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«El ser humano tiene que poder soñar»

Más violencia para los desvalidos: la experiencia de un judío alemán revolucionario en la Palestina de antes de 1948

Fuentes: Tlaxcala

Traducido para Rebelión y Tlaxcala por Vicente Romano

Jacob Moneta cumple hoy 92 años y es miembro del PDS (Partido del Socialismo Democrático). Nació en el seno de una familia judía en 1914 y se hizo trotskista muy joven. En 1933 emigró a Palestina, de la que volvió a Alemania en 1948, unos meses antes de la fundación del Estado de Israel. Moneta no era ningún sionista.

De 1953 a 1962 fue relator social de la embajada alemana en París y en 1962 se convirtió en redactor jefe del periódico sindical Metall en Francfort del Meno. Este texto lo escribió tras el «otoño alemán» de 1977, después del secuestro del avión de Mogadiscio y las muertes de Andreaas Baader y Gudrun Ensslin, fundadores de la Fracción del Ejército Rojo el 18 de octubre en Stammheim. Su testimonio acerca de su experiencia en Palestina es importante: demuestra que no todos los judíos de izquierdas que huyeron a Palestina eran sionistas.

1.
Blazova está entre Cracovia y Lemberg, al oeste del río San, que separa Polonia de Ucrania. En la Galitzia Oriental se llaman rutenios. Cuando cumplí 4 años, el 11 de noviembre de 1918, se fundó la República de Polonia. Josef Pilsudski se hizo proclamar Jefe provisional del Estado. Había sido cofundador y dirigente del Partido Socialista Polaco. Durante un tiempo perteneció en Vilna al mismo grupo ilegal que Leo Jogiches, compañero de lucha de Rosa Luxemburg, y que, como ella, fue asesinado por la contrarrevolución alemana. En 1926 el mariscal Pilsudski se hizo con el poder mediante un golpe de Estado e instauró un régimen autoritario. La reunificación de Galitzia, bajo administración austriaca, de la Polonia del Congreso, bajo administración rusa, y de la Polonia prusiana, la liberación de su país bajo Pilsudski, la celebraron los polacos en mi ciudad natal Blazova, y no sólo allí, con un pogromo de judíos.

Los judíos se apiñaban en una habitación, hombres, mujeres y niños. Habían tapado las ventanas con colchones para que no pasase ninguna luz del exterior. Personas armadas entraron en la habitación, sacaron a algunos, les golpearon, registraron en busca de dinero. Arrastraron a mi madre. Mi padre quiso socorrerla. Recibió un culatazo que le rompió el tímpano. Vi cómo mi madre se aferraba al marco de la puerta, oí su grito de socorro: «¡Violencia!». El hombre armado que la pisoteaba era un condiscípulo suyo. El odio a los judíos, alimentado por los nacionalistas polacos, no podía descargarse por doquier sobre personas indefensas. Allí donde la «Confederación», la mayor fuerza organizada del proletariado judío, había formado sus grupos de lucha armada, la mayoría de los pogromistas salieron escalabrados. Resistencia ofrecieron no sólo los judíos, sino también los obreros conscientes de cualquier nacionalidad. Para ellos, el antisemitismo era una peligrosa arma propagandística del enemigo de clase. Había que combatirlo. Con todos los medios. A mi padre le decían en Blazova el «alemán». Había venido de Francfort del Meno y había encontrado en la pequeña ciudad textil de Galitzia a su mujer. Tras el pogromo publicó anuncios contra el cabecilla. Lo amenazaron con vengarse. Así que volvió a Colonia en 1919. A los 5 años entré en la escuela. Con tres años me enseñaron en el «Cheder», una especia de escuela religiosa, el alfabeto hebreo. En Colonia, por la mañana iba a la escuela y por la tarde al «Cheder», donde la Biblia se enseñaba en hebreo y luego el Talmud en arameo. Los maestros eran en su mayoría comerciantes arruinados. Uno de ellos llevaba siempre un látigo con el que azotaba a todo el que era rebelde o daba una respuesta falsa.

A la salida del Ceder era cuando solíamos enfrentarnos a la verdadera lucha. Fuera nos esperaba ya una banda de jóvenes que se lanzaba contra los jóvenes judíos al grito de HEP-HEP. Tuvimos que aprender a correr más que ellos o a defendernos. De entre los alumnos del Ceder salió una serie de conocidos boxeadores amateurs. La autodefensa había contribuido a su formación deportiva.

HEP es la abreviatura de «Hierosilima est perdita – Jerusalén está perdida». Empecé a soñar con esta Jerusalén perdida. Una leyenda judía dice que a media noche un chacal recorre siempre la desolada plaza de Jerusalén en donde los romanos destruyeron el templo en el año 70 d. C. Cuando se logre cazar este chacal volverá a resurgir el viejo reino judío en todo su esplendor. Qué había más próximo que yo cazase este chacal 1900 años después de la destrucción del templo. Mi preparación práctica la inicié con mi entrada en un grupo sionista. Pero los sionistas no vivían todavía en Palestina. El movimiento obrero alemán, entonces el más poderoso del mundo capitalista, fascinaba también a la juventud judía sionista. En las elecciones de 1924 el SPD (Partido Socialista Alemán), con casi un millón de afiliados, había recibido 9 millones de votos y entró en el Parlamento con 152 diputados. El KPD (Partido Comunista de Alemania) obtuvo 54 escaños, el NSDAP (el Partido Nacional Socialista Obrero Alemán), los nazis, sólo 12. En Prusia, los socialdemócratas, con 229 de los 450 escaños, consiguieron la mayoría absoluta. La ADGB (la Federación Sindical General Alemana) disponía de 4,7 millones de afiliados, la Federación de Atletismo y Deportes 700.000, la Federación Obrera de Ciclistas «Solidarität» 220.000. Había una Federación de Atletas Obreros, una de Ajedrecistas, otra de enfermeros voluntarios e incluso una de tiradores. El movimiento obrero creó una contrasociedad dentro del Estado capitalista.

