Pocos elementos de la transformación posterior a 1989 en Bulgaria fueron un resultado de una política democrática popular, siendo gran parte de aquella fruto del giro mundial hacia la globalización neoliberal. En algunas explicaciones populares que circulan en el país, los cambios políticos ni siquiera fueron revolucionarios: para mucha gente, el periodo no fue más que una adaptación político-económica y un blindaje de las antiguas élites, una explicación que ha mantenido vivo un anticomunismo persistente y a menudo visceral a pesar de que el régimen socialista de Estado desapareció hace 30 años.
Si las narrativas políticas, mediáticas y populares en el país discrepan en torno a la cuestión de si los cambios han traído demasiado o demasiado poco capitalismo, o no el tipo adecuado de capitalismo (sino más bien una versión balcanizada, defectuosa), hay un consenso bastante amplio en que la transformación no ha cumplido su promesa de prosperidad. Treinta años de reformas aplicadas en Bulgaria –a menudo caóticas y experimentales en la práctica, pero coherentes con su lógica neoliberal– han comportado efectivamente un periodo de políticas de austeridad estrictas, resueltas a dar vía libre a los negocios.
Fase uno: la reforma estructural
La primera década y media de la transición estuvo presidida por demandas de reformas estructurales necesarias para reducir el gasto excesivo del Estado socialista. Las reformas se llevaron a cabo en su mayor parte bajo la égida de las instituciones financieras internacionales, a cambio de préstamos de ajuste estructural. La segunda mitad del periodo (después de que el país ingresara en la Unión Europea en 2007) vio nuevas reformas, encaminadas a la optimización de varios sistemas (como la sanidad, la educación y la judicatura), bajo la atenta mirada de la Comisión Europea.
Los siete primeros años también fueron políticamente muy inestables, con cinco gobiernos elegidos democráticamente y cuatro gobiernos interinos. A cambio de ayuda financiera, Bulgaria comenzó a seguir las directrices del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial para embarcarse en una cura de caballo (en febrero de 1991 se liberalizaron de la noche a la mañana el 97 % de todos los precios, incluidos los de los alimentos, generando una fuerte inflación), con el recorte de subsidios, salarios y gastos sociales, y en un proceso de privatización de la economía.
Los primeros gobiernos tardaron en comenzar a privatizar las empresas públicas (un 10 % hasta 1996), mientras que la pérdida de los mercados del Comecon/1 provocó que muchas fábricas solo funcionaran a medio gas, cosa que facilitó el despido de personal en un momento en que el sistema de seguridad social sufría fuertes recortes. La primera fase de la devolución de tierras y de cierre de las cooperativas agrarias y pequeñas empresas del mundo rural fue especialmente devastadora para miles de trabajadoras poco cualificadas, entre ellos muchos gitanos. A lo largo de las siguientes tres décadas, miles de familias gitanas fueron desplazadas además cuando sus viviendas autoconstruidas, que habían sido toleradas por el régimen anterior, fueron declaradas ilegales por las autoridades municipales neoliberales, que querían liberar espacio para promociones inmobiliarias privadas.
La primera ola de despidos masivos en 1990 afectó a trabajadores y trabajadoras cualificadas, con la idea de que se reciclarían y encontrarían trabajo en el nuevo sector privado emergente, pero buena parte emigraron. Para quienes conservaron el empleo, sus ingresos laborales en términos reales cayeron drásticamente (un 66,7 % en 1991). En 1997, el salario mínimo se había reducido 3,4 veces (y el salario medio 2,2 veces) el PIB real per capita. A pesar de que los salarios han aumentado de forma constante desde 1997, esta brecha se mantiene, y algunos análisis muestran que el nivel actual del PIB implica que los salarios podrían ser el doble de altos que lo que son.
A raíz de una grave crisis bancaria y monetaria a finales de 1996, se estableció un régimen de control de cambios y ahora se han delegado todas las decisiones de política económica al FMI. Al mismo tiempo, tras las elecciones se formó un gobierno de derechas que aceleró el proceso de privatización, eliminando otros 275.000 puestos de trabajo a lo largo de los siguientes cuatro años. Mientras, procedió a diezmar la red de seguridad social para quienes habían perdido su empleo, una reforma que se financió mediante un préstamo de ajuste de la protección social del FMI.
Las condiciones de este y otros préstamos tomados a lo largo de los años siguientes recortaron el gran Estado socialista al precio de muchas vidas y recursos para el sustento. Por ejemplo, la cuota que se destina al fondo público de desempleo descendió del 7 % al 1 %, debiendo además ser aportado a partes iguales por empresas y trabajadores. Se eliminó el plus de peligrosidad para las pensiones de 140.000 trabajadores y se estableció una nueva legislación laboral con el fin de crear una fuerza de trabajo flexible, desprovista de muchos derechos, mientras que los sindicatos perdieron poder frente a los representantes de la patronal y del Estado, que actuaban conjuntamente.
