El nombre sugiere rabia y hambre, y da mucho respeto. Dura ya desde hace cuatro días en los que ha habido manifestaciones, bloqueos de carreteras, trenes, metros y cierres de establecimientos en ciudades como Turín, Génova, Florencia, Roma o Palermo, pero los grandes medios, ocupados como están con lo de Ucrania, le han dedicado poco espacio a un fenómeno que el director de la Agencia de información y seguridad interna de los Servicios secretos italianos define como “un movimiento sin una dirección única que presenta una preocupante unión entre distintos componentes animados por un sentimiento de contraposición hacia el Estado y las instituciones”, mientras, por su parte, el ministro del Interior, en una intervención en el Parlamento, lo describe como “una corriente rebelde contra instituciones nacionales y europeas a las que no les falta apoyo de organizaciones antagonistas”.
El perfil de los participantes en la revuelta se va trazando ya en las crónicas de los incidentes del pasado lunes día 9. «Aristócratas en Jaguar y agricultores. Empresarios y obreros parados. Camioneros ahogados por las multas de Equitalia y nuevos ideólogos del fascismo o jóvenes de centros sociales de izquierda. Simpatizantes de la Liga Norte y de Grillo. Ex simpatizantes de Grillo y ex simpatizantes de la Liga. Ex simpatizantes del Partido Democrático y críticos de Matteo Renzi [reciente ganador de las elecciones primarias del PD]. Sindicalistas de base o ex sindicalistas de la CGIL. Objetores de Hacienda e independentistas vénetos. Inmigrantes y ultras de equipos de fútbol […] Un magma volcánico”.
Afinando más, el sociólogo Marco Revelli desbroza el paisaje de la protesta de lugares comunes y extrae el común denominador que hace que estalle este volcán social: la clase media empobrecida que ya “no puede más”, ha llegado al límite, y lo único que quiere es que “se vayan todos a casa”. Es cierto que hay escuadrones violentos que han amenazado a un librero de Savona con quemarle los libros, que hay quien enseña su brazo tatuado con el rostro de Mussolini Dux, y que se oyen en los reportajes de televisión participantes en las protestas que profieren vivas a la mafia o la camorra, a sus ojos más honestas que la casta política, que sería la verdadera mafia. Lo reconocen los propios organizadores del Movimiento de las horcas [I forconi], que avisan a los políticos de que son incapaces de controlar a la gente, y que el tiempo apremia, si no quieren ver una nueva marcha sobre Roma de cuyas consecuencias no responden. También está claro que hay quien tiene intereses en atizar la revuelta, como Berlusconi, cuyo periódico de familia, IlGiornale, titula: «Los italianos empuñan las horcas».
Asusta de verdad este nuevo pueblo, y el presidente del Consejo de Ministros, Enrico Letta, tuitea ayer porla mañana: “Había prometido en abril abolición de la financiación pública partidos antes fin de año. Lo confirmé el miércoles. Hoy en el consejo de ministros mantenemos la promesa”. La Casta trata de aplacar una rabia, ya desatada en las redes sociales y las calles. Los estudiantes de las universidades se movilizan y ya ocupan la Facultad de Ciencias Políticas de La Sapienza en Roma. Se contagia el arranque de rabia y se anuncia no una marcha, pero sí una «vigilancia» de Roma para el próximo miércoles. Lo nuevo de este caos es que la crisis ha creado una nueva clase social que carece de representación política. El único signo de identidad, la bandera italiana, ser ITALIANOS, en mayúsculas, como escriben en sus octavillas. Poco es necesario en este contexto para que cuajen discursos xenófobos. Nada de banderas rojas. A un señor comunista que se presenta con su bandera roja, lo apartan en Teramo diciéndole: «Somos apartidistas».
¿Qué hacer? ¿Ensuciarse las manos en estas protestas o dejar que la derecha social se haga con todo el tejido social más tocado por la crisis? Es un hecho: la crisis, la guerra del euro, como antaño la Gran Guerra, ha parido en Europa una nueva clase social que busca iracunda un nuevo orden en un periodo de decadencia económica, expresión de la progresiva disolución de la economía capitalista y la corrupción del Estado burgués. Se han destruido las precedentes condiciones de vida y la precedente seguridad de existencia de vastos estratos de la pequeña y media burguesía, de la pequeña propiedad campesina y de la intelectualidad. El socialismo reformista ha desilusionado a estas franjas sociales, para las cualesel Parlamento representa la causa de la ruina del pueblo. Perdonen la trampa: son frases sacadas tal cual de la Resolución de la Internacional Comunista de julio de 1923 y del artículo «La revolución enmarcha: el fascismo», escrito por el antifascista Guido Dorso en 1925.
A la revolución neoliberal de la Europa supranacional, le está llegando su contrarrevolución nacionalista. Los populismos de las derechas nacionales han cogido la delantera hace tiempo. No tienen problemas para que el análisis de la coyunturales encaje. Según ellos, de esta crisis del Estado supranacional europeo, se sale volviendo a las soberanías nacionales, al Estado fuerte, a la moneda nacional, al rechazo del Tratado Transatlántico, al refuerzo de la identidad nacional, a la lucha contra la inmigración clandestina. Esa contrarrevolución pisa fuerte, pues recibe apoyos, como antaño el fascismo, de ciertos sectores capitalistas. Marine Le Pen llama a disolver la Asamblea Nacional francesa, mientras Berlusconi avisa que si le arrestan habrá una revolución, y Grillo escribe a los responsables de la Policía y los Carabinieri para pedir que no se castigue a los policías que se quitaron el casco en el primer día de revuelta, y que no sigan protegiendo más a la clase política que ha llevado a Italia al desastre, que se sumen a los italianos, porque están de su lado, lo que sería una señal revolucionaria, pacífica, extrema,necesaria para que Italia cambie. (Nada dice Grillo de la dura actuación de la Policía en la Universidad deLa Sapienza de Roma contra 300 estudiantes.) Pero la cuestión de fondo es: ¿basta con cambiar una clase política para resolver los problemas? A la derecha, le puede bastar; a la izquierda, no.
Estos días se reúne en Madrid el Partido de la Izquierda Europea, que parece seguir apostando por una organización supranacional, internacionalista, alejada de las “tentaciones localistas”. Pero si al término “internacionalismo”, le quitamos la raíz“nación”, nos queda solo un palabro, “interalismo”, que no significa nada de nada. Menos aún delante de una bandera o un ciudadano con una horca. No afrontar a fondo la cuestión de la soberanía nacional, quedarse en la alergia a las banderas y las palabras»patria» o «nación», deja a la ciudadanía de las naciones colonizadas del sur de Europa con una única respuesta: la del populismo de derecha. Hay que arrebatar la idea de la soberanía a la derecha, como bien dice Frédéric Lordon, porque es nuestra, porque nuestra soberanía es la soberanía popular, que significa extender los derechos a toda la ciudadanía (emigrantes, precarios etc.), quitárselos a quienes abusan de ellos (las corporaciones, los bancos, los lobbies…). Sólo así habrá mayor democracia.
No salir a las calles, no dar respuesta a las revueltas populares que, gusten o no, ya están en marcha, es brindar ya por el triunfo aplastante de los populismos de derechas en las próximas elecciones europeas.