Cuando el socialdemócrata Hermann Müller formó el nuevo gobierno, su ministro del Interior Karl Severing declaró que el nuevo gobierno tenía la intención de dar vacaciones por cuatro años. Vacaciones a las crisis de gobierno, a los esbozos de programas y a la asesoría de directrices.

Durante las vacaciones se efectuaría trabajo práctico para la edificación de la República.

El reflejo de todo esto cayó también sobre nosotros, la juventud judía que aprendía, leía y trabajaba. La mayoría de nosotros se hizo socialista. No siempre a través de Karl Marx, aunque nos arrebataba el impetuoso lenguaje del Manifiesto Comunista. El libro de Leonhard Franks Der Mensch is gut (El ser humano es bueno) despertó en nosotros el odio a la guerra. Hitler le quitó la nacionalidad por este libro. El pantano de Upton Sinclair agudizó nuestra conciencia. Su Boston, donde describe el asesinato de Sacco y Vanzetti a manos de la Justicia, y Hechos, de Henri Barbusse, nos enardecían contra la justicia clasista.

En 1929, la crisis económica puso rápidamente fin al «trabajo práctico para la construcción de la República» por los socialdemócratas. El número de parados alcanzaba los dos millones, un año más tarde tres millones. Para 1933 ascendía a seis millones. A eso se sumaban millones de trabajadores a tiempo parcial. Los agricultores obtenían precios muy bajos por sus productos durante la crisis. La artesanía y las profesiones libres se hundieron en la vorágine. Además, los escándalos de soborno sacudieron la credibilidad política del SPD. En las elecciones de septiembre de 1930 los socialdemócratas sólo perdieron, sin embargo, medio millón de votos. El número de votos del KPC (comunistas) aumentó de 3,4 a 4,5 millones. Pero lo decisivo fue que los nazis subieron de 800.000 a 6,5 millones y obtuvieron 107 mandatos. De los cuatro millones de nuevos votantes, tres fueron a Hitler, había ganado 2,5 millones de los otros partidos.

A la creciente inquietud política dentro del SPD se respondió con medidas disciplinarias y expulsiones. En octubre de 1931, los diputados expulsados del Parlamento Max Seydewitz y Kart Rosenfeld fundaron el SAP (Partido Socialista Obrero). Su organización juvenil (SJV), arrastró a gran parte de la juventud socialdemócrata. Yo entré en la SJV, junto con otros miembros de la juventud socialista sionista, poniendo así pie en la calle que me llevaría al internacionalismo. Por primera vez entré en contacto con jóvenes alemanes idealistas, luchadores, revolucionarios. Y eso en el preciso momento en que la victoria de los nazis debía salvar del socialismo a la burguesía alemana.

En las calles de Colonia se producían cada día choques sangrientos. Los nazis disparaban desde motos a los trabajadores que discutían en grupo. Había batallas de salón. En la calle Elsässer, un bastión rojo de Colonia, las mujeres vaciaban los cubos de la basura desde las ventanas sobre los manifestantes nazis. En el camino desde el instituto a casa me paraba siempre a discutir en los grupos de trabajadores. Recuerdo el discurso fogoso de un nazi novel que quería convencer a sus oyentes de que las guerras son necesarias para eliminar el paro.

La respuesta, clara y sencilla, la recibió en el más puro argot de Colonia: «Entonces, cuélgate. Así habrá uno menos.»

El 20 de julio de 1932, el gobierno de Von Papen destituyó por decreto-ley el gobierno socialdemócrata de Prusia. Lo justificó con la necesidad de tener que cuidar de la tranquilidad, el orden y la seguridad, porque los socialdemócratas no combatían lo suficiente en Prusia los disturbios causados por los comunistas.

Este frío golpe de Estado del Gobierno nacional le rompió el espinazo a la República. Discurrió «según el programa y sin incidentes». Eso dice Von Papen en Der Wahrheit eine Gasse (Munich 1952, p. 218). A las 10 de la mañana del 20 de julio de 1932, el ministro socialdemócrata prusiano Karl Severing dijo todavía que él «sólo cederá a la fuerza». A las ocho de la tarde apareció la violencia en forma del director de la policía con dos oficiales, y cedió. Luego dijo que había querido evitar el derramamiento de sangre.

¡Ojalá no lo hubiese evitado! Entonces tal vez nos habríamos ahorrado millones de torturados, asesinados, gaseados, en las cárceles y en los campos de concentración, de caídos en la II Guerra Mundial. En cualquier caso, Evelyn Andersen escribe sobre la ignominiosa capitulación de la mayor fortaleza de la socialdemocracia: «En todas las ciudades alemanas había formaciones del Reichsbanner (Estandarte del Reich) y del Frente de Hierro listas, con sus fusiles limpios, y esperaban la orden para la acción» (Hammer oder Amboss, Nuremberg 1948, p. 206). Henning Duderstadt precisa aún más: «¡Ardíamos, esperábamos la señal para la lucha! ¡Huelga general! Cada uno se armaba donde podía. ¡Victoria o muerte!» (Vom Reichsbaanner zum Hakenkreuz. Wie es comen musste. Ein Bekenntnis, Stuttgart 1933, p. I s.).

