El pasado 16 de enero, durante su monólogo televisado de dos horas, el presidente francés Emmanuel Macron no dedicó más de cinco segundos a la situación de los agricultores. Innegable clarividencia la suya: dos días después estallaba una de las mayores movilizaciones del sector agrícola de las últimas décadas. Por toda Francia había tractores bloqueando las carreteras, ganaderos descargando estiércol delante de los supermercados, neumáticos ardiendo frente a los ayuntamientos… Y eso que las señales que anunciaban esta cólera campesina se habían multiplicado a lo largo de las últimas semanas. En Europa, donde las movilizaciones habían convulsionado Alemania, Polonia, Rumanía, Países Bajos, España o Bélgica; pero también en Francia, donde los agricultores llevaban desde noviembre dando la vuelta a las señales instaladas a la entrada de los pueblos, a modo de símbolo de una profesión que “va de cabeza”. El 10 de enero, en un comunicado alarmante, seis sindicatos agrarios europeos describían incluso una situación que se había vuelto “insostenible” y podía “poner en peligro la supervivencia de los productores de la Unión Europea”.
Hace ya mucho que los agricultores del Viejo Continente se encuentran en la cuerda floja: endeudados, presionados por las grandes distribuidoras y los gigantes del sector agroalimentario, azotados por las sequías y las inundaciones recurrentes, obligados a hacer frente a la competencia exterior y sus productos baratos, dependientes de un sistema de subvenciones que favorece las grandes explotaciones. Desde el inicio de la guerra en Ucrania, el panorama se ha ennegrecido aún más. Con la abolición de los aranceles aduaneros y la creación de “corredores de solidaridad” decididos por Bruselas, los productos alimentarios ucranianos han inundado Europa del Este, lo que ha conllevado una caída de los precios que afecta ya al conjunto del continente y menoscaba los ingresos de los agricultores, cuyas diversas facturas (energía, agua, equipamiento, semillas…) se han disparado. Ingresos a media asta y costes de producción al alza en un sector de por sí fragilizado: la menor chispa podía desencadenar el incendio.
En Alemania fue la supresión de una rebaja fiscal sobre el diésel; en Bélgica y los Países Bajos, proyectos destinados a limitar el volumen de las cabañas ganaderas; en Francia, un aumento del “impuesto por contaminación emitida”… Al enfocarse en la gota que colma el vaso en vez de en los torrentes que lo han llenado, los analistas reducen el enfado a una protesta “contra las normas medioambientales”, como si la población campesina fuera por definición indiferente a la crisis climática. Pero eso es precisamente lo que denuncian los manifestantes un poco por todas partes de Europa: el absurdo de un sistema que les hace contribuir a su propia destrucción al defender –a falta de una alternativa disponible de inmediato– pesticidas de los cuales son las primeras víctimas, la búsqueda de una productividad que los lleva a autosustituirse por robots, el trastorno de un medioambiente del cual depende su actividad…
La parte que ocupan los agricultores en la población activa francesa ha pasado del 35% en 1946 a menos del 2% actual. El futuro del mundo campesino vacila entre tres horizontes. Desaparecer bajo el efecto de la división europea del trabajo y la entrada en la UE de grandes países cerealistas. Sobrevivir emprendiendo el camino impuesto por las burocracias y los fondos de inversión, el de una industrialización desenfrenada –pero al precio de estragos medioambientales y humanos que ya están suscitando, aquí y allá, las protestas de la Tierra–. O luchar para que se imponga una agricultura campesina que recupere su vocación alimentaria asegurando al mismo tiempo la autonomía de sus trabajadores. ¿Qué fuerza política sabrá proponer este último camino? Tal es la aspiración de muchos ganaderos y labradores, el deseo de los consumidores y la exigencia de una razón que piensa en el largo plazo.
Fuente original: https://mondiplo.com/la-revuelta-de-los-tractores