EL TERRENO estaba minado; llegó Nicolás Sarkozy y prendió la mecha. El ministro francés del Interior, que no tiene un pelo de tonto ni en la lengua, conocía de sobra la situación de los barrios periféricos de París. Hasta mis hijos la descubrieron a sus veinte años. Allá por 1985, cuando formaron el grupo Os […]
EL TERRENO estaba minado; llegó Nicolás Sarkozy y prendió la mecha. El ministro francés del Interior, que no tiene un pelo de tonto ni en la lengua, conocía de sobra la situación de los barrios periféricos de París. Hasta mis hijos la descubrieron a sus veinte años. Allá por 1985, cuando formaron el grupo Os Carayos (así, para que los franceses pronunciaran carallo como debe ser) y tocaban por esos andurriales, me decían que no les extrañaría nada que un día se produjese una guerra civil, tales eran las condiciones de vida y el rencor de sus habitantes. De allí salieron los grupos más radicales, en particular nació el rap de Mc Solaar, ese modo repetitivo y monótono que golpea palabras y refranes con una violencia constructiva, y de otros raperos como Disiz La Peste, género musical que no pudo cuajar en ningún otro país de Europa, por no estar abonado.
Sarkozy lo sabía mejor que nadie, dado su cargo. Pero de cara a las elecciones presidenciales del 2007, cada aspirante, sin importarle las consecuencias, practica la demagogia por donde mejor le conviene, y él ansía los votos que suelen recalar en Le Pen. De modo que llama chusma a los habitantes de esos barrios convertidos en guetos, y de paso promete dejarlos impecables con mangas de riego a presión y productos químicos.
Yo, que soy muy mal pensado, atribuyo la campaña más que merecida de desprestigio de Sarkozy a un episodio más de la lucha sorda que se libra en las altas esferas del Gobierno: en todo momento salen por televisión jóvenes revoltosos reclamando la dimisión del ministro del Interior, así como responsables de partidos de izquierda (¡de izquierda digo, no socialistas!); al célebre humorista Guy Bedos le dieron un espacio excepcional para montar un gag en el que ridiculiza al susodicho ministro, y varios internacionales de fútbol, entre ellos el capitán de la selección francesa, Lilian Thuram, quien lanzó ayer un furibundo ataque contra el ministro del Interior por sus arengas contra la «escoria» arrabalera, y dispuso de varios minutos de antena para denostarlo. Curioso, Zinedine Zidane se abstuvo de tomar partido.
Por no quedarse atrás, el primer ministro, Dominique de Villepin, autoriza la aplicación del toque de queda a los alcaldes o prefectos de cada región o ciudad sin que nadie sepa cuál va a ser el resultado: una provocación más (ese decreto había servido para luchar en 1955 contra los padres de los levantiscos y parece perennizar la guerra de Argelia). El Estado carece de personal represivo suficiente, y en caso de querer sacar al Ejército a la calle, como muchos han pedido, tarde piache, porque el Ejército dejó de existir. El de hoy es profesional, que sabe muy bien conducir helicópteros y tanques, pero se revela ineficaz en la lucha urbana, como vemos en Palestina.
Ahora nos sale Sarkozy con una nueva ocurrencia: expulsar a todos los que participen en estas revueltas, sean extranjeros o franceses. Es un guiño más a la extrema derecha, pues ni las leyes de Francia ni sus posibilidades materiales lo permiten.
Mientras tanto, Villepin anuncia algunas medidas en favor de los alborotadores, que no tendrán efecto inmediato. Se necesitarían decenios para modificar el entramado social, docente y urbanístico del país, la contribución de los franceses, en todos los sentidos de la palabra, y muchos miles de millones de euros que no sé de dónde saldrían. (Un plan Marshall francés, dice Ignacio Ramonet).
Total, que Francia está condenada a vivir con la «fractura social» que hace diez años había prometido soldar Chirac, y así engañó a los muchachos que se lo creyeron, votaron masivamente por él y ahora le piden cuentas.
Francia da una nueva lección al mundo: después de la Revolución de 1789, de la Comuna de 1871, de mayo del 68 (muy diferente a lo de ahora: aquello fue una revuelta de estudiantes de clase media), y del no a la Constitución europea, ahora nos sorprende con este ejemplo magistral de cómo no hay que abordar los problemas inherentes a la inmigración.