En Estados Unidos existe una seria posibilidad de que el millonario racista Donald Trump sea elegido presidente. O sea, podría llegar a gobernar la muy inestable economía estadounidense una alianza neofascista de masas entre un grupo minoritario de capitalistas aventureros y lo más primitivo del electorado formado por hordas de xenófobos antilatinos y antimusulmanes, con […]
En Estados Unidos existe una seria posibilidad de que el millonario racista Donald Trump sea elegido presidente. O sea, podría llegar a gobernar la muy inestable economía estadounidense una alianza neofascista de masas entre un grupo minoritario de capitalistas aventureros y lo más primitivo del electorado formado por hordas de xenófobos antilatinos y antimusulmanes, con una ignorancia a toda prueba de las enseñanzas de la historia. En el campo internacional las reacciones y acciones de ese grupo estarían determinadas, antes que nada, por la consigna «Estados Unidos antes que nada» que trae siniestros ecos de la hitlerista «Alemania por encima de todos».
Si Donald Trump llegase a vencer la elección, probablemente aplicaría una política más aislacionista, menos influenciada por la alianza con Europa y más agresiva hacia China y contra la Unión Europea y China y, a juzgar por sus acciones, recurriría a una alianza particular con la Rusia de Vladimir Putin. Esa política, que es resistida por el gran capital financiero internacional, le ofrece a los estadounidenses empobrecidos y despolitizados más consumos y más trabajo «made in USA» y constituye una jugosa zanahoria para la numerosa parte de los estadounidenses más inculta, nacionalista xenófoba, racista y adoradora de un poder fuerte.
Estados Unidos está en plena crisis política y moral y en pérdida de hegemonía y Trump sólo agrega problemas graves a los de la Unión Europea que es la otra pata de la OTAN (el pacto militar anticomunista reforzado durante la Guerra Fría y convertido después en antiruso y en instrumento de Washington para avasallar a sus aliados del otro lado del Atlántico). El sector «enloquecido» del establishment estadounidense serrucha así, en América y en Europa, la base de la estabilidad misma de un sistema construido en los 50.
La Unión Europea, en efecto, enfrenta tendencias disgregadoras. El gobierno de Francia, la segunda economía del Viejo Continente, enfrenta una creciente ola de protesta social por intentar aplicar lo que le dicta el gran capital financiero europeo y el gobierno alemán. Los autodenominados socialistas tienen en el seno de su partido y de la mayoría una fuerte oposición a la prolongación de la semana laboral más allá de las 35 horas y, sobre todo, a un proyecto de ley del trabajo reaccionario que el 87 por ciento de los franceses rechazan. El presidente François Hollande y su primer ministro Manuel Valls están totalmente alineados con la organización de los empresarios aunque su política suicida le valga a Hollande sólo el 14 por ciento de aprobación y aunque su partido no tenga ninguna posibilidad de figurar entre los primeros puestos en la elección presidencial del 23 de abril de 2017 en la que la disputa, verosímilmente, se dará entre la derecha constitucional y la extrema derecha fascista de Marine Le Pen.
Francia -y Europa- están comprobando no sólo que los grandes partidos de izquierda o centroizquierda hacen la política del gran capital sino que también, en la fase actual, no toleran ni leyes ni marcos democráticos.
Los cambios sociales sólo se pueden ganar en las calles. Si hasta ahora no estalló en Francia una huelga general es porque la CGT presiona para lograr un arreglo podrido que le permita sobrevivir al gobierno y, a los sindicatos, obtener modificaciones a la ley del trabajo. Las manifestaciones son cada vez mayores- se harán otras dos el 23 y el 27- y cuentan con la simpatía de la inmensa mayoría. Mientras tanto, en plena temporada turística y cuando se juega la Eurocopa de fútbol, todos los transportes y los servicios están seriamente perturbados. En Bélgica, donde el gobierno quiso también imponer una ley del trabajo similar, la respuesta de los trabajadores fue igualmente masiva que en Francia. En España, la tercera economía, se marcha hacia unas elecciones que se caracterizarán-por lo menos- por una fuerte abstención y por la posibilidad de que una unión vasta del centroizquierda logre la mayoría. En Italia, la cuarta economía, como en Europa oriental, crece enormemente el abstencionismo y triunfan movimientos que rechazan la política de Bruselas.
En este contexto, la City inglesa podría el 26 dejar de ser la principal plaza financiera de Europa (Edimburgo, en Escocia, podría reemplazarla) y la pérdida económica resultante de la salida del Reino Unido de la U.E. sería muy fuerte y agravaría la tensión social. El gobierno de Londres teme por el sistema jubilatorio y sanitario y la gran burguesía, por los efectos del llamado «Brexit», que dejaría al desnudo la profunda declinación del capitalismo inglés.
Un triunfo electoral de Trump y la polarización y radicalización sobre bases de clases y étnicas de la vida política estadounidense pesaría muchísimo en el caso de una Europa en disgregación avanzada y con fuertes conflictos políticos. Rusia, con el apoyo de Trump no sólo reforzaría el papel conservador del gobierno de Putin sino también las contradicciones en el seno de la U.E. entre los miembros más fieles de la alianza atlántica neoliberal, por un lado y, por otro, los que temen a Rusia pero necesitan su mercado y su petróleo.
En este escenario ¿qué papel desempeñarán los esfuerzos de los llamados con gran dosis de optimismo «países emergentes» como Brasil, Argentina, Sudáfrica y sus representantes políticos que llevan decenios de atraso con respecto a la realidad? Y, en esta nueva versión de los años 30, ¿dónde quedarán todos los que en nombre del realismo político proponían utopísticamente seguir detrás de los llamados»progresistas» los cuales, además, o se hundieron o se borraron de la escena?
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