La sacudida que la crisis financiera desató sobre las bases de la Unión Europea y el fortalecimiento de la derecha tras la elecciones legislativas de principios de junio pasado, reabre el debate acerca de la necesidad de refundar el proyecto europeo sobre nuevos cimientos que permitan sortear los efectos negativos de la globalización económica.
Los partidarios de la globalización económica, que a nada temen más que a la política, entendieron perfectamente que apelar al gobierno mundial era el medio más seguro para obtener la paz (léase: ningún gobierno en absoluto). El mismo argumento -aunque un poco menos contundente- resuena en la pluma de economistas súbitamente indignados por los «excesos» del liberalismo y que ahora sólo creen en la coordinación global. ¡Sí! Coordinémonos a escala planetaria; por supuesto, el asunto llevará algo de tiempo… Así, la evocación de los grandes horizontes mundiales sirve invariablemente como evasiva para todas las hipocresías de la acción indefinidamente diferida y para todas las estrategias del eterno arrepentimiento.
Perseguir el sueño de la globalización política que finalmente completaría y estabilizaría la globalización económica -en particular, dándole sus «buenas» instituciones reguladoras- implica no ver las condiciones de su edificación y de su «eficacia», no en el sentido de la eficacia económica sino en el sentido de la capacidad política de esas instituciones para imponer realmente sus normas. No es anodino observar que históricamente los capitalismos se desarrollaron dentro de los marcos nacionales. No podía ser de otro modo, por la simple razón de que no puede haber un proceso de institucionalización significativo si no viene acompañado de una fuerza adecuada, es decir adosada a una auténtica comunidad política constituida. Pero, ¿dónde está el Estado mundial que podría reivindicar una fuerza semejante? En ningún lado, por la simple razón de que no existe una auténtica comunidad política mundial, es decir un cuerpo social-mundo depositario, en último análisis, de la fuerza que los Estados se apropian por captura.
Si la institucionalización reguladora del capitalismo implica hacer que se junten el nivel económico de los mercados y el político de las construcciones institucionales, entonces se trata de hacer «bajar» el primero, pero sin que por ello esté prohibido hacer «subir» el segundo. Desde este punto de vista, el escalón regional se impone con fuerza como el nuevo plan territorial donde podrían intensificarse experiencias políticas que ya están en curso, aunque aún poco desarrolladas.
Paradójicamente, Europa es la región del mundo que mejor y peor comenzó. Que es la más avanzada en el proceso de integración institucional está fuera de discusión. Pero, como a menudo ocurre con las crisis, la sacudida actual goza de despiadadas propiedades reveladoras, en el sentido cuasi fotográfico del término, y se presta a sacar a la luz las taras de la construcción europea. Desde hace tiempo -de hecho, desde el principio-, dichas taras son muy visibles… para quien quiera verlas (1). Son fallas que siempre lograron ser recubiertas con las negaciones habituales, que fueron posibles por la «baja» intensidad de destrucciones sociales convertidas en una especie de «régimen permanente» y, por así decir, fundidas en el ordinario paisaje cotidiano. Pero la singularidad y la violencia del pico de la crisis vuelven irrisorias las estrategias habituales de la minimización, de los «esfuerzos» necesarios y del llamado a la paciencia «que tendrá su recompensa». Se presenta una oportunidad política que la historia rara vez ofrece. Pues he aquí que lo que en frío era inconcebible, en caliente se hace posible: destruir esta Europa. Y hacer otra.
El pisoteo de los dogmas
¿En serio habrá que destruirla? En muchos sentidos, podría considerarse que ya está muerta, simplemente todavía no lo sabe. No obstante parecería que su encarnación, la Comisión, hace todo lo que está en su poder para apresurar esa revelación terminal. En una especie de apoteosis de estupidez doctrinaria, y con un insuperable sentido de la oportunidad histórica, Neelie Kroes, la comisaria que controla las reglas de la competencia, no dudó en intervenir, en el otoño boreal de 2008, en el gran debate sobre la crisis financiera para decir que las inyecciones de un total de 10.500 millones de euros que el Estado francés había establecido para recapitalizar seis bancos (BNP Paribas, Crédit Agricole, Banques Populaires, Crédit Mutuel, Société Générale, Dexia) eran ilegales según las santas leyes de la competencia libre y no falseada (2).