La «orden para la acción», la «señal para la lucha», no llegaron. Los pasos desde la gradual capitulación ante los nazis hasta la más honda humillación en los escritos del dirigente del ADGB (Federación General de Sindicatos Alemanes). Theodor Leipart, del 21 y 29 de marzo de l933 al Führer del Reich Alemán Adolf Hitler eran infamantes. En nombre de la presidencia de la Federación Leipart declaraba que la ADGB tenía que cumplir sus tareas sociales, «cualquiera que sea el tipo de régimen estatal». El 17 de mayo de 1933, los diputados socialdemócratas votaron la «Resolución de paz» de Hitler porque, según ellos, era una afirmación de la política exterior pacífica de Alemania y no un voto de confianza a Hitler. En realidad esperaban salvar su organización con su traición abierta a la idea socialista y ser clementemente aceptados en la «comunidad popular alemana». Todo esto se grabó profundamente en el corazón y en las cabezas de quienes tuvieron que pagar con la cárcel, la prisión, el campo de concentración o la emigración el hecho de que esos dirigentes cediesen sin combatir a la violencia de los poderosos.

Hasta que no vi marchar el desfile de antorchas de la SA armada por el bastión comunista de Colonia, el Thieboldsgasse, ante los proletarios llenos de ocio, mudos, dejados en la impotencia por sus dirigentes, y de sus mujeres llorando de rabia, no supe que se había acabado. Fuimos derrotados sin siquiera un intento de defensa. Nos entregaron.

A todos los que después quisieron cargar sobre las «masas» la culpa de su propio fracaso hay que recordarles que: en las últimas elecciones sindicales medianamente libres realizadas por los nazis en abril de 1933, porque los mismos nazis creían que habían ganado terreno en las fábricas, los sindicatos libres recibieron el 73,4% de los mandatos y las células y la organización nazi de las fábricas el 11,7%. La base para la resistencia estaba ahí. Pero la dirección había desertado.

2.
A los 7 meses de terminar el bachillerato, el 2 de noviembre de 1933, llegué a Palestina por el puerto de Haifa. Era el aniversario de la declaración dada en 1917 por el Ministro de Exteriores británico Balfour que garantizaba a los judíos una «patria nacional» en la Palestina árabe. Los árabes hacían huelga ese día. Protestaban contra la declaración de Balfour. Nos trasladaron a Jaffa, donde aterricé con media libra inglesa en los bolsillos. Mi objetivo era un kibbutz.

Si me preguntasen de dónde proviene mi confianza firme en que los seres humanos pueden desprenderse de la codicia, la caza del dinero, la competitividad, el egoísmo, la sumisión, esas cualidades «humanas» inculcadas en gran parte por el capitalismo; si me preguntasen dónde está la raíz más profunda de mi fe en que los seres humanos pueden organizar ellos mismos su vida sin ninguna coacción externa como iguales y libres en el colectivo, respondería esto: me lo ha demostrado mi experiencia en la práctica de aquel kibbutz. Isaac Deutscher escribe en sus Essais sur le problème juif (Payot 1969, p. 126 s.) que le pasó lo siguiente en un kibbutz, cuyos miembros tienen toda la razón «para estar orgullosos de su moral (social) y de la que son muy conscientes»: el representante diplomático de la Unión Soviética visitaba con su personal el kibbutz para poderlo comparar con los koljoses. Después de haber visto la moderna vaquería, la escuela, la biblioteca y muchas cosas más inquirió por la cárcel. «Eso no existe aquí», le respondieron. «Eso es imposible», balbuceó el diplomático. «¿Qué diablos hacéis con vuestros criminales o malhechores?» Se esforzaron en vano por aclararle que no se había cometido todavía ningún crimen tan grande como para justificar una pena de cárcel. Al fin y al cabo los miembros del kibbutz se escogen cuidadosamente. Son personas con una elevada moral socialista. También se puede expulsar a los miembros cuya conducta se desaprueba. Al diplomático soviético no le entraba en la cabeza que una comunidad de cientos de personas pudiera salir adelante sin presos. Creía que querían mostrarle «aldeas de Potiemkin».

Pero ¿qué partidario de nuestra «economía social de mercado» creería que la «voluntad de rendimiento» de los kibbutz en los que hoy viven más de 100.000 personas se iba a ver menoscabada por la satisfacción igualitaria de las necesidades vitales, sin ninguna compensación monetaria por el trabajo? ¿Quién de ellos creería que un compañero del kibbutz puede ser diputado parlamentario o diplomático y trabajar en casa como tractorista o ayudante de cocina, cuando se le asigna aquí? ¿Quién de ellos iba a entender que una sociedad autoadministrada sin jefes, sin policía, con comités libremente elegidos, revocables en cualquier momento, puede llevar a cabo un enorme trabajo de construcción en las condiciones más difíciles, como hacían los kibbutz?

¿Quién iba a creer que la educación comunitaria de los niños, que tan sólo están unas horas al día con los padres, conduce a que «los niños sean camaradas, no competidores», que el altruismo esté en estos niños más marcado que el afán de dominio? Como no hay padres por cuyo favor se pueda competir (en la casa infantil), y como la rivalidad no se valora en general, los niños se comportan como hermanos. Los fuertes ejercen cierta influencia, pero la aplican en interés del grupo (Bruno Bettelheim: Die Kinder der Zukunft, dtv 888, p. 90).

