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Perú

La patria, la soberanía, el monopolio de la violencia y el bien común: fundamentos de la República (I)

Fuentes: Rebelión

Dedicado a los jóvenes patriotas de la generación Z que revitalizan la lucha cuando cunde el electoralismo.

INTRODUCCIÓN

Los gobernantes aseguran tener legitimidad, se autodenominan patriotas que defienden la soberanía, afirman que el Congreso es el primer poder del Estado y que en Perú se vive en democracia, mientras algunos terroristas intentan subvertir ese orden. Paralelamente, académicos y analistas políticos críticos coinciden en que estamos frente a una república con democracia recortada o en crisis, una cuasi dictadura, con un gobierno corrupto que ha capturado algunas instituciones, en un estado fallido. Rechazamos estas caracterizaciones y nos vemos obligados a discutir algunas cuestiones básicas del debate público actual, lo que implica reconocer que la política es praxis, no ciencia. La política es fundamentalmente lucha por el poder y la hegemonía. Se trata de construir un “pueblo-clase trabajadora” que pueda disputar la dirección del Estado a la oligarquía.

En el momento histórico actual, después de 35 años de neoliberalismo y de resistencias discontinuas desde la rebelión del año 2000, existen condiciones para extraer conclusiones de la historia vivida, siempre vinculadas a luchas sociales y procesos de creación de poder por parte de los explotados, mediante la movilización popular. Los aparatos políticos y sus abogados —el grupo que realmente controla las fuerzas políticas existentes— no son precisamente los más indicados para registrar y elaborar experiencias, ni para leer y reflexionar. Son partidarios de renovaciones que van en contra de los pueblos y a favor de la criminalidad.

En la izquierda institucional, la maquinaria electoral absorbe todo su tiempo y energía. Las fuerzas políticas de izquierda reconstituidas no abandonan el proyecto político concebido como gestión desde las instituciones. Se confirma que solo la movilización social, la generación de nueva experiencia en la gente junto con sus nuevos interrogantes, puede hacer que las elaboraciones que intentan dar cuenta del pasado inmediato, enlazar con tradiciones intelectuales y repensar la política, sean acogidas mediante una nueva movilización democrática.

Con la generación Z se produce una saludable regeneración moral en parte del pueblo y la posibilidad de unificación de fuerzas verdaderamente democráticas, no neoliberales. En la medida en que la movilización prospere y generemos en nosotros mismos nueva capacidad de control sobre nuestra actividad y experiencia, es posible que surjan nuevos interrogantes que, al crecer, modificarán creativamente el pensamiento político hegemónico que es antisoberano, antipopular, antipatriótico y antidemocrático.

La política es, ante todo, praxis, y los jóvenes Z participan en ella con todo derecho, pues se trata de una actividad autoconsciente de la ciudadanía que se organiza para gestionar los asuntos comunes. Criticamos duramente la concepción de la política hecha por abogados y algunos académicos que la ven como una “ciencia” o técnica en manos de expertos; defendemos la política como un “saber hacer” popular.

Sin información teórica previa, los jóvenes honestos y críticos del régimen opresor coinciden en la tradición demo-republicana clásica y plebeya (desde Aristóteles hasta Robespierre), rescatando esta tradición de su apropiación por parte del liberalismo, destacando sus raíces democráticas y comunitarias. En lo político-estratégico, su análisis está muy centrado en la coyuntura, la táctica, la construcción de sujetos políticos y la correlación de fuerzas. Solo les falta adoptar el concepto de refundación republicana como propuesta estratégica concreta y en el “cómo pensar correctamente” una ruptura constituyente que instaure un nuevo régimen como paso indispensable para cualquier proyecto emancipador.

De acuerdo con Joaquín Miras Albarrán, la política jamás ha sido asunto de episteme, de ciencia. Es un saber hacer que la ciudadanía desarrolla experiencialmente, escuchando y viendo la realidad a través de denuncias y deliberaciones sobre las leyes, en la praxis política de resistencia de la comunidad, cansada de corrupción e inseguridad, y que genera dominio ciudadano sobre el ethos con el ejercicio de la crítica a las magistraturas fundamentales.

Esa otra concepción política, que se declara basada en el dominio de saberes no accesibles a la mayoría —la «ciencia»— es la concepción política del liberalismo, esto es, el gobierno de la meritocracia, de «los mejores», de las «minorías selectas». Es la teoría de élites liberal, justificada mediante la variante ideológico-filosófica del positivismo científico, continuada por la escuela neopositivista y la analítica, todas ellas cientificistas y basadas en la ciencia como noción que les permite discriminar quién «sabe» de política, quién es «clérigo» y quién es lego.

