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Prolegómenos de colonialidad en América Latina

La planificación y la Alianza para el Progreso (1961-1965)

Fuentes: Rebelión

El presente trabajo establece la relación entre la planificación y la Alianza para el Progreso (1961-1965) en América Latina, desde la perspectiva de la colonialidad. De ello subyacen las nociones que se han estructurado en el ejercicio del poder y el saber.

«Nos encontramos sumidos en este mundo e

intentamos comprenderlo, incluso evaluarlo».

Cornelius Castoriadis

 

  1. Introducción.

La vida comunitaria establecida por la humanidad ha implicado la construcción de políticas, planes, programas y proyectos para consolidar su dinámica societaria, ya sea por fines de dominación o liberación. De esta manera, se introduce el carácter de colonialidad en América Latina mediante la planificación y la promulgación de la Alianza para el Progreso (1961-1965).

El cuestionamiento de las instituciones establecidas y de las representaciones colectivamente aceptadas (Castoriadis, 1997) son algunos principios que orientan este trabajo. Con ello pretendemos señalar algunas concepciones que se han introducido en las entidades discursivas de los proyectos políticos y económicos, tales como el progreso y el desarrollo. Para ello, se presenta un breve abordaje de la planificación como dominación en este contexto y las benevolencias del «nuevo mundo» que se ofrecía a los países latinoamericanos.

  1. La planificación como dominación: un componente colonial.

La colonialidad nos refiere a una manifestación del ejercicio del poder; desde el siglo XVIII, la Ilustración se presenta como el proyecto irruptor de la reinvención del control y dominio del mundo social, a partir de la razón. Fue un contexto que se denominó como el «siglo de las luces» en el sentido emergente de la razón ante el oscurantismo de la superstición. Por ello, el pensamiento racional implicaba el alumbramiento del género humano para la transformación del orden en cuanto a la acción y aspiración civilizatoria europea. Desde la perspectiva kantiana, la Ilustración configura la búsqueda de un pensamiento propio para alejarse de la comodidad del pensamiento amparado y refugiado en la inmadurez del mismo (Kant, 2004).

Sobre ello se consolida la modernidad durante el siglo XVIII y XIX, la cual tuvo una íntima relación entre la subordinación racial y la colonización. Dentro de las teorías del mundo social, el filósofo francés Joseph Arthur de Gobineau (1816-1882) fue el precursor de la teoría racial [1] difundida en Europa (Hardt y Negri, 2002; Székely, 1948).

La concepción racial europea se extendió por el proceso colonizador, donde se legitimaba por lo siguiente:

«El «derecho a la dominación» y la «obligación de la obediencia» es lo que busca el más fuerte en su relación con el más débil, cuando hay intención de «dominación para la explotación». El más fuerte quiere más que ser apenas el más fuerte en su relación con el más débil; él institucionaliza redes de relaciones desiguales para legitimar la asimetría del proceso que le asegura mayores beneficios» (De Souza et al., 2005:104).

Tal proceso se profundizó en el siglo XIX con el desarrollo del capitalismo europeo y su mirada a los «otros» en función de su expansión colonialista, siendo la mano de obra esclava el componente que hizo posible dicho capitalismo. Pero la concepción de los «otros» fue construida a través de una lógica de exclusión, según Hardt y Negri (2002: 123), el sujeto colonizado «… se construye en el imaginario metropolitano como el Otro y, por lo tanto, en la medida de lo posible, se lo sitúa fuera de las bases que definen los valores civilizados europeos. (No podemos razonar con ellos, no pueden controlarse; no respetan el valor de la vida humana; sólo comprenden la violencia)».

La construcción del sujeto colonizado es una constitución de la idea de modernidad europea, en la que se construye el pensamiento y la organización de lo social a partir de su especificidad auto-atribuida como universal y superior. Para De Souza Silva et al. (2005), ello representa la dicotomía superior-inferior sobre Modernidad/Colonialidad, donde se incorporan los criterios de universalidad y racismo.

