Lo que no cambia es el retorno del fantasma del pasado, que aparece cada vez que pienso en los «amotinados» que aúllan ante la injusticia. Las vidas de los jóvenes Moushin y Larami se apagaban para siempre en un ángulo de la calle Louise Michel, aquella revolucionaria que encarnaba la marcha de un Pueblo entrampado […]
Lo que no cambia es el retorno del fantasma del pasado, que aparece cada vez que pienso en los «amotinados» que aúllan ante la injusticia. Las vidas de los jóvenes Moushin y Larami se apagaban para siempre en un ángulo de la calle Louise Michel, aquella revolucionaria que encarnaba la marcha de un Pueblo entrampado en un concepto de estado-nación (la France et la Navarre) basado en la extensión de su poderío: desde el Este hasta el Oeste; de Nueva Caledonia a la Guyana francesa.
Lo que no cambia es que nada cambia, justamente. El mismo análisis, las mismas causas, los mismos efectos, las mismas palabras: «criminales», guerrilla urbana», «chusma», «individuos irrecuperables». Términos que remiten a la represión policial y penal o a la siquiatría, más que a la acción social. A vueltas con los eufemismos y las caricaturas para trazar el retrato del prototipo de pequeño salvaje de las banlieues. Siempre los mismos gestos de violencia de una juventud que tiene sed de justicia social y que recoge, en respuesta a sus gritos encendidos, una «justicia exclusivamente» penal: condenas a prisión, causas con la justicia que nunca se cierran, y siempre el mismo informe policial que confirma, antes de obtener las conclusiones de la investigación, que Moushin y Larami eran presuntos culpables cinco minutos antes del «accidente», y los policías, presumiblemente inocentes, siempre según fuentes del telediario de la noche.
Lo que no cambia es que los controles y las patrullas se acentúan desde 2005, en un juego perverso del gato y el ratón. Unos ratones de apenas 15 años, tan pequeños como sus motos equipadas con un motor de cortacésped, vendido en el supermercado de la esquina de forma legal. Una asociación de motoristas de Francia solicitaba al Estado que los chicos que utilizan este tipo de motos sean considerados unos criminales. Sería necesario recordarle a esa asociación que los más grandes criminales son los adultos socialmente bien integrados que circulan por nuestras carreteras de forma irresponsable, en coches equipados con motores de gran cilindrada, a más de 200 km/h, tal y como constatan las compañías de seguros. Contra estos últimos, el Estado procederá a instalar radares y a remitirles una carta, redactada en un tono de cortesía, para indicarles que han infringido la ley y que deben pagar una multa, retirándoles, si acaso, algunos puntos del carnet de conducir. Al final, lo que plantea problemas no son las pequeñas motos, la colisión, provocada o no, entre un coche policial y los jóvenes, sino el año de Sarkozy, ex ministro de Interior, el año de la ruptura tranquila y del eslogan «trabajar más para ganar más».
Lo que ha destrozado el coche policial es la vida de dos adolescentes, para los que el Sistema de Educación Nacional se encarga de proporcionar un proyecto profesional muy original para el barrio. Uno era aprendiz de panadero, el otro iba a incorporarse a un curso de aprendizaje para ser fontanero años después. No es el hecho de ser panadero o fontanero, es no tener otra opción que la de escoger entre panadero y fontanero, puesto que en Villiers-Le-Bel no hay ningún centro de enseñanza general, sólo existen institutos de formación técnica; así se garantiza la reproducción social de la fuerza obrera -tú eres el hijo de un obrero y trabajarás como un obrero precario-.
Hasta el nombre de las escuelas es la señal de un destino agravado e incierto para estos jóvenes. Moushin había sido escolarizado en la escuela Martin Luther King (quien parece ser que tenía un sueño. No sé bien cuál, quizás el de ver hoy negros, blancos y latinos en la armada americana que continúa ocupando el territorio iraquí). Larami había estudiado en el colegio Antoine de Saint-Exupéry (el autor de «El Principito», y que escribió eso de «lo esencial es invisible a los ojos»).
Desde 1981 y después de 2005, sobre todo, se ha levantado acta de que las demandas de las y los habitantes de los suburbios denominados a menudo «barrios desfavorecidos o sensibles» y de los DOM-TOM (Departamentos y Territorios de Ultramar) son mucho más difíciles de satisfacer que la gesta de enviar un hombre a la Luna o una sonda a Marte. Nos cuentan que en la Guyana harán florecer un complejo aeroespacial, made in French, con cohetes enviados hacia el arco celestial, con una tecnología, high tech, que conecta el mundo entero a su móvil (aplausos y parabienes de la CE), mientras la población autóctona se verá abocada a la miseria silenciosa.
Lo que tampoco cambia es que nosotros, los adultos de los suburbios, continuamos siendo ingenuos a la hora de emitir el voto, creyendo que nuestras voces minoritarias e inaudibles pueden hacer contrapeso «real» y «útil» si se unen a las de un PS que bascula desde hace mucho tiempo hacia la derecha. ¿Por qué esperar una ayuda del Estado que, a decir verdad, no ha hecho otra cosa que mezclarnos entre nosotros en los años sesenta; los unos sobre los otros, en los setenta; y, desde mediados de los ochenta, los unos contra los otros?