Hay que concederle que, en los papeles y desde un punto de vista absolutamente formal, no está del todo equivocada. En efecto, en el adorable Tratado de Lisboa hay un artículo, el 107, que prohíbe las ayudas del Estado. En verdad, el artículo en cuestión no es el único que dio cuenta de los últimos ultrajes de esta época del sálvese quien pueda-todo se derrumba. El hecho es que las imperiosas necesidades al borde del abismo no dejaron a los gobiernos europeos más alternativa que pisotear los dogmas. Así pues, más valía no extenderse demasiado sobre esas irregularidades, a la espera de que, cuando lo peor de la crisis hubiera pasado, y con la ayuda de algunos efectos de amnesia, todo volviera al orden de la legalidad europea que había sido suspendido por un instante.
Sin embargo, habrá que evitar ser demasiado cuidadoso, pues desde el punto de vista de sus disposiciones económicas más fundamentales, el Tratado quedó en un estado equiparable al de una cancha municipal un domingo lluvioso de rugby. El artículo 123, que prohíbe al Banco Central Europeo prestar a «las administraciones centrales, a los autoridades regionales o locales, a otras autoridades públicas de los Estados miembros», no le impidió abrir un crédito de 5.000 millones de euros a un gobierno, en este caso el húngaro, ¡que ni siquiera es miembro de la zona euro!
También están los artículos 101 y 102, retorno a la competencia, que, al prohibir la constitución de posiciones dominantes y funcionar generalmente como disuasión en las operaciones de concentración, no representaron visiblemente el menor obstáculo a los movimientos de reestructuración bancaria, que por otra parte fueron alentados por los Estados que no vieron en ellos más que la oportunidad de ahorrar un poco en recursos públicos, organizando el traspaso de los bancos más frágiles a aquellos que no lo son tanto. En la agitada recompra de Fortis por parte de BNP Paribas, de Halifax-Bank of Scotland (HBOS) por Lloyds-TSB, de Landesbank Baden-Würtemberg (LBBW) por el banco regional de Baviera, de Dresdner por Commerzbank, la «consolidación» del sector conoció una aceleración prodigiosa al saltearse visiblemente cualquier aprobación europea, en un marco en el que sin duda, en condiciones normales, cada uno de estos expedientes hubiera sido examinado minuciosamente y, en algunos casos (la posibilidad existe), quizá bochados.
Una entrada en escena notable
En un momento fue demasiado. Kroes no tiene problemas en callarse cuando los bancos juegan al Monopoly bajo su ventana, pero tampoco se le puede pedir que reniegue indefinidamente; si no, ¿qué sentido tendría, y para qué, una comisaria de competencia? Nótese la ocasión elegida para estallar: el artículo 107, las ayudas estatales. Porque en la jerarquía de las abominaciones, siempre es el Estado el que aparece primero. Se pisotean los artículos anticoncentración; sin duda está muy mal, pero, a título excepcional, Kroes puede hacerse a la idea, ya que se trata de la idea del capital: el sector privado sabe lo que hace, aun si de vez en cuando haya que retarlo un poquito.
¡Pero el Estado! Era lógico que, de todas las violaciones del Tratado europeo, fueran las ayudas del Estado las que colmaran la paciencia de la comisaria… y la llevaran a su primera rebelión. Lamentablemente, el mundo es malo y los Estados miembro son unos ingratos. Y la protesta generalizada no se hizo esperar. Países no precisamente conocidos por tomarse a broma la construcción europea -Alemania, Suecia, Bélgica- le hicieron saber a Kroes que más le valdría mandarse mudar.
Pero, como para dar crédito a esa idea de una vocación por lo peor, hete aquí que Joaquín Almunia, comisario de Asuntos Económicos y Monetarios, hizo su dramática entrada en escena para recordar que, luego del artículo 126 y del pacto de estabilidad reunidos, los déficits públicos deben permanecer por debajo de la barrera del 3%. Todo, en medio de la recesión del siglo. Se buscan metáforas convincentes que ayuden a hacerse una idea del grado de delirio en que cae la Comisión en este período: ¿una ambulancia detenida por la policía porque acaba de pasar un semáforo en rojo mientras se dirige a la escena de un choque en cadena? ¿Un avión sin combustible impedido de aterrizar porque transporta un yogur vencido?