La fijación de los «otros» (no europeos) en cuanto a su exclusión e inferioridad, según Castoriadis (1987), radica en una trasferencia de cristalización secundaria, ya que a estos «otros» concebidos de manera individual y colectiva, se les puede hacer sufrir de cualquier manera.

Para Robertson (2005: 240), los poderes coloniales eran reacios a la descolonización y Gran Bretaña defendía «… que el colonialismo era simplemente una forma de administración encargada a las potencias superiores diseñada no para explotar a los pueblos sometidos, sino para desarrollar sus recursos».

Ello implica la profundización de las categorías filosóficas de la Modernidad/Colonialidad en cuanto a la dicotomía superior-inferior asentada en la teoría de la desigualdad racial. Nos conduce entonces a dimensiones operacionales que articulan esas relaciones, como la colonialidad del poder (sobre las estructuras de producción) y la colonialidad del saber (sobre las estructuras de conocimiento) introducidas por Aníbal Quijano (en Walsh, 2007).

Dimensiones que configuran una visión epistémico-ideológica con fines de dominación, bajo la invención de proyectos económicos y políticos tales como el «desarrollo» (Grosfoguel y Mignolo, 2008). De ahí que se presente una trasnominación de las funciones de la colonialidad, donde se intercambia la promesa de la civilización por la modernización. De esta manera, las estrategias coloniales intervienen en aquellos proyectos mediante la consolidación de centros de formación, establecimiento y protección de las élites locales, la destrucción de la economía local, la construcción de deudas financieras y la colonización cultural (De Souza Silva et al., 2005: 115-117).

La planificación está asociada directamente con los proyectos de «desarrollo», la cual ha servido como mecanismo de dominación y legitimización de los mismos mediante la aplicación del conocimiento científico y técnico en el ámbito público y privado. Para Escobar (1996: 216), aquella

«… encarna la creencia que el cambio social puede ser manipulado y dirigido, producido a voluntad. Así la idea de que los países pobres podrían moverse más o menos fácilmente a lo largo del camino del progreso mediante la planificación ha sido siempre tenida como una verdad indudable, una creencia axiomática que no necesita demostración, por expertos del desarrollo de diferentes layas».

Se ve con fines neutrales, deseables y universales, pero condicionada por la intervención colonial que ha prevalecido en el Tercer Mundo como una estructura epistémica, en el que éste «… es construido como un objeto natural técnico que debe ser normalizado y moldeado mediante la planificación para satisfacer las características de una « (Ibid., p. 21).

Por tanto, su carácter de dominación y control social no lo podemos desvincular de su evolución histórica, ya que se ha encargado de dotar las proporciones básicas del «desarrollo», determinar los niveles de producción, orientar los gastos en las diversas actividades económicas, elevar los niveles de eficiencia y rentabilidad, así como optimizar la asignación de los recursos económicos, tanto en sociedades capitalistas como socialistas (Sánchez, 2006). Es decir, estos objetivos han sido la base de la visión tecnocrática de la planificación que se ha establecido desde la concreción de la modernidad occidental hasta su aplicación en América Latina después de la Segunda Guerra Mundial, debido a la importancia política que se le otorgó [2] (Díaz, 2005).

Dentro de esa visión, durante la década de los sesenta se registran experiencias, como las mencionadas por el Instituto Latinoamericano y del Caribe de Planificación Económica y Social (ILPES) «… para utilizar los planes con fines deliberados de cambio, una marcada tendencia a constituirlos en medios de racionalización y coordinación formal de la política de desarrollo» (ILPES, 1978: 7).

La racionalidad en la planificación para Ander-Egg (1985), ha presentado varios problemas debido a su falta de definición funcional, ya que se asume que toda acción humana es racional, por lo que él defiende que la planificación es más bien un intento por introducir la racionalidad en el conjunto de interacciones programadas en un contexto particular. Lo anterior nos muestra nuevamente la concepción tecnocrática, la cual para Fernández (1986: 8), ha representado una generalización de los problemas en los procesos de planificación porque «… se desvía hacia los instrumentos, en particular hacia los planes, programas y proyectos y no hacia lo esencial: la organización de un sistema racional de planificación bajo el cual se organiza y se establece la dirección de la sociedad».