Con ánimo de recortar el gasto social se implantaron reformas para ahorrar a costa de la gente más vulnerable, al tiempo que en muchos casos se incrementaban los gastos burocráticos asociados a la aplicación de criterios más restrictivos. Como resume la sindicalista búlgara Vanya Grigorova, el sistema de bienestar humilla más que protege a la gente: quienes consiguen sortear los criterios sumamente restrictivos y logran culminar el proceso de solicitud superburocratizado, reciben finalmente sumas tan humillantemente magras que no llegan ni al umbral de pobreza oficial.
Se privatizó el sector energético (aunque dos de las tres distribuidoras de electricidad son ahora compañías públicas de Chequia y Austria), con el consiguiente aumento de los precios, de manera que actualmente cerca de la mitad de la población búlgara se considera pobre energéticamente. Las reformas del sistema sanitario comportaron una reducción de la cuota patronal a la seguridad social y el imperativo general de estabilidad financiera supuso cargar los costes de un sistema sanitario cada vez más insuficiente sobre las espaldas de la clase trabajadora.
Bajo la égida del Banco Mundial, entre 2001 y 2011 se clausuraron 800 escuelas. El alumnado se reagrupó en clases más numerosas y ahora quienes viven en una localidad que ha perdido su escuela tienen que acudir con el bus escolar al centro más cercano. Muchos niños y niñas simplemente dejaron de ir. Los más afectados fueron de nuevo las familias gitanas. Bulgaria sirvió de hecho de banco de pruebas del cierre de escuelas. Después de este experimento, el Banco Mundial dejó de recomendar la clausura de colegios en otros países.
Una nueva división del trabajo tóxica
A partir del ingreso de Bulgaria en la UE en 2007 se introdujeron nuevas reformas con vistas a seguir optimizando los sistemas, ahora supervisadas por la Comisión Europea. La moratoria decretada en 2001 en materia de privatización de hospitales se levantó en 2008, pese a que desde entonces no ha sido privatizado ninguno. Periódicamente también se reclama la privatización de universidades, pero estas de momento también se han quedado a salvo. No obstante, los hospitales, las universidades y las escuelas que sobrevivieron a los embates de la década anterior han sido objeto de reformas de mercado: los presupuestos delegados que hacen que compitan entre sí, la financiación por proyectos y los diversos sistemas de clasificación sirven para invertir la lógica bajo la que operan: de proveer un servicio público a buscar una ganancia.
Años después de la introducción de mecanismos de mercado, estos sistemas están ahora sumamente infradotados de personal y de financiación y la calidad del servicio público que prestan es en muchos casos insuficiente. Ambos sistemas se caracterizan por unos niveles significativos de exclusión social: más de dos millones de personas carecen de seguro de enfermedad, y quienes sí lo tienen, desembolsan los copagos más altos de la UE. Los datos más recientes del sistema escolar revelan que un tercio de los niños y niñas de zonas rurales abandonan la escuela prematuramente; entre los menores gitanos, la proporción aumenta al 67 %.
Después de que las instituciones financieras internacionales insistieran durante años en la necesidad de reducir la carga fiscal, Bulgaria introdujo en 2008 un tipo fiscal único del 10 %. Este sistema tributario, que de hecho es regresivo, ha generado desde entonces profundas desigualdades: los ingresos del 20 % más rico de la población son en promedio ocho veces mayores que los del 20 % más pobre, frente a un promedio de la UE de cinco veces. Además, aunque la productividad media del trabajo en Bulgaria equivale a la mitad de la media de la UE, los salarios son cinco veces más bajos.
Estas disparidades salariales –sobre un telón de fondo de pérdida perenne de derechos y de seguridad en el empleo– han hecho que desde 1989 hayan emigrado millones de habitantes del país. Tan solo hasta 2005 ya emigraron cerca de un millón de personas (o más del 12 % de la población), mientras que la apertura de las fronteras de la UE en 2007 y el colapso económico mundial en 2008 dieron pie a un nuevo éxodo masivo: en 2018 abandonaron Bulgaria, todos los días, 74 personas con destino a Alemania. Mucha gente trata de mejorar sus magras y precarias rentas trabajando temporalmente en Occidente, una nueva división del trabajo que asegura la provisión de mano de obra barata para las explotaciones agrícolas occidentales, dejando el coste del seguro de enfermedad y de la seguridad social en general a cargo del depauperado Estado búlgaro.
Las nuevas formas de migración laboral precaria han dejado a muchas personas gravemente afectadas. Numerosos niños y niñas crecen bajo los cuidados de sus abuelas y abuelos y no ven a sus progenitores más que a través de Skype. Ha aparecido un nuevo grupo de cuidadoras transnacionales de edad avanzada –migrantes mayores que cuidan de sus hijos migrantes, o migrantes de mediana edad que cuidan de sus progenitores mayores (con ciertas obligaciones malabares hacia progenitores y nietos al mismo tiempo)/2. Esta movilidad motivada por la necesidad de cuidados menoscaba la ciudadanía social tanto en Bulgaria como en los países a los que migran, al limitar o incluso excluir a estar personas de todo apoyo estatal de bienestar social, generando a menudo nuevas formas de desigualdad de género e intergeneracional.
