El Consejo Europeo del 16 y el 17 de junio marca un hito histórico en la existencia de la Constitución europea. Como subrayaba Jean-Claude Juncker, «se ha producido un enfrentamiento entre dos concepciones de Europa: la de aquellos que quieren el gran mercado y nada más… y la de quienes quieren una Europa política integrada». […]
El Consejo Europeo del 16 y el 17 de junio marca un hito histórico en la existencia de la Constitución europea. Como subrayaba Jean-Claude Juncker, «se ha producido un enfrentamiento entre dos concepciones de Europa: la de aquellos que quieren el gran mercado y nada más… y la de quienes quieren una Europa política integrada». Y añadía: «Siempre presentí que este debate estallaría algún día». Sí, este debate tenía que estallar… al menos en el ámbito de las élites dirigentes, porque ya había explotado en los referendos francés y holandés. Con motivo de estas consultas, los votantes, entre todas las buenas y malas razones que les han podido llevar a rechazar el tratado constitucional, sitúan en el centro de sus preocupaciones el empleo, lo social, el control de la competencia entre los modelos sociales y la gestión de las corrientes migratorias (¡Eslovaquia acaba de decidir pagar a sus parados para que se expatríen en Europa!). Dicho de otro modo, un modelo de sociedad que sólo puede ser instaurado por un sistema constitucional que corresponda a los intereses bien concebidos de las naciones europeas más integradas. Algo que no quieren ni Gran Bretaña ni las multinacionales, que son, hay que recordarlo, los verdaderos dirigentes en el proyecto de Europa como un gran mercado. Lo interesante de esta crisis es que pone en evidencia esta contradicción y, desde este punto de vista, se puede considerar que la reacción de Tony Blair, que ha apostado por el fracaso de esta reunión para hacer prevalecer su concepción ultraliberal de la construcción europea, es saludable. Pero más allá del papel nefasto de Gran Bretaña en el conjunto europeo, hay que volver al fondo del debate. Esta crisis es el resultado de una triple ruptura.
En primer lugar, ruptura respecto a las políticas económicas y financieras europeas. Ya no hay acuerdo entre los 25 y, probablemente tampoco entre el grupo de los 12 países de la zona euro, para unas políticas presupuestarias redistributivas (Política Agraria Común, fondos estructurales) en el marco de un presupuesto reducido al 1% del PIB europeo. La voluntad manifestada, en especial por Francia, Alemania, Holanda y Bélgica, de reducir el presupuesto a este nivel mínimo vuelve imposible toda política de futuro y convierte el reparto del resto en un campo de batalla sangriento entre los protagonistas. Más grave aún, las prioridades de este reparto ya no son evidentes: ¿por qué la agricultura y no la ciencia y la investigación? ¿Por qué…? Etc. Independientemente de la legitimidad de las pretensiones de unos y otros, esta ruptura en la orientación presupuestaria pone en evidencia una debilidad grave de la Unión: carece de proyecto. O, más bien, tiene como único proyecto el de Europa como un gran mercado, ultraliberal, cuyo símbolo más elocuente es en realidad el lema de la política de la competencia a ultranza impuesto por la Comisión de Bruselas. En cierto modo, Tony Blair tiene razón: quiere una Europa liberal conforme a la política liberal de la Comisión. Detrás de la política presupuestaria de la Unión, lastrada desde arriba por el corsé de hierro del pacto de estabilidad, hay, evidentemente, otras cuestiones que sufren las consecuencias, ¡sobre todo la ampliación! Ésta, tal y como ha sido negociada, es un error. Debilita a Europa en vez de reforzarla. Esto no significa que haya que dejar fuera a estos países, sino más bien ofrecerles una integración digna de ese nombre, una vez que su economía haya alcanzado un equilibrio con las demás. Para que la ampliación sea un éxito, el caso de España así lo demuestra, son necesarios considerables esfuerzos financieros durante un largo periodo. Ahora bien, el presupuesto actual no lo permite.