Conviene señalar que tanto la visión de Ander-Egg (1985) como la de Fernández (1986), conducen a la racionalización de las decisiones sobre la atención de problemas específicos que determinan la práctica del poder económico y político (Forester, 1989). Ello implica la colonialidad del poder y del saber de la planificación, que durante los sesenta dominó la concepción de «desarrollar» a los atrasados, mediante la transformación de sociedades tradicionales a sociedades modernas [3], introduciendo el cambio social como el «… de transición desde una sociedad feudal, tradicional y rural a otra urbana, desarrollada y capitalista» (Roitman, 2008: 27).

Dichas transformaciones fueron las entidades discursivas que predominaron la práctica de la planificación mediante los procesos de urbanización, modernización e industrialización, mismos que iban a determinar los niveles de desarrollo de los países latinoamericanos. Todo ello se va a constatar en la dominación de la planificación en el paisaje latinoamericano, a través de la nueva promesa estadounidense del primer quinquenio de los sesenta (1961-1965): la Alianza para el Progreso (ALPRO).

  1. Benevolencias del Nuevo Mundo: contrainsurgencia y progreso.

En el contexto de la Guerra Fría, los demócratas estadounidenses llegan al poder mediante el mandato de J.F. Kennedy (ene. 1961-nov. 1963), quien enfrenta el reto de restaurar el prestigio americano. Por eso, en sus comienzos se volvió la mirada al Tercer Mundo, ya que estos representaban un peligro potencial por los grupos guerrilleros de socialistas que estaban emergiendo en los mismos (Aracil, Oliver y Segura, 1998).

Las guerras populares de liberación en Asia, África y América tenían como fin la toma del poder, algunas estaban influenciadas por el método de la guerra de guerrillas, ya que la experiencia de la Revolución Cubana en 1959 creó un clima esperanzador, donde éste podría contribuir al derrocamiento de ejércitos nacionales, los focos insurreccionales posibilitaban las condiciones necesarias para una revolución y el campo -principalmente en América Latina- sería el terreno idóneo para la lucha armada (Che Guevara, 1977, véase p. 162).

La polarización de las relaciones entre Estados Unidos de América (EUA) y la ex Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas (URSS) y los escenarios insurreccionales en el mundo, marcaron la tendencia de la militarización de la planificación y el viraje de la política exterior del primero. Por ejemplo, la década de los sesenta fue el período de la nueva generación de militares, mediante la capacitación, formación y las transferencias de capital y tecnología del aparato militar estadounidense hacia América Latina (Barnet, 1976).

El triunfo de los «barbudos» de la Sierra Maestra y el establecimiento del gobierno socialista cubano, fue el detonante para la definición de la política exterior hacia América Latina de Kennedy, junto a sus asesores Rostow, Galbraith y Schlesinger, concibieron un instrumento de planificación que operacionalizaba sus finalidades políticas: la Alianza para el Progreso (ALPRO).

Desde un inicio, la estrategia que dirigía la ALPRO radicaba en su modalidad político-militar, ya que se difundía el neoliberalismo y la contrarrevolución (González, 2003; Pierre-Charles, 1981). Su marco ideológico fue articulado en el centro metropolitano para ejecutarlo en las periferias coloniales latinoamericanas, inspirado en el modelo desarrollista que para García (2006), era un mecanismo que acrecentaba las estructuras de dominación [4] en la región y le otorgaba un papel hegemónico a EUA, como potencia y a sus clases dominantes.