La razón principal es que la política es asunto de poder: de poder hacer, de capacidad de control sobre la actividad. Sobre la nuestra misma, puesto que los explotados son la inmensa mayoría y son, por tanto, quienes crean el hacer que produce materialmente a la comunidad, desde la vida cotidiana. Un hacer cotidiano que, sin embargo, no controlamos.

El fundamento de la política reside, por tanto, no en la elaboración de habilidades tecnológicas de gestión, para intervenir sobre un objeto que no es sino nosotros mismos y nuestra capacidad de actuar en comunidad, precisamente porque no somos artefactos, objetos. Sino en la creación de una verdadera voluntad, o capacidad real de control en común sobre la actividad, que nos permita ser sujetos dirigentes de nuestro propio hacer común; y esto se logra solo mediante la organización de la mayoría para controlar democráticamente las microorganizaciones en las que nos integramos para actuar, y que constituyen los fundamentos más pequeños de la vida cotidiana. Si poder es capacidad de control sobre la actividad común, poder democrático es capacidad de control sobre la actividad de la comunidad que integramos, del conjunto de comunidades que conformamos y de las que formamos parte.

SECCIÓN II. LOS PODERES DEL ESTADO: LOS MANDATARIOS DEL PUEBLO

El pueblo soberano delegaba el ejercicio concreto del poder en tres instituciones específicas para evitar la tiranía y garantizar la libertad fundada en la satisfacción de necesidades populares. Esto se basaba en la separación de poderes propuesta por Montesquieu. Sin embargo, el pueblo carece de capacidad de control sobre la realidad, y los mismos políticos profesionales, delegados y mandatados, no «representantes» ni «tutores» (ya que esto no es compatible con la república), son impotentes y carecen de fuerza cuando deben enfrentar el poder real del capitalismo y la burguesía.

La teoría postula que cada poder tiene una función específica, son independientes entre sí, pero se controlan mutuamente (sistema de pesos y contrapesos —checks and balances—).

El poder legislativo: ha sido capturado y privatizado por pequeñas organizaciones criminales que, aliadas, forman una mayoría que legisla en favor del crimen. Si en su función inicial debía crear leyes coherentes con una constitución decidida por el pueblo (traduciendo la voluntad popular en normas jurídicas que rigen la vida en sociedad), con el neoliberalismo se dictan constituciones desde arriba que mercantilizan los parlamentos, alterando su relación con el pueblo. Ahora se elige indirectamente mediante un voto mediado por partidos no representativos y por elecciones amañadas, financiadas y manipuladas por entidades privadas; ya no representa al pueblo soberano. Antes, si no cumplían con los mandatos podían ser destituidos y reemplazados; ahora son condecorados.

Hoy, el Congreso es uno con el Ejecutivo: ya no interpela ministros si son parte del poder profundo, pero sí aprueba presupuestos y, en algunos casos, destituye presidentes. Nombra altos funcionarios y puede juzgar políticamente, si le conviene, a altos cargos.

El poder ejecutivo: ejecuta y hace cumplir las leyes creadas por un legislativo delincuencial, dirige la administración del Estado en oposición a los pueblos y la democracia, maneja la política exterior según intereses espurios y es jefe de unas fuerzas armadas sin rumbo, al eliminar la soberanía de sus funciones. Alejado del pueblo, el gobierno —la presidencia, el primer ministro y su gabinete— propone leyes criminales al legislativo y puede vetar propuestas que afecten sus mezquinos intereses y privilegios. Su función es aplicar la ley, pero van más allá y crean leyes junto al poder judicial, que abandona su función de administrar justicia, interpretar leyes y resolver conflictos aplicando la ley a casos concretos de injusticia y apoyo al crimen.

El poder judicial: al igual que el Congreso, también ha sido capturado por organizaciones criminales que convierten la justicia en un negocio y la modifican en favor del crimen. Garantizan que se cumpla la Constitución hecha a pedido del proyecto neoliberal. Sus órganos —tribunales de justicia y cortes supremas— son impuestos por el Congreso y ellos mismos, fungiendo como guardianes de los derechos individuales y las garantías constitucionales solo de su entorno, desprotegen al ciudadano frente a los abusos de los otros poderes. Los jueces ya no son independientes y menos aún si no son elegidos popularmente, para evitar influencias políticas momentáneas.

En síntesis, el proyecto liberal «clásico» ya no existe a nivel global. El pueblo soberano debería controlar estos poderes mediante elecciones periódicas y destituciones para renovar el Legislativo y el Ejecutivo; la participación ciudadana y la protección de sus derechos por parte del Poder Judicial ya no existen. La relación de delegación y control, donde el pueblo es el dueño del poder y los poderes del Estado son administradores temporales de dicho poder, elegidos y controlados para servir al interés general y garantizar la libertad bajo la Constitución, pertenece al pasado. Cuando esta relación se rompe (por ejemplo, si un poder domina a los otros o si el pueblo no puede controlar a sus representantes), el sistema democrático y el principio de soberanía popular entran en crisis y puede provocar rebeliones.

