Traducido del francés para Rebelión por Caty R.
«Europa es nuestro futuro común», proclamaron solemnemente los 27 jefes de Estado y de gobierno de la Unión con ocasión del cincuentenario del Tratado de Roma, el 23 de marzo de 2007. Y añadieron: «La unificación europea nos ha traído la paz y la prosperidad (…) gracias al deseo de libertad de los hombres y las mujeres de la Europa central y oriental hemos podido acabar definitivamente con la división artificial de Europa». Esas declaraciones señalan la dimensión histórica del proyecto europeo edificado sobre las ruinas todavía humeantes de la Segunda Guerra Mundial, pero sobre todo ponen de manifiesto la mitología que le rodea y su corolario, una cierta negación de la realidad.
¿La paz? Cedamos la palabra al antiguo diputado y siempre muy europeo Jean-Louis Bourlanges: «No es Europa la que ha hecho la paz, sino la paz la que ha hecho a Europa». Aunque selló la reconciliación franco-alemana, en efecto, la construcción comunitaria se inscribe en el bloque atlántico y su desarrollo es inseparable de la Guerra Fría. Todos los «padres fundadores» (Jean Monet, Paul-Henri Spaak, Konrad Adenauer, Alcide De Gasperi, etc.) eran atlantistas, incluso alineados con las políticas estadounidenses.
¿La prosperidad? ¿Cómo pronunciar fríamente esa palabra en el momento en que la miseria se expande lentamente por todo el territorio de la Unión?
En cuanto a la «división artificial» del continente, obviamente se refiere a la Guerra Fría y al telón de acero que cortó en dos a Europa e incluso a familias enteras. Da a entender que habría existido una «unidad» perdida que había que recuperar. Pero la Unión Europea de los 27 -si contamos a Croacia 28- no corresponde a ninguna realidad histórica. El imperio de Carlomagno, citado a menudo como referencia, solo llegaba a los Estados bálticos y no a Escandinavia. Europea cuando se trata del Consejo Europeo o del concurso de Eurovisión, a Turquía le niegan esta pertenencia cuando pide su adhesión a la Unión… ¿Cómo pensar en la unidad de una entidad, sin precedentes históricos, cuyas fronteras se someten a debates y se vuelven a definir periódicamente debido a las nuevas adhesiones?
«Hay que hacer Europa por la espada», sugería el periodista francés Jean Quatremer en 2008 cuando un conflicto enfrentaba a Rusia y Georgia. «La guerra o la posibilidad de una guerra permitiría a la Unión afirmarse según los mismos mecanismos que permitieron la construcción de Estados Unidos. Así pasaríamos de «la Europa por la paz a «la Europa por la espada»» (1).
También el profesor neoyorkino Thomas J. Sargent, llamando en su auxilio a los siglos pasados, encuentra su inspiración -como muchos federalistas- en la historia de Estados Unidos. «¿Se pueden seguir perdiendo oportunidades durante mucho tiempo todavía? ¿No convendría llevar a cabo una auténtica revolución institucional, a la manera de la que emprendieron entre 1788 y 1790 los creadores de la Constitución de los Estados Unidos de América enfrentados a una crisis aguda de las deudas públicas de la Confederación y de los Estados Confederados?» (2).
Estas reflexiones dan a entender que se podría «forzar» el sentimiento nacional. Sin embargo parece que es al contrario: es la convicción más o menos fuerte de compartir un destino la que conforma la realidad. ¿Las 13 colonias inglesas de América habrían acabado construyendo un Estado si no las hubiese unido la lucha contra el colonizador fiscal en la defensa de intereses comunes? Además el hecho de compartir la lengua y la religión creó un espacio político entre las poblaciones insurgentes. Lo que obviamente está muy lejos del caso de la Unión Europea. Ninguna audacia institucional puede reemplazar el deseo de vivir juntos.
¿Entonces la construcción europea, tal como la conocemos, no tiene ningún sentido? Sería exagerado después de 60 años de trabajo compartido. Sin embargo desde ciertos puntos de vista refleja más un sentido de la fe que de la razón. Sus defensores «creen» a pesar de las dudas destiladas diariamente por una realidad cruel, a pesar del resentimiento cada vez más evidente de los pueblos que no quieren oír hablar de una Unión que solo da malas noticias. Porque a menudo es en nombre de lo que podría ser la integración comunitaria, y raramente en nombre de lo que es, por lo que la promueven sus dirigentes. Cualquier tratado, aunque sea malo, se debe adoptar con el pretexto de que hará «avanzar a Europa». ¿Y en definitiva no es «la fe» la que justifica un autoritarismo cada vez más abierto que vuelve la espalda a los valores democráticos que presuntamente debe defender la Unión?
Notas:
(1) » L’Europe par l’épée «, 31 de agosto de 2008
(2) » Estados Unidos antes, Europa ahora , conferencia del Premio Nobel de Economía 2011 Thomas Sargent.
Fuente: http://www.monde-diplomatique.fr/mav/129/ROBERT/49143