Durante cinco años no sólo «soporté» los dolores del parto, los experimentos sociales, los grandiosos intentos de crear nuevas relaciones entre hombre y mujer, de inclusión de los viejos y discapacitados físicos, la vida en tiendas, por entre las que se paseaban los chacales por la noche, como contaba la leyenda de la plaza del templo, la vida en barracas, los accesos de malaria, las condiciones de trabajo, a menudo inhumanas, en los naranjales en los que éramos jornaleros antes de recibir la colonia del kibbutz. Yo era consciente de colaborar en una gran aventura que alguna vez conducirá a la creación del hombre socialista.

Muchos años después iba con la pequeña Nurith, de siete años, del kibbutz Dalia, por la ciudad vieja de Jerusalén. Era la primera vez que veía a mendigos. Intenté explicarle lo que era eso y le di unas monedas para que pudiera realizar una buena acción. Depositó una moneda en la primera mano que le extendieron, en la segunda, en la tercera. Luego se acercó decidida a un mendigo, le dio todo el dinero y le dijo: «¡Tómalo y repártelo con tus compañeros!». En ese instante supe que la educación social del hombre nuevo en el kibbutz, en las comunas, produciría el hombre nuevo.

No me salí del kibbutz. Me expulsaron. En 1936 estalló una rebelión árabe. Pusimos un alambre de espino en la parte que servía de vivienda, colocamos un faro que daba la vuelta al campamento por la noche, construimos trincheras de madera y piedras con troneras. Hasta muy poco antes el compañero que hacía de vigilante nocturno sólo llevaba una porra para protegernos a todos. Era la única arma que teníamos. Esa era la base del hoy tan poderoso ejército israelí. Entonces se construyeron arsenales de armas ilegales, secretos, bien escondidos bajo los palos de las tiendas.

Estaban al alcance de la mano. La «Hagana», la «organización de autoprotección» sionista empezó a instruirnos: revólveres, granadas de mano, fusiles, pistolas ametralladoras. Pero ¿quién era el enemigo?

La ladea de Karkur, donde se hallaba entonces nuestro kibbutz, estaba en la frontera de la colonia judía. Cuando llegué a Palestina en 1933, vivían 175.000 judíos entre 1.500.000 árabes. El «Haschomer Hazair», el movimiento de kibbutz de fuerte influencia estalinista, quería que los trabajadores árabes se unieran con los judíos en una organización de clase común, el «Histadruth» (sindicato). El «Haschomer Hazaair», al que pertenecía mi kibbutz, esperaba que un día surgiera en Palestina un Estado «binacional» árabe-judío. La mayoría socialdemócrata del Histadruth, el Mapai, rechazó ambas cosas.

Si en un país tan pobre como Palestina se quería crear un Estado judío y no una capa dominante de colonos blancos como en Sudáfrica, eso sólo se podía hacer a costa de la población árabe. Por eso se propagaba: «Compra los productos de la tierra». Se trataba de los productos judíos, más caros que los árabes. «Conquista el trabajo», se nos decía, esto es: sustituye el trabajo árabe, barato y desorganizado, por trabajo judío, caro, organizado (al tiempo que el Histadruth, la organización sindical, le estaba prohibido a los árabes). «Conquista el suelo» rezaba el tercer lema. Se compraba la tierra a los ricos efendis árabes, los latifundistas, con ayuda del fondo nacional judío, que sólo las arrendaba exclusivamente a colonos judíos. Los pobres felagas árabes, que en su mayoría eran arrendatarios, recibían un dinero con el que apenas podían empezar algo.

La actitud del Mapai era muy concluyente. Había que crear un sector económico judío cerrado y ampliarlo continuamente si se quería tener algún día un Estado judío. La ayuda para esto venía de dos lados: del imperialismo británico, que a pesar de todos los bandazos se mantenía al lado de los sionistas, y de los judíos americanos que donaban el dinero.

Pero el éxito de este plan se lo deben los árabes a Hitler. Había enviado a los judíos alemanes, que se hallaban en disolución y en plena asimilación al ghetto, primero, y a los campos de muerte y exterminio, después. Para ellos, y también para la clase obrera judía no sionista de Europa Oriental, Palestina se convirtió en el único respiradero, porque los Estados imperialistas, humanos y democráticos, sacudidos por la crisis económica mundial, se negaban a acoger refugiados judíos en cantidad.

Un día, cuando hacía guardia en el kibbutz tras la trinchera revestida de madera y piedras, vi aviones que revoloteaban una y otra vez como aves de rapiña sobre una montaña pelada. Luego seguían descargas de ametralladora, que se respondían con disparos aislados. Unos soldados británicos vinieron más tarde y nos contaron que habían cazado como liebres a una «banda» de unos 60 árabes.

Los británicos admiraban el valor de estos hombres que intentaban alcanzar con sus fusiles a los aviones británicos y cuando, heridos, se los quería coger prisioneros, todavía se lanzaban contra los soldados con sus curvas dagas.

(Estos días he leído en Stern, Nº 4/78, que el comandante Wegener se sorprendió en Mogadiscio de la «violenta defensa de los palestinos». No creía que los árabes fuesen muy valientes. Ahora seguían combatiendo como japoneses en una posición desesperada. Wegener: «Eso era nuevo y aterrador. Tenían una energía enorme y un odio fanático».)

