Parecen ya algo calmadas las aguas informativas, tan agitadas después de los dos referendos europeos de la pasada semana. Quizá, más que calmadas, enturbiadas en España por otras cuestiones más próximas y candentes, como las relativas al vidrioso asunto de cómo abordar una vía que conduzca al fin definitivo de la violencia etarra, entre opiniones […]
Parecen ya algo calmadas las aguas informativas, tan agitadas después de los dos referendos europeos de la pasada semana. Quizá, más que calmadas, enturbiadas en España por otras cuestiones más próximas y candentes, como las relativas al vidrioso asunto de cómo abordar una vía que conduzca al fin definitivo de la violencia etarra, entre opiniones muy polarizadas y con opuestos puntos de vista.
El miércoles pasado escribía Martín Seco en estas páginas: «En el ‘no’ francés está representada una buena parte de la sociedad europea dispuesta a decir basta a un proyecto neoliberal construido al margen de los ciudadanos y que contradice precisamente los valores de la vieja Europa», y lo hacía en un artículo titulado «Me gustaría ser francés». Suelo coincidir con la opinión de este economista de quien siempre aprendo algo nuevo, pero difiero de él, sin embargo, en el deseo expresado en el título, porque lo que yo esta vez desearía ser es, de verdad, europeo.
Si en Francia y en Holanda se hubiera recurrido al voto en los respectivos parlamentos, ambos países hubieran aprobado sin dificultad el texto sometido a consulta. En España, donde también fue aceptado en un desanimado referéndum con poco más de un tercio del censo votando afirmativamente, el voto en el Congreso hubiera producido una gran mayoría favorable. En otras circunstancias de nuestro pasado más reciente, también el Congreso mostró su alejamiento del sentir de los ciudadanos, como cuando apoyó por mayoría la participación de España en una guerra ilegal e injusta, mientras la verdadera mayoría de la sociedad la rechazaba en la calle, único lugar donde pudo sentirse plenamente representada.
No es fácil, por tanto, saber qué piensa la sociedad europea en esta Europa que nos están construyendo desde lejanos despachos. Pero no parece muy equivocado afirmar que si se hubiese convocado antes de la última ampliación un referéndum en los quince países que la constituían, el texto propuesto (por el inefable Giscard d’Estaing y su restringido círculo de notables ilustrados) hubiera sido rechazado. Ampliación sobre la que los ciudadanos europeos apenas pudimos influir; de hecho, bastante menos que EEUU, que la apoyó sin reservas, y sabemos de sobra que a Washington no le interesa una Europa fuerte y homogénea.
Para desvalorizar el resultado de los recientes referendos se dice que esos votos negativos son los votos del miedo. Pero ¿por qué no hay que tener presente el miedo, esté o no justificado, de tantos y tantos ciudadanos? Miedo a perder el empleo, cada vez más precario; miedo a que la empresa donde uno trabaja emigre al Este europeo, donde puede obtener más beneficios, antes de marchar hacia Asia; miedo a la entrada de Turquía en Europa como miembro de pleno derecho; miedo a que una Europa de 25 estados diluya la voluntad de algunos países menores; miedo a la inmigración… ¿Acaso se han esforzado los redactores del texto constitucional en aliviar esos miedos? ¿Los han tenido en cuenta, siquiera?
Es cierto que el texto propuesto podría simplificar y racionalizar el más de medio centenar de tratados que hoy configuran Europa y que constituyen un enmarañado cuerpo normativo, sólo inteligible por los expertos. Pero ¿importa esto mucho a los ciudadanos, en comparación con otras cuestiones que afectan de modo directo a su vida diaria? Los políticos españoles se han enfrentado entre sí ante la cuestión de «perder peso» en Europa con relación al tratado de Niza, con el que España disfruta (hasta el fin del 2006) de un poco equitativo y muy favorable reparto de votos, que en buena lógica no podía durar mucho. Pero en esos enfrentamientos pocos son capaces de mirar más lejos, de mirar hacia Europa, pasando por encima de España, y de configurar un futuro ilusionante y más estimulante para todos, un futuro que nos haga desear ser europeos, además de españoles y catalanes, vascos o lo que cada uno tenga a bien elegir como adscripción personal.
Ignoremos por el momento las salidas de pata de banco que ha provocado el desconcierto ante las opiniones francesa y holandesa, como la de ese ministro italiano que sugiere la necesidad de volver a la lira y abandonar el euro. O la más absurda idea de algunos dirigentes que, aun teniéndose por demócratas, hablan de repetir los referendos las veces que sean necesarias hasta obtener el resultado deseado. Para algunos, los verdaderos referendos parecen ser los que sólo tienen dos opciones: elegir entre sí o sí.
Sospecho, como hacía Luis de Velasco en estas páginas hace una semana, que no hay que preocuparse mucho por las consecuencias de las consultas populares con resultado negativo. Tanto el sí como el no «lo van administrar los de siempre, los que administran los intereses más poderosos, los vicarios de los que de verdad mandan. Pueden haber perdido en Francia una batalla pero no la guerra». Lo mismo que en Holanda o en cualquier otro país donde el pueblo rechace un proyecto de Europa que no le gusta. O que no entiende por qué se oculta tras los inescrutables velos de una burocracia que en lo abstruso se crece y cree revalorizarse ante los ojos de los ignorantes súbditos. Menos mal que éstos, de cuando en cuando, con una sonora bofetada en las urnas, les hacen tomar contacto con la realidad.
* General de Artillería en la Reserva
Analista del Centro de Investigación para la Paz (FUHEM)