Decir que la Unión Europea se la juega en Irlanda parece una obviedad. Todo lo demás entra en el terreno de la especulación, de las hipótesis. Tras su rotundo «no» al Tratado de Lisboa hace quince meses, los irlandeses acuden hoy de nuevo a las urnas. Los sondeos apuestan por el «sí», aunque anoche se afirmaba que la campaña del «no» recuperaba terreno. La UE aguanta la respiración mientras mira de reojo a Praga y niega tener un «plan B».
La teoría asegura que si los irlandeses aprueban a la segunda el Tratado de Lisboa quedará desbloqueada la reforma de las instituciones y la Unión Europea ganará tiempo para definir con más calma su futuro. Los más optimistas afirman que el futuro de la UE es precisamente el Tratado de Lisboa y que la reforma pactada en este texto es suficiente para asegurar años de estabilidad al proceso de integración. Sin embargo, esto implica otorgarle al nuevo Tratado una dimensión que no tiene, puesto que ni tan siquiera la profundización en el actual modelo garantiza su continuidad.
A grandes rasgos, el texto de Lisboa refuerza el poder de codecisión del Parlamento Europeo y mantiene la tendencia de reducir los ámbitos en los que impera el sistema de toma de decisiones (en el Consejo) basado en la unanimidad; instaura la iniciativa ciudadana (un grupo de al menos un millón de europeos de un número «significativo» de estados miembros podrá «invitar» a la Comisión a que presente una propuesta legislativa en los ámbitos de las competencias de la Unión); se clarificará un poco más el reparto de competencias; se creará la figura del presidente del Consejo Europeo, que será nombrado para dos años y medio para garantizar un trabajo continuo y favorecer el consenso; el Alto Representante de la Política Exterior y de Seguridad será asimismo vicepresidente de la Comisión Europea y comenzará a esbozar un futuro y aún incierto cuerpo diplomático comunitario; se otorgará valor jurídico a una Carta de Derechos Fundamentales sin valor añadido, y se facilitarán algo más posibles procesos de integración internos en base a cooperaciones reforzadas de al menos nueve estados miembros.
Todo junto parece mucho, pero no es más que la adecuación mínima necesaria para que puedan seguir funcionando a Veintisiete. Y el maquillaje es tan endeble y delicado que la parte del Tratado que alude al nuevo sistema de toma de decisiones que extiende el voto por mayorías cualificadas no entrará en vigor hasta dentro de varios años. Ni tan siquiera lo pactado para la reforma de la Comisión Europea se ha mantenido, puesto que lo pactado a Veintisiete se fue al garete cuando negociaron las concesiones para forzar un segundo referéndum en Irlanda.
Esto último es otra prueba más de que también el sistema de reforma de los tratados se ha agotado. Ni las conferencias intergubernamentales ni las convenciones ni las negociaciones secretas para desatascar los bloqueos sirven ya cuando ante el rechazo de un Estado miembro se amplía sin pudor ni rubor esta Unión a la carta que no es sino una amalgama irreconocible para la mayoría de geometrías variables, de cooperaciones reforzadas, de políticas parciales comunitarizadas parcialmente, de reuniones bilaterales y grupos de intereses (léase obsesiones estatales)… De estrategias, en definitiva, para estirar el modelo como un chicle.
Pero el masivo desapego ciudadano y la indefinición, por ejemplo, sobre las fronteras últimas de la Unión o la dirección en la que debe avanzar el proceso de integración auguran que los problemas de identidad saltarán de nuevo a la mínima. Será en la negociación de los próximos presupuestos, o cuando toque hablar de Turquía, o cuando las minorías de bloqueo comiencen a primar sobre las mayorías cualificadas, o cuando los contribuyentes netos cierren el grifo de la caja común… O cuando un grupo de estados se decida a avanzar más rápido que el resto en una integración más reforzada. O, al revés, si un grupo decide que ya no quiere ceder más competencias a la Unión (siguiendo la estela marcada por el Constitucional federal alemán). Lo que sí interesa a todos es mantener el mercado único, aunque son ya tantos los socios retrasados en la aplicación de las directivas que ni tan siquiera esto es una garantía de unidad. Y esto en el mejor de los casos para los intereses comunitarios, con la reforma de Lisboa en vigor si todos (irlandeses, checos y polacos) lo ratifican.
En caso de rechazo irlandés, el terreno para las hipótesis aumenta casi hasta el infinito. En cualquier caso, la primera reacción, como siempre, será la de tratar de ganar tiempo, lo que probablemente se traduciría en una relación especial para Irlanda de modo que el resto pudiera salvar la mayor parte del Tratado de Lisboa. Siempre, claro está, que los checos, por ejemplo, no aprovechen la ola y rechacen ratificar el Tratado. Dos «especiales» comenzarían quizás a ser demasiados. Y entonces el mito de la caja de Pandora reventaría en Bruselas.
Sobre todo esto, y mucho más, podremos hablar a partir de mañana, que es cuando comenzará el recuento en Irlanda.
http://www.gara.net/paperezkoa/20091002/159532/es/La-Union-Europea-juega-Irlanda