¿Algún poder es superior a los otros? ¿O cuál es el más importante? En teoría, dentro de la lógica de la separación de poderes y los pesos y contrapesos, ningún poder es superior a los otros. Como señala Andrés de Francisco:

«El problema de esta solución es que la división y la síntesis son perfectamente compatibles con las arquitecturas estatales oligárquicas. Además, los poderes divididos son poderes, y como tales pueden defender unilateralmente determinados intereses y privilegios. No ha sido infrecuente en la historia moderna y contemporánea ver cómo el poder judicial ha sido a menudo refugio de los selected few y un freno a los intentos de reforma constitucional pro-democrática. Por lo tanto, la división del poder y la síntesis de intereses de un gobierno republicano-democrático tendrá que ser algo distinta. Para empezar, una república democrática tendrá que incluir en su síntesis a los muchos pobres: esto es evidente y fundamental.»

Sin embargo, en la práctica, desde la perspectiva jurídica existe una clara superioridad: la Constitución es suprema. Por encima de los tres poderes está la Constitución, que es la expresión de la voluntad soberana del pueblo. El Poder Judicial adquiere un papel de «árbitro final» en defensa del interés privado, al poder anular una ley del Legislativo o un decreto del Ejecutivo por considerarlos inconstitucionales. En el día a día, el Poder Ejecutivo suele ser el más visible y proactivo, y en situaciones de crisis, su poder se acrecienta, aún más por su control sobre los recursos del Estado. El Poder Legislativo debería ser la representación directa y plural de la soberanía popular; sin embargo, al aprobar impuestos y presupuestos, y al ser el encargado de hacer las leyes que rigen la vida de los ciudadanos, se vende al mejor postor.

Si el orden político fuese republicano, también el Ejecutivo debería ser controlado y juzgado al terminar su mandato. En Perú, con un poder ejecutivo que no es controlado y no debe rendir cuentas tras su gestión, domina a los ciudadanos. Aunque sea elegido mediante voto, que no es el caso por estar mediado por el financiamiento de organizaciones privadas o criminales, no es un ejecutivo republicano; ese régimen es una monarquía plebeya, una poliarquía o una «cacocracia», en la que el poder real se lo reparten minorías que someten a los ciudadanos. Su importancia es funcional y contextual, y el sistema está diseñado para que se coludan mutuamente.

Con leyes favorables al crimen, el Ejecutivo se convertiría en un dictador que acabaría en la inoperancia y el caos. Con la anuencia del Judicial, no hay quien proteja los derechos de los ciudadanos ni quien impida que los otros poderes abusen de su autoridad, violando la Constitución a diario. Cuando un poder logra dominar a los otros, el sistema democrático declina.

Existen formas de limitar todos los poderes a través de la destitución, la no reelección, el juicio político, la revisión periódica y pública de la Constitución, el referéndum y la democratización permanente, como la participación popular extraparlamentaria.

Este es un proceso, no algo que se consigue de inmediato: el proceso de democratización de la vida cotidiana. Pero no existen atajos, como lo demuestran el zapatismo mexicano y otras experiencias en distintas latitudes. La paciencia y la praxis política desde la vida cotidiana, para controlar la propia actividad, son dos elementos modestos que exigen el esfuerzo conjunto, aunque sin excesos. El sentimiento de pertenecer a una comunidad y a una lucha de largo aliento, que persiste gracias a la participación anónima de tantos que nos precedieron, constituye un valor fundamental e histórico del movimiento de los subalternos y forma parte de su tradición.

La amistad es el tercer valor democrático y popular que se debe practicar. La amistad, el sentimiento de copertenencia, de que los explotados forman una comunidad, es esencial para crear un sujeto comunitario. Y, por supuesto, la honestidad y la probidad, sin las cuales no existe una verdadera izquierda.

