En las últimas dos décadas, pueblos, comunidades y movimientos políticos indígenas han profundizado formas novedosas de organización social territorial que definen, en medidas diversas, construcciones histórico-estatales como Bolivia, pero fundamentalmente autonomías radicales como en México, Colombia, Chile, Argentina y Ecuador, que hacen de Latinoamérica el lugar más importante de la lucha anticapitalista. Son movimientos antisistémicos. […]
En las últimas dos décadas, pueblos, comunidades y movimientos políticos indígenas han profundizado formas novedosas de organización social territorial que definen, en medidas diversas, construcciones histórico-estatales como Bolivia, pero fundamentalmente autonomías radicales como en México, Colombia, Chile, Argentina y Ecuador, que hacen de Latinoamérica el lugar más importante de la lucha anticapitalista.
Son movimientos antisistémicos. En esencia antiextractivistas que se oponen a la explotación enajenada de la naturaleza en cualquiera de sus formas, sea privada, estatal o mediante asocios público-privado. Mancomunados en la perspectiva de su filosofía del «Buen Vivir», resisten al despojo, saqueo y daño de los recursos naturales y proponen una visión milenaria de armonía con la tierra y sus frutos, el agua y sus fuentes, la vida como integralidad, donde el ser humano cuenta con ética de preservación.
Se trata de una insurgencia de nuevo tipo que conmueve a Latinoamérica y que surge en los márgenes del sistema mundo. Historia cargada de experiencias radicales y portadoras de cosmovisiones distintas al modo occidental. Se oponen de lleno a la lógica del capital que busca la ganancia máxima privada y, en cambio, proponen en los hechos la producción común y colectiva.
Sus luchas son dirigidas hacia destruir el corazón del capitalismo: la contradicción entre el capital y el trabajo que en su forma actual conocemos como explotación y que se manifiesta en sus esferas de acción, circulación y realización. Al mismo tiempo, atacan las formas de conciencia social determinadas por la cultura del capital, el individualismo, el consumismo, el despilfarro, la desigualdad y sus variantes de clase, género y etnia. No se trata de una teoría, sino fundamentalmente de una práctica. Se oponen al capitalismo en los hechos.
Son sociedades en movimiento, su base es comunitaria que implica la organización horizontal, reduciendo al máximo las jerarquías del poder como dominación anteponiéndole el poder como creatividad, como capacidad común de hacer junto a los otros.
El sociólogo uruguayo Raúl Zibechi los define como «portadores de un mundo nuevo», porque producen y reproducen sus vidas con base en relaciones de reciprocidad fortaleciendo una nueva cultura también con base en la solidaridad.
En México, las comunidades indígenas zapatistas en el sureste del país representan la autonomía más desarrollada del continente. Desde el año 2003, un extenso territorio se consolidó como asiento de las Juntas de Buen Gobierno, formas de organización político comunitarias donde las poblaciones compuestas por cientos de miles de indígenas tzeltales, tojolabales, tzotziles, mames, entre otros, conforman el Ejército Zapatistas de Liberación Nacional (EZLN), organización que lideró el levantamiento indígena de 1994.
La posesión de la tierra es colectiva, su producción, comercialización y consumo, también. Han edificado métodos de trabajo donde todos los integrantes de municipios, pueblos y comunidades participan para resolver necesidades de salud, educación, vivienda, proyectos productivos, comunicación, justicia, ejercicios del Buen Vivir. Su práctica la definen como «mandar obedeciendo», donde el liderazgo es colectivo y rotatorio.
Desde la insurrección zapatista de 1994, el Gobierno mexicano ha activado una guerra de contrainsurgencia. Es responsable del genocidio en 1997 en la localidad de Acteal, Chiapas, donde fueron acribillados decenas de indígenas; mantiene militarizada la zona con métodos de acción punitiva, control de poblaciones, crímenes selectivos como el reciente contra el líder zapatista José Luis Solís López, conocido entre sus compañeros como ‘Galeano‘.
El actual presidente, Enrique Peña Nieto, se niega, como sus predecesores, a reconocer los derechos de los pueblos originarios. En contraparte, busca desarticular el proceso autonómico extendido y profundizado en Chiapas.
Otro caso interesante es el boliviano. A raíz de amplios movimientos subalternos en los años 2000 y 2003, surge un liderazgo plurinacional indígena.
En Cochabamba como en El Alto, millones de aimaras y quechuas, pueblos originarios, construyen una territorialidad anclada en usos y costumbres milenarias. Se movilizan en defensa del agua frente a las empresas transnacionales, como también lo hacen por la preservación de sus territorios naturales contra la explotación de gas al estilo extractivista.
Construyen pueblos con organizaciones colectivas, las decisiones son plurales, en común y practican formas de política basadas más en el acuerdo y el consenso. Mantienen una relación de coordinación, a veces tensa, con el Estado, hoy liderado por el presidente indígena Evo Morales, quien también practica la consulta nacional para tomar decisiones importantes como las relacionadas a la construcción de carreteras o la producción minera.
Estos movimientos sociales lograron modificar la estructura del poder formal y abrieron un proceso de reforma desde abajo, es decir, desde las bases sociales. Cuentan con la primera constitución política nacional que reconoce los derechos de los pueblos originarios que hizo declarar a Bolivia un Estado Plurinacional reconociendo las naciones étnicas que lo constituyen. Eso les ha permitido mantener un proceso de transformaciones permanentes y de movilizaciones para orientar decisiones gubernamentales importantes.
El conocido Plan 3000, en la localidad de Santa Cruz, da origen a un territorialidad indígena activa. Más de 250.000 quechuas y aimaras hacen efectiva la autonomía indígena oponiéndose a proyectos modernizadores capitalistas. Orientan al Gobierno hacia medidas acordes a la voluntad popular.
En Colombia, los pueblos indígenas nasas en el nudo montañoso del Cauca, al norte del país sudamericano, practican «el camino de la palabra digna». A partir de la toma de decisiones políticas en sus cabildos, hacen efectiva la democracia directa con la participación de todos los pobladores. Avanzan en lo que consideran la recuperación de sus tierras y allí profundizan procesos autonómicos como forma de convivir mejor con los territorios desde una visión de madre.
En sus comunicados y voces públicas señalan: «hemos establecido que la solidaridad y la ternura reemplacen para siempre a la competencia y al afán de poder. Esto lo aprendemos de nuestras hermanas, abuelas, madres y compañeras».
En Chile, los pueblos originarios mapuche se han revelado históricamente contra «los proyectos de muerte», dicen, al calificar los proyectos privados. Actualmente se oponen con masivas movilizaciones a las presas hidroeléctricas, mineras transnacionales y supercarreteras como gasoductos. Se trata de la lucha contra el despojo de sus tierras colectivas. Han sido perseguidos, reprimidos, encarcelados. Han salido avante en sus luchas dignas por la vida. Consolidan así una identidad política de la ‘comunalidad’, como el principio de hacer política colectivamente.
Los pueblos indígenas marcan así una tendencia que prioriza al ser humano en su entorno biocultural y también, en los hechos, se enfrenta a las vorágine del capital.
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