Nadie pregunta si la raíz de este odio no está en el reprimido amor a la libertad de este pueblo, así como en la irrefrenable ira por vegetar durante treinta años en campos de refugiados.

Algunos de nosotros empezamos a hacernos preguntas sobre nuestros «enemigos». Llegamos a la conclusión de que estas personas sufrían injusticia. Nosotros, víctimas de Hitler, practicamos la injusticia con ellos. Si nuestro internacionalismo va en serio, tenemos que buscar una vía para estas masas árabes.

No queríamos abandonar el kibbutz, que era nuestra patria, nuestra forma de vida, nuestra familia. Pero pronto hubimos de comprender que quien ya no es sionista no debe vivir en el kibbutz, que, a pesar de sus progresistas experimentos sociales, constituye la punta de lanza del sionismo. ¿No estaban también los monasterios católicos de la Edad Media, esas maravillosas comunas, que conservaron y ampliaron todos los tesoros de la cultura humana, al servicio de la Iglesia feudal, uno de los más terribles poderes de represión contra el que se alzaron la Reforma y las rebeliones campesinas?

Pocos meses después de que hubiésemos abandonado el kibbutz, dos meses antes del estallido de la II Guerra Mundial, a tres de los excluidos nos apresaron y encarcelaron. Administrativamente, sin ningún procedimiento judicial; nos condenaron a 12 meses, que podrían prolongarse a voluntad. Por primera vez entramos en contacto con el imperialismo británico, que consideraba peligrosos a los judíos no sionistas.

En la cárcel de la policía de Haifa se apiñaban en una habitación unos 30 presos tan estrechamente que uno no se podía estirar ni cuando dormía. Por la noche yacíamos en finas esterillas, cosidas con trapos por los presos: durante el día estábamos sentados en el suelo de cemento junto con criminales y personas que tenían la tuberculosis, enfermedades sexuales, sarna o piojos. Aquí no había ya diferencias entre judíos o árabes, como tampoco entre presos políticos o criminales. En la celda no había ni mesa ni sillas. En el rincón un agujero para orinar.

Pocos días después nos trasladaron a la fortaleza de Akko. Durante toda una noche estuve con miembros de la «banda» árabe, que hoy llamaríamos guerrilleros. Su moral, la tensa atención con que discutían, su voluntad de lucha -algunos de ellos estaban condenados a muerte y fueron ejecutados- me dejaron una fuerte impresión.

Días más tarde fuimos instruidos por un vigilante de que nos harían un análisis médico y teníamos que responder a las preguntas con un «Yes Sir». Estábamos en una larga cola ante un médico militar que preguntaba: «Everything allright?» (¿todo bien?) . Y respondíamos: «Yes Sir». La inspección medica acababa ahí.

Cuando pasaron 12 meses de mi internamiento, la cárcel se prorrogó automáticamente por otros 12. Mientras tanto nos trasladaron a Sarafand y luego a Masra. Con nosotros estaba el secretario del Partido Comunista Palestino, Meir Slonim, que llevaba encarcelado seis años sin ningún proceso.

Un día trajeron al campo vecino un grupo de 43 presos judíos. Estaban condenados a largas penas de prisión porque se habían entregado a los soldados británicos con todo el armamento. Su jefe se llamaba Moshe Dayan. Naturalmente fueron liberados mucho antes de cumplir su condena.
Entre nosotros practicábamos la solidaridad y como, en calidad de internados, teníamos derecho a dinero y a comprar alimentos adicionales, pasábamos a escondidas una parte al campo de los presos en donde también estaba Moshe Dayan, con quien yo mantenía discusiones inútiles a través de la valla. Internados con nosotros estaban también los principales dirigentes de los terroristas sionistas radicales. Como Abraham Stern, Abrashe Séller y David Razill, precursor de Begin como líder del «Irgun».

Los izquierdistas del campo, junto con los presos árabes, internados a cientos, organizamos una huelga de hambre a fin de recibir un proceso judicial en regla. Nos alimentaron a la fuerza y tras siete días recibimos la promesa de que compareceríamos ante una comisión que examinaría nuestros casos. En los dos años y cuarto que estuve internado no sólo aprendí lenguas, organicé una especie de universidad, sino que también supe lo que significaban las iniciales CID (Criminal Investigation Department), que desconocía antes de mi encarcelamiento. Significaba que a los presos les metían astillas de madera entere las uñas, que les encendían fuego bajo las plantas de los pies, que los colgaban de las manos hasta que rugían de dolor; y todo eso para obtener confesiones. Aprendí que el imperialismo democrático, en lucha por su mantenimiento, a veces no es menos melindroso que el fascismo, el cual pretende crear un nuevo imperio.

Tres meses después de la entrada de los nazis en la Unión Soviética comparecí por fin ante una comisión británica de investigación. Sir Hartley Shawcross, un jurista inglés nacido en Giessen, diputado laborista en 1945, luego procurador del Rey y más tarde principal fiscal de Gran Bretaña ante el tribunal militar internacional de Nuremberg, presidía la sesión. Quería saber de qué se me acusaba en realidad, y estaba tan sorprendido e indignado como mi abogado, el importante arabista judío Goitein, de las «pruebas» contra mí suministradas por la policía. Shawcross dispuso mi puesta en libertad.