La segunda ruptura radica en el proyecto. Afirmar que Europa ya no sabe lo que quiere, ya no sabe lo que es y ya no sabe adónde va, es una perogrullada. ¿Quiere un gran mercado? Entonces no necesita un sistema institucional sólido: le basta y le sobra con unos acuerdos comerciales estructurados, un mecanismo institucional ligero y una cooperación reforzada entre quienes así lo deseen en otros ámbitos. Éste siempre ha sido el punto de vista de Gran Bretaña, aunque hay nuevas fuerzas proeuropeas en este país que modifican lentamente este tropismo librecambista.
¿Quiere una confederación política? Entonces no había que entrar, espoleada por las multinacionales y por la Comisión, en la lógica destructora de la ampliación. Había que estructurar Europa alrededor de los 12 países de la zona euro, desarrollar unas políticas comunitarias que, lejos de «renacionalizar» la Política Agraria Común, la tomasen como modelo en materia de investigación y desarrollo y de construcción de grandes infraestructuras, e ir más lejos en la integración social mediante la armonización fiscal, una política común de empleo, etc. Esto habría significado un proyecto claro y, sobre todo, una política monetaria diferente: una política que situase al euro al servicio de Europa, no Europa al servicio de las élites financieras, como demuestra la política del Banco Central. El euro se ha convertido en una moneda que todos rechazan. Y podemos apostar a que dentro de poco asistiremos a unos replanteamientos sorprendentes…
Europa tampoco sabe lo que es, porque se niega a tomarse realmente por lo que es, es decir, un conjunto de naciones con intereses convergentes y divergentes al mismo tiempo. Al ocultar la realidad europea (todavía no hay, en la conciencia de los pueblos europeos, una pertenencia común, aunque haya comunidades de intereses), la ideología europeísta ha hecho un daño considerable al proyecto europeo. Actualmente, diría Freud, se produce una «vuelta de las inhibiciones». Por último, Europa no sabe adónde va, porque no opone un verdadero proyecto a la globalización liberal. Digámoslo francamente: es más un vector que un modelo económico alternativo. La diferencia entre Blair y Chirac-Schröder es menos importante de lo que se dice: Blair quiere una Europa liberal bajo la hegemonía estadounidense, con instituciones de vigilancia ligeras y que utilice los intereses nacionales en beneficio de Estados Unidos; Chirac-Schröder también quieren una Europa liberal, pero más integrada políticamente, para crear un contrapeso al imperio estadounidense. Los socioliberales europeos siguen también esa línea. Ni unos ni otros tienen un proyecto alternativo a la Europa liberal.
De ahí la tercera ruptura, la que recorre todos los países comprometidos en la construcción europea: la ruptura entre las élites dirigentes (políticas, financieras y mediáticas) y los pueblos. Los referendos francés y holandés lo han puesto cruelmente en evidencia. Los pueblos no están de acuerdo. Mil razones explican este desacuerdo -desde una elevada idea europea, social y universalista hasta el nacionalismo y en ocasiones la xenofobia-, pero el hecho está ahí: bastaba con leer algunos de los artículos del tratado constitucional para saber que iba a provocar chispas en determinados países. Esta ruptura no se arreglará fácilmente. Se puede prever un periodo importante de repliegue, aunque los grupos dirigentes actuales van a hacer como si no hubiese pasado nada. Van a hablar de «renegociación», de «nueva Constitución», pero es un juego peligroso, que puede conducir a explosiones nacionales de consecuencias imprevisibles. En realidad, el único modo de salir de esta triple crisis es, en primer lugar, asumirla y tomarse tiempo para esbozar la idea del futuro europeo. Lo que hoy necesitan las poblaciones es un verdadero proyecto común europeo, centrado en la idea de que Europa no es un sacrificio, sino un bien; no una antinación, sino un lugar donde las diferencias nacionales alcanzan su expansión; no una máquina que destruye los vínculos sociales, sino un progreso social; una potencia independiente capaz de actuar en el mundo y no un enano político. Está claro que las élites dirigentes de la Europa de hoy son incapaces de ofrecer este proyecto. Las sociedades civiles europeas deben hacerlo suyo y, a través de un debate serio, abrir las vías para la formación de una verdadera opinión pública europea. Desde luego, no es suficiente, pero es el primer paso para reconciliar Europa con sus pueblos.
Sami Naïr es profesor invitado de la Universidad Carlos III. Traducción de News Clips