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Muerte del último Brigadista Internacional rumano

Fuentes: Rebelión

Cuando en julio de 1936 se produjo el golpe militar en España, más de medio millar de rumanos emprendieron un largo camino de más de dos mil kilómetros para defender a la República y la libertad de los españoles. Decía Pericles en su famoso discurso fúnebre: » Para los hombres ilustres la tierra toda es […]

Cuando en julio de 1936 se produjo el golpe militar en España, más de medio millar de rumanos emprendieron un largo camino de más de dos mil kilómetros para defender a la República y la libertad de los españoles.

Decía Pericles en su famoso discurso fúnebre: » Para los hombres ilustres la tierra toda es su tumba, y no sólo la inscripción sepulcral en su ciudad, sino incluso en los países en los que pervive su recuerdo grabado en el alma más que en algo material». Vaya este texto como homenaje póstumo al último de aquellos brigadistas rumanos, Andrei Micu, fallecido el pasado dieciséis de septiembre a los 99 años.

Andrei Micu nació el 24 de julio de 1912 en Rapoltul Mare, un pequeño pueblo de Transilvania, entonces parte integrante del Imperio austrohúngaro, dentro del seno de una modesta familia de origen judío-alemán. En 1927, siendo sólo un enclenque quinceañero lampiño, decidió ingresar en el todavía minoritario Partido Comunista de Rumanía.

El compromiso político de MIcu estaba marcado sin duda por las experiencias de cárcel y represión sufridas por sus padres -que él también padecería en un par de ocasiones siendo menor de edad-, y la conciencia de explotación que desarrolló trabajando desde los trece años como aprendiz de carpintero en el negocio de un tiránico y avaro patrón.

Durante el verano de 1936 realizó diversas actividades de apoyo para el Comité de Ayuda a la República Española y justo un año después inició su viaje clandestino a España vía París. Tras cruzar la frontera franco-española por Figueras, en julio de 1937, viajó hasta el centro de instrucción de las Brigadas Internacionales en Albacete.

Más de setenta años después Micu recordaba casi uno por uno todos los detalles. De figura enjuta y barba rala, poseía sin embargo un aspecto de hombre duro y bragado por la vida, con una mirada limpia e inteligente.

Emocionaba escuchar de sus propios labios el relato de cómo, tras una mínima y precaria instrucción, fue integrado dentro de la compañía de ametralladoras del batallón Djakovici (constituido por brigadistas búlgaros, yugoslavos y rumanos) y transferido junto a otros quince compatriotas al frente de Samper de Calanda en agosto de 1937; y cómo poco más tarde, en octubre, luchó en la segunda fase de la batalla de Zaragoza, en el intento infructuoso de tomar la capital de Aragón.

Cada vez que contaba esta historia le gustaba entonar en un perfecto español, aprendido durante la guerra, la canción de » Bandera Roja a Zaragoza «. O cuando describía con toda clase de adjetivos el frío que sentían durante la segunda parte de la batalla de Teruel, tratando de frenar la contraofensiva rebelde.

Durante la guerra sufrió diversas heridas que curaron y pérdidas irreparables e incurables de compañeros y amigos, pero uno de los momentos más duros fue cuando supo que el 23 de septiembre de 1938 habían recibido la orden de retirada. Desfiló el 28 de octubre en Barcelona ante Azaña, Negrín, Companys o Ibárruri; pero, sin embargo, no se marchó del país inmediatamente. Se quedó para formar parte del contingente militar que trató de coordinar la desbandada de la retirada hacia Francia.

La conversación se hacía especialmente emotiva cuando narraba su salida de España, describiéndose a sí mismo cruzando la frontera el 9 de febrero de 1939 con los ojos anegados en lágrimas de rabia e impotencia por no haber podido hacer nada más. Lo que le esperaba en Francia no era mejor. Sufrió, como tantos otros miles de españoles, el trato inhumano de las autoridades francesas y su política de contención con el fascismo de Hitler: hasta marzo de 1941 pasó por los campos de concentración de Saint Cyprien, Argele sur Mer, Gurs y Vernet.

La particular odisea de Micu se fue complicando poco a poco. Tras el maltrato francés, en marzo de 1941 fue deportado al campo de trabajos forzados alemán de Chemnitz, donde permaneció hasta su fuga -gracias a la ayuda de unos antifascistas alemanes- en diciembre de 1941. Recorrió furtivamente Dresde, Viena y Budapest hasta llegar en febrero de 1942 a la ciudad transilvana de Cluj, entonces bajo dominio del régimen fascista húngaro.

Permaneció escondido en casa de unos amigos, hasta que el 15 de enero de 1943 fue descubierto y enviado a un campo de trabajo forzado en el frente ucraniano, donde estuvo recluido hasta que fue liberado por el ejército soviético en julio de 1944.

El nueve de marzo de 2009 Andrei Micu adquirió la nacionalidad española, en virtud de la disposición de la Ley de Memoria Histórica que permite a los antiguos brigadistas acceder a ella sin tener que renunciar a su nacionalidad de origen. La ceremonia en la Embajada de España en Bucarest fue muy emocionante y llena de buenas y bonitas palabras y agradecimientos por parte de las autoridades españolas.

A veces las distinciones dan prestigio a las personas que las reciben, pero en otras ocasiones es el hombre el que da prestigio a las instituciones que las otorgan. Con la ley impulsada por el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero no es difícil acordarse de las célebres palabras pronunciadas por el Presidente de Gobierno Juan Negrín en la despedida de los brigadistas: » El gobierno español quisiera testimoniaros de una manera directa su agradecimiento. Vuestro espíritu y el de vuestros muertos nos acompaña y quedan unidos para siempre a nuestra historia. El gobierno de la República reconocerá y reconoce a los internacionales, que tan bravamente han luchado con nosotros, que ya pueden decirse connaturales nuestros, el derecho a reclamar, una vez terminada la guerra, la ciudadanía española. Con ello nos honraremos a todos «.

Pero terminados los aplausos, las buenas palabras -como decía Polonio a Hamlet «Palabras, palabras, palabras…»-, homenajes y recuerdos, la realidad del último brigadista fue otra. Vivió el último año de su vida en una modesta residencia de ancianos cerca de su localidad natal, con las fuerzas justas para reivindicar una ayuda económica del gobierno español, ayuda ésta que nunca llegó.

Dice un proverbio italiano que terminada la partida de ajedrez, el peón y el rey terminan en el mismo sitio, en la misma caja de madera. Sin embargo, este hombre modesto, honesto y alegre, que amó la música, el baile y al pueblo español, siempre permanecerá en el recuerdo de aquellos que le conocieron y supieron agradecerle de veras todos sus esfuerzos y sufrimientos de juventud. In memoriam.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.