En los dos años y cuarto de mi internamiento sólo un primo mío se había atrevido a visitarme una sola vez. Todo el que solicitaba el permiso correspondiente era advertido por el CID del riesgo a que se exponía.

Sin embargo, tras mi liberación estuve mucho tiempo bajo vigilancia policial, lo que no me impidió tomar ahora por primera vez contacto con la izquierda árabe, entre la que hice algunos amigos.

Durante la guerra establecimos contacto con la revista literaria egipcia Medalla Gedidah (Nuevo Periódico) a través de simpatizantes soldados marxistas. Entramos en una discusión política con los redactores, algunos de los cuales tomaron parte en el primer gran movimiento masivo de huelgas de los trabajadores egipcios.


El King David Hotel tras el ataque del 22 de julio de 1946


Cuando llegó el fin de la guerra me preparé para volver a Alemania. Algunos de mis amigos habían entrado en el ejército, la marina o la UNRRA (United Nations Relief and Rehabilitation Administration) y se establecían en Europa. Cada vez parecía más imposible el trabajo político internacionalista en Palestina. Los atentados terroristas de la extrema derecha a través de la Irgun Zwai leumi (Organización militar nacional), uno de cuyos dirigentes era el actual Primer Ministro de Israel Menahen Begin, los ataques de la Organización Estrella -el cuartel general británico, el King David Hotel, voló por los aires y murieron casi 100 personas- el terror ante las refinerías de Haifa, donde un día explotó una bomba en la cola de felagas árabes que iban al trabajo que descuartizó a más de 40 personas; finalmente, el sangriento pogromo contra la aldea árabe de Dir Yasin en la que fueron asesinados también mujeres y niños, y otro muchos atentados, impedían cada vez más una solución pacífica. Cuando vi con toda claridad que los judíos orientales se iban de las aldeas árabes de los alrededores de Jerusalén, o se destruían viviendas miserables, me acordaba cada vez más de los pogromos de los polacos -sólo que aquí quienes los perpetraban era los judíos-.

En 1947, las Naciones Unidas, los EEUU junto con la Unión Soviética, decidieron la partición de Palestina. Los árabes respondieron con una huelga general. Todos los días explotaban bombas árabes o judías, se asesinaban personas. Cuando uno se despedía por la mañana para ir al trabajo decía sarcásticamente: «Hasta el periódico de la tarde». Allí se publicaban las fotos de los asesinados.

A comienzos de 1948 llegué a Francia con un visado de turista y un pasaporte de la zona británica de Palestina. Desde ese momento viví primero en Francia, luego en Bélgica, el destino de un emigrante, cuyo pasaporte de la potencia mandataria había perdido validez y que siempre andaba agarrado con la policía que quería expulsarlo. Pues el gobierno británico había decidido retirar sus tropas del territorio de Palestina bajo su mandato el 14 de mayo de 1948. Ese mismo día se proclamó el Estado de Israel. Las tropas de los Estados árabes que intentaron impedir el nacimiento del Estado fueron derrotadas. Los árabes huyeron por miles, presas del pánico, a los Estados vecinos. Marcharon a la diáspora, igual que los judíos 1900 años antes.

En 1933 había llegado a la Palestina árabe como judío. Cuando abandoné el país en 1948, los árabes se habían convertido en judíos. En noviembre de 1948 volví a Alemania como internacionalista convencido. Con la falsa esperanza de que la historia seguiría allí donde la había interrumpido la revolución de 1918.

3.
Cabe que existan personas que nunca vacilan. Los santos de la Iglesia católica, por ejemplo, o los bolcheviques de la retorta de los falsificadores estalinistas de la historia, Mas el desarrollo de la Europa de posguerra, en particular la esperanza fracasada de la desaparición del sangriento dominio de Stalin tras la guerra y de la victoria de la democracia socialista en Europa y en la Unión Soviética me hacían muy difícil escribir.

Tres meses antes de la muerte de Stalin publiqué un pequeño escrito, Aufstieg und Niedergang des Stalinismus (Ascenso y ocaso del estalinismo), un comentario al corto curso de la historia del Partido Comunista de la Unión Soviética (Bolchevique). Este escrito desató discusiones en la izquierda de la República Federal, pero sobre todo entre los comunistas de la RDA, donde la tradición marxista había sido limitada por el fascismo y por el estalinismo.

Uno de los capítulos se titula: «Terror revolucionario y burocrático». Empieza con la afirmación de que, por mucho que se aborrezca subjetivamente el terror, el empleo de la violencia en la historia, no puede negarse que la violencia ha sido a veces partera de la historia.

«Empezando por la revolución puritana inglesa, hasta las guerras de liberación americanas contra los ingleses, la lucha por la liberación de los esclavos en los Estados del Sur o la Revolución Francesa, el empleo de la violencia ha desempeñado un papel. La violencia se aplica de igual manera por el cirujano que trata con el escalpelo a un paciente, o por el asesino que mata a su víctima con un puñal. Por tanto, no puede eludirse la pregunta de quién utiliza la violencia para qué fin. Pero ¿cómo se diferencia la violencia revolucionaria de la reaccionaria? ¿Cómo puede saberse si la aplicación de la violencia sirve al progreso o lo obstaculiza?».