Una síntesis teórica y estratégica que busca adaptar el horizonte comunitario a la realidad puede expresarse así:

  1. Un nuevo proyecto de país:
    El núcleo de la propuesta es la necesidad de una ruptura democrática con el neoliberalismo y su régimen político, agotado e incapaz de resolver las grandes crisis nacionales: la social, la territorial y la de soberanía. Un proceso constituyente propone abrir la posibilidad de fundar una nueva República; esto equivale a una refundación completa del pacto social y territorial. El modelo debe ser federal para dar una solución democrática y pactada a la «cuestión territorial». Se reconoce al país como un «país de países» o Estado plurinacional, y se aboga por un modelo donde diferentes naciones puedan unirse libremente en un proyecto común y soberano.
  2. Recuperación de la soberanía como eje central:
    No hay posibilidad de políticas de izquierda o de avance hacia el socialismo sin soberanía. La patria, como se mencionó anteriormente, es la comunidad que debe ser soberana para decidir su destino. Es imprescindible recuperar las herramientas de política económica que han sido cedidas a la «jaula neoliberal», limitando la capacidad estatal de proteger a sus clases trabajadoras. Esto implica cuestionar los tratados y retomar el control sobre la moneda, el presupuesto y la política industrial. La soberanía reside en el pueblo, en la «gente». Por tanto, la democracia debe radicalizarse, dotándose de más mecanismos de participación directa, para que las decisiones cruciales no queden solo en manos de élites económicas o burocracias supranacionales.
  3. Un horizonte socialista más allá del capitalismo:
    El adjetivo socialista define el horizonte a largo plazo: la superación del capitalismo como sistema. Para ello:
    • Fortalecimiento de lo público: el primer paso es defender y ampliar los servicios públicos (sanidad, educación, pensiones, dependencia) como germen de una lógica no capitalista dentro de la sociedad.
    • Democracia económica: se propone avanzar hacia un modelo donde trabajadores y sociedad tengan control democrático sobre la economía; esto incluye apoyar cooperativas, nacionalizar sectores estratégicos (energía, banca) y planificar democráticamente para afrontar retos como la crisis ecológica.
    • Crítica al capitalismo: el comunismo es la única alternativa real frente a un capitalismo que genera desigualdad creciente, precariedad, crisis ecológicas y guerras; es la meta de una sociedad sin clases, sin explotación y radicalmente democrática.
  4. El sujeto del cambio: un nuevo bloque histórico:
    El sujeto revolucionario clásico (el proletariado industrial) ha cambiado. El cambio debe ser impulsado por un «bloque histórico» más amplio. Se trata del pueblo-clase trabajadora, de la multitud ética y clasista. Se propone la construcción de una nueva alianza social que una a la clase trabajadora tradicional con los pueblos originarios, los afectados por la minería y los agronegocios, los nuevos precarios, los autónomos dependientes, los jóvenes, las mujeres y los sectores populares empobrecidos. El objetivo es construir una nueva «voluntad popular» identificada con este proyecto de nueva república.

En resumen, el republicanismo refundacional democrático propone utilizar la República Federal como el marco político y democrático para iniciar una transición hacia el socialismo. Es una estrategia de “guerra de posiciones” gramsciana: construir una nueva hegemonía cultural y política en torno a las ideas de soberanía, justicia social y democracia radical, culminando en un proceso constituyente que abra la puerta para superar el capitalismo. La recuperación del republicanismo —especialmente en su vertiente más plebeya y democrática— es una herramienta fundamental para edificar un nuevo proyecto de país. No se entiende la república como un simple cambio de jefatura de Estado, sino como una refundación soberana y popular. Esto implica una crítica a la izquierda hegemónica, a la deriva de la socialdemocracia y progresismo neoliberal y, en general, a las izquierdas que han aceptado el marco neoliberal y la soberanía limitada impuesta.

Coincidimos con Aguilar cuando señala:
“Así, la profundidad de la captura de este Estado por todo tipo de actores privados, que operan en su beneficio (oligarquía, militares, transnacionales, empresariado emergente, economía criminal, servidores públicos electos o designados…) debe acelerar la organización comunitaria y territorial para el ejercicio de la autonomía y la decisión propia, en todos los ámbitos de interés.”

Bibliografía general
Adorno, T. (1966). Dialéctica negativa. Fráncfort: Suhrkamp Verlag.
Benjamin, W. (1940). Tesis sobre la filosofía de la historia. Obra póstuma.
Cabanas, A. (2025). Democracia comunitaria, democracia electoral (y sus respectivos estados). Rebelión.
De Francisco, A. (2019). Republicanismo y democracia: el resurgimiento de una tradición. Madrid: Editorial Trotta.
Galloway, G. (2023). The West’s War on Democracy. London: Verso Books.
Marx, K. (1852). El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte. Hamburgo: Editorial de Otto Meissner.
Mariátegui, José Carlos (1972). 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana, Lima: Amauta.
Miras Albarrán, J. (2015). Praxis política y republicanismo. Barcelona: Editorial Crítica.
Rousseau, J. J. (1762). El contrato social. Ginebra: Marc-Michel Rey.
Zibechi, R. (2020). Los desbordes desde abajo. Buenos Aires: Editorial Lavaca.


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