A veces me gusta pensar que sigo siendo un romántico, debajo de las capas de maquillaje de descreimiento y cinismo que luzco desde hace tiempo, y puede que sea verdad. Yo creo que sí, que todavía lo sigo siendo, aunque algo especial. No soy de los que miran a la luna llena con ojos de […]
A veces me gusta pensar que sigo siendo un romántico, debajo de las capas de maquillaje de descreimiento y cinismo que luzco desde hace tiempo, y puede que sea verdad. Yo creo que sí, que todavía lo sigo siendo, aunque algo especial. No soy de los que miran a la luna llena con ojos de corderito, pero sí de los que conocen al dedillo los diálogos de Rick en «Casablanca» o de los que se pegan una llorona al ver a un perro abandonado en la carretera, a un anciano solo y triste en algún rincón de nuestras ciudades o a Hitler jodido porque un negro, tan inferior, casi un mono, batía delante de sus narices arias al alemán rubiaco de turno en las Olimpiadas de Berlín. Además, soy de los que está convencido de que los auténticos caballeros sólo defendemos causas perdidas, y eso es romanticismo social.
Bien, pues recientemente he escuchado una noticia, aquí, en mi dorado exilio romano, que me ha conmovido, y sin que suene sensiblero, quiero difundirla. Porque sí, porque me parece bien, la comparto con ustedes. Es simbólica, pero de símbolos también se vive, que le pregunten a Umberto Eco, que sabe mucho de esto y de todo. Porque sé que nadie o casi nadie difundirá la anécdota (o la difundirán de aquella manera), lo hago yo aquí y ahora. Vamos, que utilizando miserable lenguaje de prensa rosa, hoy, más o menos, traigo una exclusiva.
Vayamos por partes, como repetía Jack «el destripador». Una de las cosas más elegantes que hay ahora en Italia es ser ex-comunista. Viste más que ser ex-partisano o ex-combatiente de algo, porque en el fondo, efectivamente, se es ex-combatiente de algo. En un país tan clerical-derechista como Italia pertenecer a la otra iglesia oficial, la clerical-izquierdista, suena mejor, y si se dejó hace tiempo la Iglesia colorada, todavía más caché que te da, pues seguir en la trinchera rojilla lo que trae hoy día (y siempre) son problemas. El propio Giorgio Napolitano, al que me referiré en todo momento, fue perdiendo color por el camino, y él mismo puso su epitafio político con un libro de memorias titulado «Del PCI al socialismo europeo» (traducción cortesía del que suscribe estas líneas; tampoco era muy difícil, no me colgaré medallas).
Bien, pues todo esto viene a cuento de que acaban de elegir a un ex-rojo, Giorgio Napolitano, para el cargo de Presidente de la República italiana. Como adelanta ya su apellido, es napolitano él también (¿cómo no serlo con ese apellido?), octogenario y un tipo curioso. Muy parecido físicamente a Umberto di Savoia, también suave de modos, como el de sangre azul, publicó alguna vez un libro de sonetos en dialecto napolitano, titulado «Pe cupià ‘o chiarfo» (o algo así, da igual), e hizo hasta de actor de teatro (lo de actor de teatro da tablas para ser hombre público, que se lo vengan a contar a Wojtyla). En Estados Unidos le negaron la entrada para dar una conferencia porque era comunista y no se fiaban, no fuese a ser que le diera por tomar palacios de inviernos en vez de por hablar y beber agua, que es a lo que se va a las conferencias. Luego, gracias a la ayuda del maligno Andreotti, acabó impartiendo la dichosa conferencia, aunque no sé de qué habló (personalmente me quedo con el modo de colarse en el Imperio de Graham Greene, con pasaporte diplomático panameño; así no hay que acudir al tío Giulio, que siempre está para todo).
A lo que voy, pues a este ex-rojo le acaban de llevar en volandas al Quirinale, con gran mosqueo de las derechas italianas, que temen que pueda reverdecer laureles personales y se acabe marcando la Internacional delante del Papa, por poner un ejemplo, por aquello de que las cabras siempre tiran al monte. Con gran experiencia política, Napolitano es de ese tipo de hombres que entraron en la Cámara en los años cincuenta y por allí siguen desde entonces. Como la energía, que ni se crea ni se destruye, pero sí se transforma: ha sido Presidente de la Cámara de Diputados, Ministro del Interior, diputado entre 1953 y 1996 y senador vitalicio desde 2005. Ahora acaba de sacar las oposiciones de Presidente de la República italiana, transformación sublime.
Bien, después de tanto marear la perdiz, vamos a la anécdota que me lleva a calentarles la cabeza. Al ser elegido, al nuevo presi, pese a ser tan ex-rojeras, le pusieron escolta policial en la puerta de su casa, en Vicolo de Serpenti, 14, una paralela a Via Nazionale (o a lo mejor se la puso Berlusca no para protegerle, sino para vigilarle, cualquier sabe). Y claro, éstos siempre entran arranchando allá donde van: prohibieron el aparcamiento en toda la calle con cintas de colores. En la operación se llevaron por delante incluso un Fiat Tipo blanco, viejo y muy conocido en la calle, porque hacía las veces de domicilio de un mendigo, de esos que en Roma llaman «barbone». Bien, pues mandaron al pobre, nunca mejor dicho, a soplar nardos al parque más cercano, que eso de ser pobre no es estético. Pero la señora de Napolitano movió Roma con Santiago (en Roma ya estaba, era más fácil de mover) para lograr que volvieran el coche y su inquilino. Dicho y hecho: he pasado por la calle y la cinta policial no llega ya de esquina a esquina, como antes, sino de esquina a coche-domicilio del «barbone». Asomé el hocico y, efectivamente, el coche sigue siendo un domicilio: eran perfectamente visibles las camisas cuidadosamente dobladas en la parte de atrás y la manta sobre el sillón trasero, ése donde los niños norteamericanos se magrean cuando son adolescentes.
La señora del nuevo Presidente podía haber pensado como muchos otros, que los «barboni» manchan la imagen patria frente al turismo y todo eso, y podía haber dejado la cosa ahí. Pero se mojó, por aquello de la ética: el coche debía volver a su sitio, pues este señor no daña a nadie. Y al que no le guste que no mire. Llevará razón Saramago: lo rojo es un estado de ánimo, más que una bandera.
No sé cómo sentará en el Vaticano, que prefiere a los pobres en las puertas de las Iglesias y con la mano tendida, como Dios manda, pero a mí, que soy un romántico, me encantó el gesto rogelio de esta señora y por eso hoy le dedico estas palabras, no sé si mejores o peores. Vi el otro día a la señora en su calle, tímida todavía ante las cámaras de los periodistas. «Una adolescente con nietos», pensé. «Espero que no me la maleen», seguí pensando.
» Leches, en el fondo todavía soy un romántico», concluí. Doble la esquina y me perdí por la Via Nazionale. Seguramente, a buscar libros baratos. Como de costumbre.