un movimiento heterogéneo y desorganizado, cuyo único acuerdo parecería reducirse a la destitución de Moïse. “Hay una oposición muy fuerte por parte de gente que no está organizada”, apunta Rivara en este sentido. “Esa relación que existe en todos lados entre un componente de movilización orgánica y otro más bien inorgánica es muy diferente a otros países. Hay movilizaciones de cientos de miles de personas donde las estructuras realmente organizadas, con militantes, sindicatos y movimientos son realmente minoritarias. Después hay partidos políticos tradicionales, como los que hacen referencia al Sector Democrático y Popular, lo más parecido a una oposición institucional que encabeza el abogado André Michel. Y está el campo de los movimientos sociales y los sindicatos más combativos como los que se encuentran en el Foro Patriótico. Son movimientos territoriales, de mujeres, campesinos e inclusive religiosos che representan la oposición más radical y transformadora. Esos son los tres grandes componentes de estas movilizaciones, el inorgánico que es mayoritario, el más formal e institucional y el de los movimientos sociales”.
Aquí no pasa nada
“No dramaticemos. No tenemos una situación tan grave como se tiende a proyectar. Es una situación controlada. La situación está bajo control. Hoy es mejor que ayer. Mañana será mejor que hoy”, afirmó el canciller haitiano, Claude Joseph, la misma noche del 14 de febrero, a pocas horas de que apareciera un cadáver carbonizado en plena calle del barrio de Dalmás y la policía reprimiera con bala de plomo una marcha, hiriendo entre otros al tercer periodista desde el comienzo de la crisis. A pesar de la crítica situación que se vive en el país, las fuerzas que detienen el gobierno mantienen su plan de reforma constitucional y promesas de elecciones, desestimando toda crítica por considerarla parte de un plan golpista.
Moïse tiene de su lado aquella inercia que empuja la política haitiana a mantenerse en un status quo en el cual lo que podría considerarse una excepcionalidad en cualquier parte del mundo se asume cuasi como rutinario. La violencia política, ya al orden del día al tiempo de las temibles Tonton Macoutes, las milicias del régimen de los Duvalier que aterrorizaron a la población durante treinta años, la corrupción, la pobreza. El gobierno de Haití, el país más pobre de América, parece justificar lo que sucede a partir de la inevitabilidad de ciertos problemas históricos.
Cualquier estudio sobre Haití pivotea sobre los mismos temas: deuda, corrupción, intervención extranjera, cooperación internacional. Haití cuenta con una estructura económica profundamente dependiente desde los tiempos de su independencia, castigada por la Francia iluminista con una multa que recién pudo terminar de pagar en 1947. La necesidad constante de financiación llevó a todos los gobiernos haitianos a endeudarse aún más con bancos norteamericanos y europeos, que ante la posibilidad de una posible falta de pago no dudaron en recurrir a sus gobiernos. Así en 1915 Estados Unidos invadió Haití tras una de las tantas revueltas que había acabado con el asesinato del entonces presidente Guillaume Sam, y puso bajo su control toda su estructura económica. Al dejar el país en 1934 siguió manteniendo una influencia preponderante sobre las elecciones políticas y económicas. Fue también gracias al beneplácito de Washington que los Duvalier lograron sostenerse en el poder por casi tres décadas. Tras su derrocamiento (también ocurrido un 7 de febrero), Jean-Claude “Baby Doc” Duvalier se llevó al exilio en Francia unos 900 millones de dólares del erario público. Para 1996 Haití debía 22.800 millones de dólares, y recién a partir de allí el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial comenzaron a incluirlo en la Lista de Países Pobres Muy Endeudados [2].
Mientras tanto Haití se había convertido en el principal receptor de Ong’s y organizaciones humanitarias de América, una característica que a la larga resultó siendo más negativa que de ayuda. Vista la larga historia de casos de corrupción, los fondos enviados por las organizaciones internacionales son gestionados directamente por sus representantes en el país y no por el gobierno, sosteniendo de hecho la pobreza estructural del estado y financiando proyectos según criterios discrecionales de los donantes privados y los voluntarios en el lugar.
Un nuevo golpe de estado en 1991 truncó uno de los experimentos más interesantes del progresismo latinoamericano comandado por el sacerdote salesiano Jean-Bertrand Aristide, primer presidente elegido democráticamente por el pueblo haitiano. Vuelto al poder en 2001, fue nuevamente derrocado por un golpe en 2004, y la inestabilidad política desatada a partir de esa fecha funcionó de justificativo para una nueva intervención extranjera, esta vez bajo la órbita de la Onu a través de la Misión de Estabilización de las Naciones Unidas (MINUSTAH). El papel de estas fuerzas internacionales envueltas en múltiples escándalos merecería un capítulo a parte. Parte de sus 10.000 soldados fueron responsables de introducir un brote de cólera que afectó a 780.000 personas y provocó más de 10.000 muertes. En 2016, el entonces secretario general de la Onu, Ban Ki-moon, asumió la responsabilidad y pidió perdón al pueblo haitiano. Los soldados de la Minustah también fueron acusados de violaciones sexuales y de forzar a menores a prostituirse a cambio de comida. Más de 2.000 mujeres denunciaron los abusos recibidos y hay por lo menos 265 niños nacidos de esas violencias [3] a quienes Naciones Unidas negó inclusive estudios de Adn para averiguar la paternidad.
El terremoto de enero de 2010, además, empeoró el panorama. Cerca de 300.000 personas murieron y otro millón y medio perdió su hogar, en una catástrofe que a la larga sirvió para alimentar aún más el modelo de dependencia del país de los capitales extranjeros, sea a través de préstamos multilaterales y privados, sea por vía de las donaciones de las Ong.
El derrotero de Haití en las últimas décadas es el contexto necesario para entender la parsimonia que el actual gobierno quiere demostrar a nivel internacional ante la crisis actual. Su plan es de largo aliento y ofrece una salida razonable a mediano y largo plazo del atolladero en que se encuentra el país desde hace prácticamente 34 años. Y al mismo tiempo, como bien explica Rivara [4], apunta a lograr una normalización institucional que calce en el proyecto del bloque conservador y oligárquico que Moïse representa. Por el otro lado, un sector democrático extremadamente heterogéneo y poco organizado impulsa una resistencia que cada vez obtiene mayores ecos a nivel nacional e internacional. Su fortaleza, la calle, se mantiene firme a pesar de la represión, pero el proyecto para el futuro institucional del país sigue, una vez más, en una nebulosa.
REFERENCIAS
[1] https://www.elpaisdigital.com.ar/contenido/el-laboratorio-saharaui/29423
[4] https://todoslospuentes.com/2021/01/21/gobierno-de-facto-de-haiti-busca-blindaje-constitucional/
Fuente: https://www.elpaisdigital.com.ar/contenido/la-nueva-marcha-hacia-el-cambio-poltico-en-hait/30091