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Las nacionalidades en la Convención: una oportunidad perdida

Fuentes: Pueblos

La aspiración histórica de las nacionalidades sin Estado a ser reconocidas como naciones libres iguales en derechos a los actuales Estados de la Unión Europea ha sufrido un duro revés en los trabajos de la Convención encargada de redactar la Constitución Europea.

El pequeño grupo de burócratas encargado de redactar la Constitución adoptó el nombre de Convención, pero a diferencia de la Convención francesa de la que impropiamente tomó su nombre, la Comisión presidida por Giscard d´Estaing no actuó en el de los ciudadanos, sino en nombre de los Estados de la Unión. Esto explica su marcado carácter neoliberal y sus carencias democráticas, entre las que cabe destacar el olvido de las nacionalidades y de sus derechos. Así, se afirma que «la presente Constitución nace de la voluntad de los ciudadanos y de los Estados»(art. 1.1) y que «las competencias de la Unión son las que le atribuyen los Estados» (art.1.9.2). Llama la atención que en la primera versión del proyecto se hiciera referencia a la «voluntad de los pueblos» y al modelo de «relación federal», pero ese reconocimiento implícito de las nacionalidades quedó posteriormente anulado por el veto que ejercieron los Estados centralistas de la Unión: España, Francia e Inglaterra, precisamente aquellos que tienen problemas nacionales en su interior.

La Constitución Europea se aprobará casi simultáneamente a la ampliación de la Unión en 10 nuevos miembros, muchos de los cuales como Letonia, Estonia, Lituania, Chequia, Eslovaquia y Eslovenia acaban de nacer como Estados independientes con un territorio, una población y un desarrollo económico similar o más pequeño que el de Cataluña, Euskadi, Galicia, Flandes o Escocia. La inevitable comparación añade así razones nuevas al derecho que éstas y otras nacionalidades reclaman en Europa.

Nacionalidad y Estado: ¿quién es el sujeto de derecho?

En el derecho europeo hay innumerables referencias a la autodeterminación de los pueblos como uno de los principios constitutivos de la democracia. Entre otras cosas, porque buena parte de los Estados actuales se crearon invocando ese derecho después de las dos guerras mundiales, en la disgregación de la URSS y de Yugoslavia, o en la reunificación de Alemania. Por tanto, era razonable suponer que ese principio figurase en lugar destacado entre los principios constitutivos de la Unión. Su retirada es, por tanto, más importante de lo que parece.

La concesión que se ha hecho a los Estados centralistas de la Unión tiene sin embargo una doble lectura. Mirada desde el interés nacional de esos Estados, la nueva Constitución puede utilizarse para afirmar (como hacen los nacionalistas españoles) que el sujeto del derecho de autodeterminación no son las nacionalidades sino los Estados; de ahí el empeño en retirar la referencia a los pueblos como sujetos de derecho; de ahí la identificación entre pueblo-nación-Estado, y de ahí también la valoración negativa que, desde el punto de vista de la democracia, cabe hacer a quien coloca la voluntad de los Estados por encima de la voluntad de los ciudadanos.

Algunos teóricos del nacionalismo español vinculados al Partido Socialista han querido ver en ello «un régimen anti-secesión», algo así como «un poder superior» dispuesto siempre a salir en defensa de los Estados contra los movimientos independentistas, pero ésta es una lectura exagerada que no se corresponde con el talante de la Unión ni con los principios de la no-injerencia.

Mirada desde este otro punto de vista, no hay ninguna razón para suponer que la Unión Europea esté interesada en alterar las fronteras de sus Estados (apoyando, por ejemplo, la declaración unilateral de independencia de una o varias nacionalidades), como tampoco la hay para suponer lo contrario: el apoyo incondicional a los Estados contra ellas. Si la Convención ha pasado por alto a las nacionalidades, no es tanto por oposición a ellas como por respeto a la no-injerencia en las cuestiones internas de sus Estados miembros. La Constitución Europea no puede tomarse, por tanto, como un ordenamiento jurídico que impida el reconocimiento de nuevas naciones independientes en su interior si esa fuese la voluntad de las partes implicadas, por lo que la solución del problema se traslada allí donde el problema está: en la relación de los Estados con «sus» nacionalidades.

¿Secesión nacional o soberanía compartida?

