Nunca antes había visitado Alemania. Mi hermano estuvo becado en Heidelberg –en la zona occidental–, por espacio de un año, en 1989. Como bioquímico, su centro recién inaugurado lo enviaba a prepararse en un laboratorio de esa ciudad. Muchos colegas suyos realizaron (y realizan) prácticas de postgrado en laboratorios del Primer Mundo. Vio caer la […]
Nunca antes había visitado Alemania. Mi hermano estuvo becado en Heidelberg –en la zona occidental–, por espacio de un año, en 1989. Como bioquímico, su centro recién inaugurado lo enviaba a prepararse en un laboratorio de esa ciudad. Muchos colegas suyos realizaron (y realizan) prácticas de postgrado en laboratorios del Primer Mundo. Vio caer la otrora República Democrática Alemana. Hoy trabaja como investigador y especialista en patentes del Centro de Ingeniería Genética y Biotecnología de La Habana. Han pasado veinte años de la llamada reunificación de las Alemanias, es decir, de la absorción de una por la otra. En mis recorridos de trabajo por Berlín preguntaba continuamente si me hallaba de un lado o del otro del antiguo muro: quería apreciar con mis ojos la diferencia, ese «algo» especial que atraía a los alemanes del este como mariposas a la luz eléctrica. En realidad, el Berlín monumental –el que pudo salvarse o reconstruirse después de la guerra–, se hallaba en la zona este: la Universidad de Humboldt, la llamada isla de los museos, la catedral lutherana, la iglesia más antigua de la ciudad… ¿Qué podía encontrar en la zona oeste? Mi guía, un cubano casado con una alemana y radicado desde hace diez años en la urbe, no sabía decirme. Dos autores muy diferentes me dieron una pista. Santiago Alba Rico, filósofo y escritor español, afirmaba –provocador como siempre–, en su texto «Apología del apagón»: «Somos adictos al sexo, a la velocidad, a los espectáculos, al plástico; pero somos adictos, sobre todo, a la luz eléctrica. No hay nada de extraño en nuestra dependencia energética; sin ella ni la producción ni la curación ni la cultura serían ya posibles. Lo extraño es nuestra dependencia estética; el hecho, es decir, de que esa luz que el novelista inglés Robert Louis Stevenson consideraba, por contraste con la del fuego, «un horror para realzar otros horrores», nos parezca tan hermosa hasta el punto de que su prestigio se utiliza para reforzar todas las otras adicciones». El texto es por supuesto una metáfora sobre los mecanismos de hipnotización e idiotización del capitalismo. Los ideólogos de ese sistema solo se ocupan de encender las luces de las vidrieras; mientras menos se explique, mientras menos se sepa, mejor. Los del socialismo necesitan explicarlo todo, todo el tiempo. Por eso las revoluciones empiezan alfabetizando y promoviendo el estudio de todos los ciudadanos. Durante mis encuentros berlineses, una amiga alemana que habla y lee con soltura el español, me obsequió una edición cubana de la novela La confianza, de Anna Seghers. No había leído esa obra, y me llegó en el momento oportuno. Ninguna otra explicación mejor –por demás temprana, previsora–, de los errores del socialismo, del absurdo de la ciudad dividida. Pero también de la necesidad del socialismo. La novela describe así el diálogo en el que un personaje trata de convencer al protagonista de que cruce la frontera:
«–Mira, si sales de noche de la estación y te sumerges en las luces de la ciudad, verás que no tienen comparación con las estrellas. Las estrellas no son más que puntitos, todos del mismo color y muy lejanos, además. Pero en esa ciudad uno ve letreros lumínicos de todos colores. Se encienden y se apagan, clic, clac. Y detrás de las vidrieras, noche y día, hay cosas increíbles.
Thomas se echó a reir, pero Pumi se mantuvo seria:
–Solo entre tanta luz uno se siente verdaderamente feliz. Y después de haber mirado bien, piensas: ‘Aquí hay de todo'» (pag. 209).
Del lado occidental estaban las tiendas, las luces, el artificio, la ilusión que provocaba el mayor de los ilusionistas: el capitalismo. El Europa Center –una tienda por entonces mucho más lujosa–, desde la que se trasmitían programas de televisión especialmente diseñados para la zona oriental, resulta hoy pequeña, prescindible, ante los nuevos e iluminados edificios de tiendas construidos en el este.
www.la-isla-desconocida.