Cito lo que escribió Mark Twain, uno de los escritores y periodistas estadounidenses más sinceros, un verdadero adalid de la democracia americana, sobre el reino del terror de la Revolución Francesa en su libro Un yanqui en la corte del rey Arturo:

«Había dos reinos del terror, si nos acordamos de ellos. Uno asesinaba con ardiente pasión, el otro había durado mil años. Uno mató a diez mil personas, el otro a más de cien millones, pero sólo nos estremecemos ante el pequeño terror, el terror momentáneo, por así decirlo: Pero ¿qué es el horror de una muerte rápida por el hacha comparado con la muerte de toda una vida por el hambre, el frío, la afrenta, la crueldad y el corazón roto? A pesar de toda la mojigata palabrería en contrario, ningún pueblo del mundo ha conseguido todavía su libertad mediante buenas palabritas y persuasión moral, puesto que existe una ley inalterable de que toda revolución que quiera tener éxito tiene que empezar con derramamiento de sangre, aunque luego tal vez baste con otra cosa.»

¿Cómo se presenta el terror de la revolución rusa? Yo escribí esto:

«Puede afirmarse sin exagerar que los medios empleados por el estalinismo fallaron siempre su objetivo. La democracia soviética había resultado suficiente para aniquilar ella misma las clases dominantes. Pero para combatir el ‘resto’ (de las clases dirigentes) en la economía y en la conciencia atrasada de los seres humanos, Stalin necesita el poderoso aparato de su policía secreta. En realidad, el resurgir de la ideología de los grupos antileninistas derrotados es la idea barnizada del auténtico marxismo y leninismo, que jamás muere porque se reproduce una y mil veces en la misma realidad soviética: esa profunda nostalgia de las masas por la resurrección de la democracia en la Unión Soviética y el afán por eliminar esa casta estalinista, que, sin ser una clase poseedora en sentido científico, contiene diez veces los vicios de la clase poseedora.

El terror estalinista, en contraste con el revolucionario, es alevoso, inquisitorial y deshonesto. Se dirige con gran infamia precisamente contra quienes se niegan a ver en este régimen de opresión una sociedad socialista sin clases. La verdad es el gran enemigo de la burocracia, pero no puede ser extirpada a la larga con métodos terroristas. Sobrevivirá también a la policía secreta de Stalin.

Eso es lo que han hecho el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, los levantamientos obreros en los estados satélites, la Carta de los 77 ahora, el libro de Bahro, la protesta de los 14 comunistas polacos. El desarrollo del eurocomunismo, a pesar de todas sus deficiencias, todo esto demuestra que no me equivocaba del todo cuando veía venir el ocaso del estalinismo tres meses antes de la muerte de Stalin. Sin embargo, tengo que revisar mi cálculo optimista, mi optimismo en relación con el desarrollo de la izquierda en los partidos socialdemócratas. El corto intervalo de una vida humana no basta para medir procesos históricos, aunque se haya acelerado notablemente la marcha de la historia.

Lo que rige para el terror estalinista vale también para el terror individual. También él falla constantemente en su objetivo. No conduce a la ‘destrucción del enemigo de clase’ sino que contribuye a consolidar su dominio. No hace avanzar la conciencia retrasada de las masas. Sino que la confunde. El terrorista individual se convierte él mismo en héroe de la historia, en vez de ilustrar a la clase de los trabajadores sobre su cometido histórico, que tome conciencia de éste, para que sea ella misma la que entre en escena como héroe de la historia.

Tras mi polémica con el estalinismo me vi dos veces más enfrentado al problema de la violencia. Una vez cuando estalló la rebelión de Argelia, estando de asesor social en el servicio diplomático de la República Federal en París. Después de todo lo que sabía de las medidas terroristas, las torturas, las razias, los bombardeos de Argelia, me resultaba incomprensible que el «Frente de Liberación Nacional» y el pueblo argelino resistiera todo esto y no se vinieran abajo; que el Frente de Liberación argelino, expuesto a un terror despiadado desde 1954, no abandonase. Esta pregunta se la hice en un café de París a la joven escritora argelina Assia Djebar. Esta fue su respuesta: «Cuando se recluta a un felaga argelino para el FLN recibe por primera vez en su vida un par de zapatos y un fusil. Así deviene por primera vez un ser humano. La autoconciencia que así adquiere, el sentimiento de que lucha por la liberación de su pueblo, de que ahora puede luchar, le permite soportar todo hasta la victoria.»

La victoria llegó muchos años después, aunque no como muchos habían esperado: como victoria del socialismo en Argelia. A pesar de todo Argelia fue libre.

La segunda vez me encontré con la violencia en Chile, cuando fui allí como corresponsal del periódico sindical Metall a los dos meses del golpe militar. Les pregunté a los sindicalistas chilenos si se le podría reprochar al gobierno de Allende haber violado la Constitución, como afirmaba entonces gran parte de la prensa burguesa en la República Federal. Respondieron así:

«Si el gobierno de Allende se ha hundido es porque se ha atenido demasiado a la Constitución. Nosotros, los sindicatos, queríamos enfrentarnos a tiempo al sabotaje de los empresarios y al boicot de los azuzados camioneros y médicos. Exigíamos emprender la lucha contra los terroristas de Patria y Libertad. Pero el gobierno de Allende aprobó en el Parlamento una ley que facilitaba la búsqueda de armas. Apenas se hallaron las escasas armas que los obreros tenían en las fábricas para su propia protección, mientras que los extremistas de derechas permanecieron armados hasta los dientes. Cuando se inició el golpe de la Junta se nos ordenó ocupar las fábricas. Lo hicimos. En la esperanza de que el partido cristianodemócrata de Eduardo Frei nos apoyaría contra los generales golpistas, lo mismo que nosotros lo habíamos apoyado cuando estaba en el gobierno y el General Viaux se alzó contra él. Pero creyó que la Junta le entregará el poder político tras el golpe. No lo pensó. Y nosotros estábamos sin armas en las fábricas, sin protección, sin posibilidad de defendernos.