El precedente de las nuevas naciones de Europa Central se está utilizando curiosamente para argumentar la inviabilidad de la independencia de las otras nacionalidades europeas. Los principales teóricos de esa idea vuelven a ser algunos núcleos recalcitrantes del nacionalismo español enquistados en el Partido Socialista. Sus argumentos son variados, pero convergen en la misma conclusión. Unos justifican la creación de aquellas nuevas naciones como una necesidad obligada por la falta de libertades en Yugoslavia y en la URSS; algo, dicen, que por existir en Europa deja sin justificación la idea de independencia de las nacionalidades que hay en ella. No importa al parecer la voluntad de sus ciudadanos (que debiera ser el único criterio válido en democracia), ni el ejemplo contrario de la separación amistosa entre Chequia y Eslovaquia. Lo único que importa, al parecer, es justificar la unidad de España. Otros recurren (sin mencionarla) a la infeliz tesis de Engels sobre la «inviabilidad de las naciones sin historia» para «demostrar» con especulaciones sin fundamento que la independencia de las nacionalidades provocaría de facto su salida de la Unión, la imposibilidad de regresar a ella por el veto de los Estados de los que se escindieron y su consiguiente ruina económica (1).

Engels pretendió justificar su aserto en la estrecha relación que existía entonces entre el mercado nacional y el Estado-nación para concluir que la viabilidad económica de una nación dependía tanto de la amplitud de su mercado interior como de un Estado nacional que la protegiera de la competencia exterior. Esta generalización abusiva de una teoría económica acertada no ha impedido sin embargo que las «naciones sin historia» sean hoy realidades tan consolidadas que estén llamando a la puerta de la nueva Europa para ser reconocidas en igualdad de derechos a las otras. No se puede desconocer además que, a diferencia del pasado, en la época de apertura de los mercados a una economía globalizada, la vieja relación entre mercado nacional y Estado-nación se ha modificado hasta el punto que la «viabilidad de las naciones» no depende ya de él, sino del grado de desarrollo económico y cultural que hayan alcanzado, del modo en que se inserten en la economía mundial y de la existencia de instituciones de autogobierno que defiendan sus intereses y preserven su cultura, su lengua, su identidad y su cohesión económica y social.

De otra parte, el supuesto de que una eventual independencia provocaría su salida de la Unión y el veto para reingresar en ella es más una amenaza que una realidad, pues todas las nacionalidades están ya en la Unión como parte constitutiva de ella y no tienen por qué hacer el ejercicio de salir para volver a entrar.

La Unión Europea se está construyendo por agregación y en ese proceso se tiende a sustituir la vieja idea de «soberanía nacional exclusiva» de cada Estado-nación por la nueva idea de «soberanía compartida» entre países miembros. Esta evolución del pensamiento político fomenta la integración europea sobre bases nuevas de respeto a todas las identidades, lenguas y culturas. Incluye también un sistema de lealtades múltiples (nacional y comunitario, de clase y género), de tolerancia constitucional y de consenso político. Este sistema permite a su vez la representación directa de las nacionalidades en la Unión sin necesidad de crear nuevos Estados, porque sus instituciones de autogobierno sirven para defenderlas en el marco común europeo.

Un nuevo discurso para un viejo programa

Las consideraciones anteriores están en la base del importante proceso de renovación que se está dando en una parte de los movimientos políticos de las nacionalidades. Sus fundamentos programáticos descansan en el derecho de autodeterminación, pero desarrollando una amplia gama de propuestas que tienen como referencia las políticas de reconocimiento: reconocimiento de las nacionalidades como entidades políticas sujetas a derecho; respeto a la identidad, a la lengua y a la cultura nacional; reconocimiento del derecho de autogobierno sin otros límites que los que se deriven de la voluntad de sus ciudadanos; y, finalmente, reconocimiento del derecho a representarse por sí mismas en todas las instituciones de la Unión.

La similitud de planteamientos entre los diversos movimientos nacionales y el interés común en ser reconocidas por los Tratados de la Unión plantea la necesidad de construir relaciones federativas entre ellas para hacer algo más que «fomentar relaciones transfronterizas entre regiones». Una relación que pudiera dar paso a un Congreso de los Pueblos paralelo a las otras instituciones de la Unión. Aliados no le faltarían en el movimiento antiglobalización y en las izquierdas alternativas.

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*José Ramón Castaños es miembro de la dirección de Zutik.

Este artículo fue publicado en el n° 11 de la edición impresa de la revista Pueblos, junio de 2004, pp. 38 y 39.

NOTAS

(1) Cuadernos Alzate.

(www.revistapueblos.org)