La injerencia contrarrevolucionaria y militar estadounidense en la región, abordó las promesas del capitalismo de manera divisionaria, a partir de un escenario bipolar como lo expresó el costarricense Figueres Ferrer (1962: 26):

«Las Repúblicas Latinoamericanas se han quedado atrás en la era industrial, pero aspira a ponerse al día en la segunda mitad del siglo veinte. Y se encuentran hoy frente a dos puertas abiertas. Sobre cada puerta hay un rótulo colgado. Esos dos rótulos no lo dicen todo, pero sirven para identificar los dos caminos: Revolución Cubana y Alianza para el Progreso».

¿En qué consistía la Alianza para el Progreso? Desde su pronunciación el 13 de marzo de 1961, Kennedy promulga un discurso en el que promete un «Nuevo Mundo» (Alianza para el Progreso, s.f.) [5], donde prevalecerá la abundancia y el progreso. Según esto, Kennedy hace un llamado «… a todos los pueblos del hemisferio para que nos unamos en una Alianza para el Progreso, en un vasto esfuerzo de cooperación, sin paralelo en su magnitud y en la nobleza de sus propósitos, a fin de satisfacer las necesidades fundamentales de techo, trabajo y tierra, salud y escuelas» (Ibid., p. 4).

Esta seductora promesa kennediana se concretiza con la reunión del Consejo de la Organización de Estados Americanos (OEA) el 17 de agosto de 1961 en Punta del Este, Uruguay, en la que se firmó la famosa Carta de Punta del Este [6] que inaugura la ALPRO con una duración de diez años (Pierre-Charles, 1981; De Onis, 1961c). En esta reunión se institucionalizó la contrainsurgencia, la cual fue denunciada por Ernesto Che Guevara [7], delegado de la comisión cubana: ¿Cuál es la posición que verdaderamente conduce a una auténtica planificación, que debe tener coordinación con todos pero que no puede estar sujeta a ningún otro organismo supranacional? (Che Guevara, 1974: 427).

Dentro de los objetivos de la ALPRO se encontraba la necesidad de planificar el desarrollo, para que el compromiso de EUA y su financiamiento de veinte mil millones de dólares se efectuaran. Todo ello, implicaba la intermediación de organismos internacionales para elaborar y evaluar los planes y proyectos que se ejecutarían en cada país. Además, se creó un Comité Interamericano de la Alianza para el Progreso a cargo de la OEA para asegurar el progreso económico y social mediante las reformas estructurales (Alianza para el Progreso, s.f.; De Onis, 1961b).

Sin un proceso de planificación en cada país, la ayuda financiera de los organismos internacionales no se realizaría, por lo que la planificación era un prerrequisito para obtener los recursos prometidos que iban a garantizar el «desarrollo» (De Onis, 1961a; Masís, 1984). Estos recursos mediante la intermediación de aquellos ya no iban a invertirse «… en los grupos agropecuarios tradicionales, sino en un sector nuevo, dinámico y moderno, capaz de encabezar el proceso de «modernización» de estos países» (Cerdas, 1975: 112).

De ahí, se deriva el contenido que adquiere la planificación en esta década como el mecanismo impulsor del progreso social y económico. Los organismos internacionales en conjunto con las élites nacionales, se adjudicaron las promesas con que el interamericanismo transformaría las estructuras «atrasadas» de América Latina.

  1. Conclusiones.

El dominio técnico y el control social constituidos desde la modernidad han creado mecanismos para su propia extensión. Dentro de ellos se encuentran las significaciones que operan en entidades discursivas, mediante instituciones que las promueven. Estas se asientan en estructuras epistémico-ideológicas, con las cuales se comprende y organiza el orden social.

Estas estructuras son las que hemos abordado como coloniales en tanto ejercen control sobre el poder y el saber, pero sobretodo como éstas se articulan con proyectos políticos y económicos que concretizan las relaciones concebidas en la relación superior-inferior. Ello reside en los aspectos de normalización y homogeneización con los cuales se ha presentado la planificación.