No es cierto que el gobierno de Allende haya traído el Ejército a la política, que rechazara una y otra vez. Debía haber confiado más en nosotros, en los sindicatos, en los trabajadores de las empresas que estaban dispuestos a luchar, pero que no podían hacerlo con las manos vacías…

Algunos de nosotros pensamos hoy que si la Unidad Popular hubiese tenido el valor de tratar a una docena de generales y tres docenas de especuladores como nos tratan hoy a miles de nosotros se nos habrían ahorrado muchas víctimas y tormentos.»

Me sentía de nuevo como en 1933. La justicia política y militarmente desarmada había perdido su batalla contra la injusticia armada hasta los dientes.

4.
Pero, a pesar de todas las derrotas, ¿de qué fuentes se nutre mi confianza en la victoria del socialismo que queremos? La liberación de Argelia, de Vietnam, no es más que una parte de la respuesta. La otra parte yace en la esperanza que ha mantenido en pie hasta su muerte a esa clase obrera judía de Europa Oriental, derrotada, ahogada hasta el último respiro en las cámaras de gas.

El himno de la «Alianza» había anticipado algo de una manera misteriosa. En traducción libe empieza así:

«Tal vez construya castillos en el aire, tal vez no exista mi Dios. En sueños es más fácil, en sueños es mejor. En sueños el cielo es azul y claro.»

Quien no fuera asesinado en el campo de concentración, quien no muriera en las cámaras de gas, quien no haya caído en las guerras imperialistas, no tiene ningún derecho a abandonar la lucha por el socialismo.

Lenin, el mayor realista revolucionario, dijo que «el ser humano tiene que poder soñar».

Fuente: Kursbuch Nº 51, marzo de 1978, «Vida contra violencia»


Jacob Moneta sobre las posibilidades, dificultades y estrategias de un nuevo partido de izquierdas.

«Sin los trabajadores no se consigue nada»

Jacob Moneta, el redactor nonagenario de Metall, órgano del sindicato metalúrgico, fue desde comienzos de los años 90 miembro de la presidencia del PDS. A pesar de sus 91 años todavía participa activamente en la vida y en los actos políticos.

ND: El próximo congreso del PDS debe dar luz verde a la candidatura conjunta con la WASG y al proyecto de partido de izquierdas. ¿Qué espera de eso?

Moneta: Parto de que el congreso lo aprobará. Esto abre una oportunidad para el futuro. Hoy lo importante es el hecho de que hay una izquierda en el Parlamento, sin importar hasta dónde se desplace a la derecha y lo socialista que sea en realidad. Como antiestalinista siempre he valorado en el PDS que la izquierda del partido podía formar su propia fracción. Dicho sea de paso, también me he opuesto a la exclusión de Sahra Wagenknecht. El PDS ya no es ningún SED (partido de unidad socialista, antiguo partido comunista de la RDA, V. R.); en él compiten por la influencia todas las corrientes posibles del movimiento obrero. La prohibición de fracciones en el antiguo PCUS fue un grave error. De él podemos aprender.

Algunos temen que con la fusión de la WASG el PDS se despida de su relación socialista.

La WASG ha surgido del rechazo a la política actual, pero tiene una clara relación con el socialismo. No creo que los programas del PDS y de la WASG tengan ninguna posibilidad de realizarse. Sin democracia socialista, el movimiento obrero está perdido. Tenemos que aceptarla como es, y acompañarla en el camino y obligar a los sindicatos a marchar en esta dirección. Hoy día los sindicatos, igual que el SPD y la izquierda del SPD (partido socialdemócrata, V. R.) están presos en el capitalismo, de ahí que tengamos que inculcar ideas socialistas en la conciencia de los seres humanos.

¿No pasará con el nuevo partido de izquierdas lo mismo que con los Verdes y el PDS, que antes de lo que pueda imaginarse se convierta en un socio menor, radical de boquilla, de un SPD post Schröder?

Siempre olvidamos que en el SPD siempre ha habido un ala de izquierdas que se opone a esto. No creo que vaya a conseguirse.

Sindicalistas críticos ponen sus esperanzas en un nuevo partido de izquierdas. ¿Puede sacar esta orientación hacia una fracción parlamentaria de izquierdas al movimiento obrero de la defensiva?

Es más bien al contrario. Las luchas que realizará la clase obrera pueden ser un apoyo para los que están en el Parlamento, y no al revés. Hoy nos beneficia que las personas hayan hecho experiencias con un gobierno SPD-Verdes que nada les ha aportado. Debemos aclarar cuáles son los objetivos de una revolución democrática-socialista en Alemania y en Europa.

En su 90 cumpleaños ha declarado que quiere llegar por lo menos a 100 para presenciar todavía el fin del neoliberalismo.

He sobrevivido a Hitler y a Stalin, así como al interminable gobierno de Kohl. También sobreviviré a Schröder, y viviré lo bastante para ver qué resulta de esto.

Fuente: Neues Deutschland, 16 de julio de 2005

Vicente Romano es miembro de Rebelión y Tlaxcala, la red de traductores por la diversidad lingüística. Este artículo se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar a los autores y la fuente. URL de esta página: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=42663

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