Dislocaciones sociales y espaciales
Estos nuevos foros de división internacional del trabajo también han marcado “un cisma geográfico de la producción y la reproducción social”, que relega la reproducción social al diezmado Estado de bienestar búlgaro y al hogar en particular. Esto ha contribuido a la creciente prevalencia política de la familia y del trabajo de cuidados de las mujeres, nutriendo en parte el pronunciado giro conservador que vemos en toda la región y más allá.
Son especialmente las mujeres y la población migrantes quienes han sido objeto de una presión cada vez más fuerte del ala conservadora. Tras una campaña antigénero iniciada por la extrema derecha y retomada en otros sectores más amplios, Bulgaria se negó a ratificar el Convenio de Estambul sobre la prevención y la lucha contra la violencia contra las mujeres en 2018. Mientras, partidos políticos y medios de derechas han estado calificando sistemáticamente a la gente refugiada y de etnia gitana de problema de seguridad, abogando por la aplicación de políticas racistas y de exclusión, lo que ha dado lugar a que grupos justicieros patrullen a lo largo de la frontera turca para cazar refugiados y se produzcan periódicamente demoliciones de casas en barrios gitanos. La caza de brujas de género y el pánico generado ante las personas refugiadas y gitanas no solo han sido impulsados por partidos de derechas. Conocidos intelectuales supuestamente progresistas y el Partido Socialista Búlgaro (BSP), que es procapitalista/3 y cada vez más conservador en lo social, han sido a menudo igual de entusiastas en esta materia que sus homólogos de derechas/4.
El mecanismo que convierte a las personas de etnia gitana en chivos expiatorios suele basarse en una serie de falsas narrativas, que después se utilizan para justificar nuevos recortes presupuestarios. La afirmación de que dichas personas se aprovechan del generoso estado de bienestar de Bulgaria sirve para legitimar la imposición de más criterios restrictivos para el acceso a la seguridad social. La afirmación de que roban electricidad de las líneas de distribución se utiliza para justificar unas tarifas eléctricas exorbitantes. La afirmación de que los gitanos no pagan las cuotas del seguro de enfermedad se aduce para limitar el acceso a los servicios de urgencias, y así sucesivamente.
En el otro extremo de estas falsas narrativas se halla la panacea de la Inversión Extranjera Directa (IED): mientras tachan a las masas de perezosas, improductivas y no merecedoras de la ayuda pública, la mayoría de los principales partidos políticos (y medios de comunicación) enaltecen la figura del salvador casi mítico, encarnada por el inversor extranjero, prometiendo regularmente atraer IED al país como gancho electoral fundamental. Resulta curioso que en 2019 la emigración búlgara fue la principal inversora extranjera directa, cuyas remesas registradas oficialmente superaron la IED/5.
En su ansiedad por atraer la IED, los partidos políticos suelen predicar regularmente con el mantra del buen clima inversor, destacando el tipo fiscal único del impuesto de sociedades del 10 % y la disponibilidad de una fuerza de trabajo muy cualificada, pero barata. Sin embargo, en las últimas dos décadas la IED se ha dado principalmente en forma de subcontratación de producciones intensivas en recursos y en mano de obra (por ejemplo, la confección) en sectores de bajo valor añadido y “basadas en el dúmping social, en la contención de los costes de personal y en una competencia a la baja”. En la práctica, los atractivos de la economía de transición de Bulgaria, el tipo fiscal plano y la mano de obra barata, se basan en sistemas públicos gravemente infradotados, así como en unos salarios degradantes y en las malas condiciones de trabajo en las fábricas, justo las razones de que tantas personas búlgaras opten en primer lugar por emigrar.
Las últimas tres décadas de insistencia constante en la disciplina financiera y la optimización, la flexibilidad y la movilidad laboral han costado vidas y sustentos y favorecido la inseguridad, la dislocación social y la vuelta a ideologías conservadoras. Es más, muchas de las políticas de recorte de gastos y de creación de entornos favorables a las empresas no funcionan ni en pintura: si cierras escuelas, los niños y niñas dejarán de estudiar; si no aseguras unos salarios dignos y la protección de la seguridad social, la gente se irá.
Veronika Stoyanova es profesora de Sociología Política de la Universidad de Kent, Reino Unido.
Traducción: viento sur
Notas
1/ Consejo de Asistencia Mutual Económica (1949-1991), la alianza económica, encabezada por la Unión Soviética, de los países socialistas de Estado.
2/ Las cuidadoras migrantes de edad avanzada se desplazan a veces hasta cinco veces al año, pasando cada dos meses en un lugar diferente.
3/ El Partido Socialista Búlgaro implantó el tipo fiscal único del 10 % en 2008, por ejemplo.
4/ Tsoneva, J. y Stoyanova, V., Europe, Islam and the Roma: liberalism and the manufacture of cultural difference, (de próxima aparición).
5/ Es más, ha aportado continuamente entre uno y dos tercios, aproximadamente, de la financiación externa desde 2004. En algunas de las regiones más desfavorecidas, familias enteras viven casi enteramente del dinero remitido por familiares emigrantes.