Por supuesto, siempre se puede contar con los incondicionales para repetir la cantinela, fieles a la etiqueta «La voz del amo»: los déficits se profundizan, las deudas públicas se acumulan. ¿Creen que son los únicos que se dan cuenta? Que la movilización de sumas astronómicas por los presupuestos gubernamentales esté en condiciones de preparar una crisis gratinada con las finanzas públicas le preocupa a todo el mundo. Pero preferir una crisis posible más adelante a una muerte segura ahora mismo parece, normalmente, de una racionalidad elemental. Ganar tiempo: ése es sin duda el último margen de maniobra que le queda a Estados Unidos para tratar de encauzar el desastre. Y eso no es poco: a veces, ganar tiempo ¡salva! Durante ese tiempo, Estados Unidos, que evidentemente sabe mucho mejor que los europeos qué quiere decir «al borde del abismo», prepara un stimulus package del 13% del Producto Bruto Interno (PBI). Busque usted el error…
Hay que reconocer, como descargo para los pobres comisarios, que esta situación deja a la construcción europea en un gran desequilibrio jurídico. Artículos 101, 102, 107, 123, 126… empieza a ser mucho. Ahora, si las ideologías de esta Europa hacen lo que quieren con la coherencia intelectual, no es el caso de los juristas, que, por su parte, tienen algo que ver con la coherencia del derecho. Quede dicho de entrada lo que puede pasar con el derecho europeo cuando las necesidades vitales que se llevan todo conduzcan a violarlo alegremente. Digamos enseguida que la idea de un «derecho por intermitencia» no es de esas ideas que provoca la adhesión fervorosa de los juristas…
Cuando la crisis sea absorbida en algunos años y los negocios retomen su curso, ¿qué argumentos usarán la Comisión, y sobre todo el Triunal de Justicia de las Comunidades Europeas, contra los desgraciados candidatos que pidan la fusión bancaria en frío, cuando estos últimos traigan a colación los antecedentes de Fortis-BNO Paribas o de HBOS-Lloyds TSB? Ahí está la debilidad de las construcciones institucionales muy fuertemente «juridicizadas», como la Unión Europea: tienen muy poca flexibilidad y todo intento de dar un paso por fuera de la senda peatonal, aunque sea en la urgencia de una situación de crisis, crea potencialmente un problema jurídico. Podría objetarse que el derecho rectifica el derecho, y que en los hechos las nuevas líneas directrices operan la adaptación de las antiguas. No obstante, habrá que someter a la opinión de juristas muy calificados la validez, no de la aparición de nuevas líneas directrices, sino de líneas directrices temporarias y reversibles, es decir ad hoc.
Pero en el fondo, ¿qué puede decirse de artículos que han sido tan mal pensados, y deben ser repudiados en la primera crisis seria, si no que es necesario reescribirlos de cabo a rabo (y de hecho, a muchos otros también) y que el período presente ofrece una oportunidad formidable para hacerlo? El gobierno francés, si tuviera dos gramos de sentido histórico, aprovecharía la inigualable ocasión para abrir una crisis política positiva, tan brutal como necesaria, pero tolerable e incluso deseable, justamente porque ofrece la posibilidad de hacer en caliente lo que durante tanto tiempo pareció imposible hacer en frío -incluso con algunos resonantes «no» en todos los referendos-, es decir, relanzar finalmente la construcción europea sobre nuevas bases.
Que un gobierno francés de derecha sea de pronto el posible protagonista de esta prueba de fuerza sumaría al encanto del período. La presencia de Nicolas Sarkozy a la cabeza del Estado incita claramente a morigerar las anticipaciones, conociendo la desproporción entre sus declaraciones y sus pasajes al acto. Ahí está el drama político: si pudiera haber la menor esperanza, se iría por ese lado. Pues no hay que hacerse ninguna ilusión sobre la capacidad de los socialdemócratas para hacer emerger una polémica de este tipo. Ellos se lanzarían a impedir semejante infamia con su propio cuerpo como barrera, dado que está irreversiblemente grabado en sus mentes que responsabilizar a esta Europa es responsabilizar a la única Europa.
En su forma actual, la Unión hace lo posible por asquear todo lo que pueda, a veces incluso (pero en el silencio de sus almas atormentadas) a sus defensores más sinceros. Si quisiera precipitar ataques de encierros nacionales no podría proceder de otro modo. Si de verdad ése es el producto, cada día más probable, de la delirante aventura, casi cabe preguntarse si, para la propia idea europea, no habría que desear que un buen día los plebeyos -quiero decir los «ciudadanos europeos»- se dirigieran a decirles unas cuantas cosas, en directo, a los grandes enfermos que hicieron que esta Europa fuera irreparable.
1 Véase François Denord y Antoine Schwartz, «Una muralla para contener al socialismo», Le Monde diplomatique, ed. Cono Sur, Buenos Aires, junio de 2009.
2 Se trataba, por entonces, de la primera etapa de un plan de «recapitalización» de un presupuesto global de 21.000 millones de euros. Ver, por ejemplo, «Brussels blocks French bank bail-out», The Financial Times, Londres, 28-11-08.
F.L.es economista, autor de La crise de trop. Reconstruction d’un monde failli, Fayard, París, 2009, del que se ha extraído este artículo.
Traducción: Mariana Saúl