La planificación desde su consolidación después de la Segunda Guerra Mundial sirvió para tales fines en Estados Unidos, instaurada en el orden político. A partir de ahí, se recurre a un proceso de intensificación militar, a nivel de su producción y su distribución en el mundo. Respuestas alternativas a esos procesos normalizadores como el caso de la Revolución Cubana (1959), alentaron a las élites metropolitanas para reordenar sus concepciones y procesos de «integración».

Procesos que buscaban ofrecer promesas de progreso y crecimiento económico para que los países latinoamericanos no siguieran el ejemplo cubano, se presentaron en la política exterior estadounidense con J.F. Kennedy y la promulgación de un «nuevo mundo» con la Alianza para el Progreso.

La relación entre la planificación y la Alianza para el progreso la podemos visualizar desde dos ámbitos: el primero reside en la planificación interior estadounidense a través de su despliegue militar contrainsurgente y los niveles de concreción de ella, como fue el programa de la Alianza para el Progreso. El segundo radica en la supeditación de cada país latinoamericano que firmó la Carta de Punta del Este (1961) al orden supranacional estadounidense, el cual ofrecería su apoyo técnico y financiero a las instancias de planificación de aquellos.

Las benevolencias de este «nuevo mundo» se presentaron como grandes ayudas financieras y técnicas, orientadas al sector de educación, salud, vivienda y producción, para que las élites locales modernizaran y transformaran sus estructuras políticas-económicas para desarrollar sus países, sin caer en la «tentación» de los cambios de los modelos de producción y los regímenes de propiedad socialistas.

El primer quinquenio de la Alianza para el Progreso fue el período más intenso para ejecutar las promesas del progreso kennediano, ¿se lograron sus objetivos? ¿cómo operaron las instancias de planificación? ¿América Latina logró su «desarrollo» prometido? ¿qué élites sostuvieron los proyectos modernizadores en estos países? Estas son algunas interrogantes que dejaremos para la discusión, las cuales requieren de una mayor profundización, que emprenderemos próximamente.

Esteban Llaguno Thomas es miembro del Equipo Editor, Revista La Libertad. San José, Costa Rica. Correo electrónico: [email protected]

Notas:

[1] Su obra célebre en este campo fue el Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas, donde se establecía la desigualdad natural debido al carácter superior de la «raza» germana, ya que las demás estaban mezcladas con la «raza» negra y amarilla. Además, con una carga antisemita, la cual sirvió de «baluarte» teórico del proyecto nacionalsocialista alemán, liderado por Adolfo Hitler en la década de los treinta del siglo XX.

[2] Ello nos remite a la promulgación del nuevo orden mundial de la posguerra, donde se creó en 1948 la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) como un órgano de las Naciones Unidas, que asumió el liderazgo intelectual y político para impulsar la creación de instrumentos de planificación en los países latinoamericanos (Díaz, 2005).

[3] Postura dominante en la década de los sesenta a partir de los postulados de Rostow (1967), quien fue el asesor económico del presidente J.F. Kennedy en Estados Unidos.

[4] Dominación que se acrecentaba por la linealidad de los postulados del crecimiento económico de Rostow, según García (2006), se confundía crecimiento y modernización con desarrollo. Según esto, se aplicaba un modelo concebido de manera descontextualizada para las condiciones latinoamericanas.

[5] Véase Discurso del Presidente Kennedy sobre América Latina -13 de marzo de 1961 , en (Alianza para el Progreso, s.f., pp. 2-8).

[6] Véase el documento completo en (Ibid. , pp. 14-33). 

[7] Guevara dejó claro que Cuba estaría de acuerdo con la ALPRO si realmente ésta representase una mejoría en las condiciones de vida de la población. Esta alianza trataba de separar los postulados políticos de los económicos para reducirlo a un asunto técnico, de los cuales Guevara defirió debido al carácter dominante de los EUA con respecto al régimen castrista. Por tanto, Cuba fue el único país que en esa reunión no firmó la Carta (Che Guevara, 1974; De Onis, 1961c).

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