Cuesta mucho ayudar a superar esta violencia, canalizarla para evitar que se vuelva contra nosotros. Es como si esos críos mantuvieran encendida una llama o un fuego, esperando que los mayores asumamos la responsabilidad de encenderla y mantenerla de forma más eficaz, más solidaria y menos violenta (también para ellos y por ellos). La única manera de reconvertir esta violencia latente como un volcán, a menudo súbita y, sin embargo, tan previsible como evitable, es implicándonos todas las generaciones, puesto que el malestar de los suburbios no es un asunto de jóvenes solamente. Tampoco es un asunto de árabes, de chinos o de inmigrantes, sino de todo el mundo. Se debe tener cuidado a la hora de etnizar las violencias urbanas, cuyas causas son multifactoriales. La precarización de las condiciones de vida personales y colectivas, un hábitat hostil y la falta de igualdad de oportunidades no pueden ocultarse bajo la etiqueta «inmigrantes de tercera generación».
Las calles de los suburbios y la periferia son espacios retransmitidos y percibidos como muy peligrosos, poblados por una fauna depredadora sedienta de odio. Como si la violencia formara parte de nosotros, pegada a nuestra identidad, como el duro cemento en el que se nos ha enseñado a aspirar a un tipo de ciudadanía sin contestación social, en una declinación verbal progresiva que comienza con el incivismo y que acaba con el terrorismo. La incivilidad de los primitivos salvajes que hay que civilizar y el terrorismo de los salvajes bárbaros, con los que no hay otra alternativa que la prisión carcelaria.
La violencia urbana es también una reacción frente a un Estado que ha permanecido ciego y sordo durante décadas y que ha comprendido que es rentable electoralmente estigmatizar minorías crecientes, a las que hace responsable de unas violencias urbanas que son consecuencia de una larga cadena de fracasos y contradicciones de toda la sociedad. Lo que ocurre en las banlieues es que las condiciones socioeconómicas generan la sensación de vivir en la más absoluta soledad urbana: construcciones agrupadas zonificadas funcionalmente en una especie de desierto urbano en el que el único nexo de unión entre los grupos de viviendas son los autobuses que pasan cada 25 minutos. Una vez que la gente abandona al alba la ciudad dormitorio para ir a trabajar, o a la oficina de empleo, o al centro social, ¿qué queda tras los muros de la ciudad? Personas en situación de desempleo o beneficiarias de prestaciones sociales, madres jóvenes y menos jóvenes que se ocupan de sus criaturas y otros familiares (los servicios de atención a la infancia y la tercera edad son una anécdota en estos barrios). Cada cual en su esquina, en su circuito cotidiano, donde apenas se encuentran las generaciones. En las HLM (Habitation à Loyer Modéré, alquileres sociales o VPO) hay espacios vacíos despoblados de personas adultas. En la banlieue no nos paseamos, nos desplazamos. Vivimos en una burbuja hermética, y los jóvenes son más sensibles al aislamiento; aún no han tenido tiempo de construir esa especie de caparazón que se forma a medida que los sueños se hacen añicos y se depositan sobre nuestra espalda: la capa de abajo herencia de los sueños incumplidos de nuestros padres. Esos chicos tal vez buscan otra forma de aprender a ser ciudadanos, distinta de las de esa institución rígida desplegada por el Estado para invisibilizar y esconder intencionadamente la diversidad.
Escuelas encerradas en sí mismas, con candados y vigilantes que piden el carnet; profesorado que convoca a las madres y padres como policías de la brigada de menores, para pedirles que vigilen y castiguen a sus hijos, y un Estado que sanciona o suprime las prestaciones sociales si se produce absentismo escolar, mientras que el profesorado privilegia el intercambio autoritario con el alumnado.
Por eso, no es de extrañar que los jóvenes se reencuentren y reagrupen fuera. Fuera, donde están ellos y la policía. ¡Qué paradoja! Tampoco es de extrañar que ensayen una manera diferente de apropiarse y reapropiarse del espacio público: sus calles, estaciones, puntos de intersección, reivindicando esos espacios como territorios abandonados por la República.
Eastas últimas semanas se ha dado otra vuelta a la tuerca. Después de las revueltas de Villier-Le-Bel, se instaló un «estado mayor de crisis» y la policía distribuyó octavillas en los buzones del barrio llamando a la ciudadanía a testimoniar de forma anónima a cambio de una recompensa de varios miles de euros.
Muchas vecinas y vecinos de Villiers-Le-Bel se manifestaron. A la cabeza de la manifestación llevaban imágenes de Moushin y de Larami con el texto: «Descansen en paz. Muertos el 25 de noviembre de 2007, sin ninguna razón».
Nada cambia. El fuego está siempre ahí, consumiendo lo que quema. Tal vez algún día encontremos un medio para que estos jóvenes no soporten ellos solos todo el fardo. Hay unas familias que están en duelo y que, a través de sus lágrimas, nos reenvían la impotencia de no tener en nuestras manos el futuro de estos barrios. Es preciso reaccionar antes de esperar a que actúe el Estado. Sobre todo cuando para el Estado actuar es sinónimo de reprimir.