Sería en 1982 o 1983 que comencé a colaborar en un proyecto del Ministerio de Desarrollo Agropecuario y Reforma Agraria en Jinotega y Matagalpa, llamado Héroes y Mártires de San Andrés del Bocay y dirigido por un singular personaje característico de esa revolución que después de la cubana trastocó la imaginación de todos los latinoamericanos: […]
Sería en 1982 o 1983 que comencé a colaborar en un proyecto del Ministerio de Desarrollo Agropecuario y Reforma Agraria en Jinotega y Matagalpa, llamado Héroes y Mártires de San Andrés del Bocay y dirigido por un singular personaje característico de esa revolución que después de la cubana trastocó la imaginación de todos los latinoamericanos: Carlos Paladino.
El proyecto tenía como propósito evacuar de la frontera con Honduras a la población mískito y sumo, que habitaba en la parte superior de los ríos Coco -que divide a los dos países- y Bocay, ya que eran objeto de agresiones constantes por parte de la contra, que ya para esas fechas, con todo el apoyo del gobierno de Estados Unidos, había desencadenado la guerra de agresión que costaría al pueblo de Nicaragua más de 85 mil muertos y miles de heridos y mutilados.
Ingresé al pequeño equipo como asesor en cuestiones antropológicas, pero en la práctica actuábamos todos como parte de un gobierno que con las armas en la mano defendía esa revolución y esa patria a partir de múltiples tareas que incluían el suministro de todo lo necesario para la sobrevivencia de la población indígena, elaboración de informes sobre la situación política ante la agresión militar de la contrarrevolución, trabajo político entre mískitos, sumos y mestizos.
En junio de 1983, junto con otro compañero mexicano, Carlos Peláez Goycochea, elaboramos un informe «sobre la situación de la población mískito y sumo ubicada en Jinotega y Matagalpa y evaluación del proyecto Héroes y Mártires de San Andrés del Bocay, en el que describimos la compleja y difícil situación a la que se enfrentaba el proyecto, en el contexto de las dificultades militares y políticas que la contrarrevolución provocaba. Había frecuentes emboscadas en la zona que recorríamos y hubo numerosos muertos y heridos debido a ellas. Transitábamos por los caminos de terracería a altas velocidades y con los vehículos separados a distancias prudentes, y cuando la permanente locuacidad nicaragüense era sustituida por el silencio y se ordenaba el tiro en boca
, o cortar cartucho, significaba que la posibilidad del ataque era muy alta. De nuestro equipo, un joven combatiente de la jornada insurreccional, a quien le decían El Chele, murió sin tener la posibilidad de responder el fuego mortal de sus agresores.
Carlos Paladino podría haber sido un legendario héroe de relatos guerrilleros. De hecho lo es. Antes de la insurrección, Paladino era un exitoso agrónomo a punto de terminar la carrera, con un buen empleo, automóvil último modelo, casado con una muchacha de familia acomodada de Granada y con hijos. Nadie hubiera podido imaginar que su próspera situación se trastocaría radicalmente.
Tenía como compañero de banca en la universidad a un militante del FSLN, quien hablaba constantemente sobre la lucha contra la tiranía de los Somoza, a lo que Paladino respondía con bromas y evasivas. Pasado un tiempo y en una ocasión en que un profesor se refería a los campesinos en términos peyorativos en ausencia del militante del frente, Carlos lo increpó y le respondió con pasión, logrando los aplausos de sus compañeros y dándose cuenta de que la prédica sandinista comenzaba a hacer mella en él.
Poco a poco le pidieron pequeñas tareas de comunicación y transporte, hasta que finalmente, pese a su resistencia inicial, fue reclutado formalmente por el FSLN. Le informaron que recibiría un telegrama desde Costa Rica para un supuesto seminario en ese país, pero en realidad pasó clandestino hacia el interior de Nicaragua y al llegar al campamento guerrillero y recibir su primer curso
sobre armamento, uno de los guerrilleros, armado de un rifle calibre 22 se agachó y por accidente su arma se disparó, hiriendo a Paladino en el pecho.
Despertó en un hospital de campaña; se restableció de esa herida y no regresó más a su casa hasta después del triunfo de la revolución el 19 de julio de 1979. Dos meses fungió como responsable militar de Granada, expropió tierras de su propio suegro y un día que estaba abriendo la puerta de su domicilio particular, observó un coche que a toda velocidad daba la vuelta a la esquina.
Su reacción fue tirarse al suelo mientras los disparos de metralleta pasaban sobre su cabeza. Paladino disparo su arma sobre el vehículo atacante, matando a sus dos ocupantes. Esta situación lo puso en un riesgo mayor, por lo que fue enviado a la frontera con Honduras como responsable del proyecto Héroes y Mártires de San Andrés del Bocay.
Paladino relataba anécdota tras anécdota sobre sus experiencias en la revolución, sin rasgo alguno de presunción; al contrario, su charla era natural, fluía conforme el trabajo se llevaba a cabo, en los largos recorridos por las zonas de guerra, en los viajes a Managua. Su vida se vio realizada con los derroteros que le brindó la revolución, particularmente durante la lucha armada insurreccional, en la que se desenvolvió a sus anchas como temerario combatiente.
De pronto, desaparecía del proyecto para acompañar a un Batallón de Lucha Irregular (BLI), los comandos sandinistas, que marchaba hacia las zonas de combate en la frontera con Honduras. Regresaba después de algunas semanas, más delgado y maltrecho, con otras crónicas de odiseas y peripecias.
Paladino, aunque un personaje excepcional, no era muy diferente de muchos compañeros que habían encontrado su vocación en la runga
(la revolución). Conocerlo y trabajar con él y su equipo fue un honor y un aprendizaje sobre la consistencia de los hombres y las mujeres que habían logrado derrocar a una opresiva y sangrienta dictadura, sobre la naturaleza extraordinaria de los guerreros nicaragüenses, dignos hijos e hijas de Sandino.
Fuente: http://www.jornada.unam.mx/2014/09/12/index.php?section=opinion&article=025a1pol