Quizás vio en la tele a un padre hablando de las ventajas del servicio de «control parental», con el que piensa proteger a «su campeón» y a «su princesa» de los mensajes nocivos que podría haber en los programas de televisión. Cuando lo vi por primera vez, apenas escuché lo que decía y por un […]
Quizás vio en la tele a un padre hablando de las ventajas del servicio de «control parental», con el que piensa proteger a «su campeón» y a «su princesa» de los mensajes nocivos que podría haber en los programas de televisión. Cuando lo vi por primera vez, apenas escuché lo que decía y por un momento imaginé que hablaba de sus mascotas (¿Campeón? ¿Princesa?), pero el señor se refería a su hijo e hija, respectivamente.
Unos días después, una colega me puso sobre aviso: no era el único comercial que recurre a esos apodos cariñosos. En otro anuncio, una joven que parece ser la representante comercial de la empresa de cable, se esmera recordando a cada miembro de su familia el horario de sus programas favoritos, toda una lluvia de estereotipos: deportes para el papá, programas de cocina para la mamá y muñequitos para la princesita vestida de tul, que se asoma con palito en mano (¿Cetro? ¿Varita mágica?). En esta ocasión, no había campeón en el horizonte, pero se trata de la misma historia.
Admito que no soy un espectador neutral: detesto los apodos como «gordo», «preciosa» o similares -sobre todo si van dirigidos a quienes no son ni gordos ni preciosas-, así que no voy a presumir de objetividad en el análisis. No obstante, más allá de los gustos personales, ¿qué significa que a los niños y niñas se les asignen aquellos sobrenombres?
Usted recordará al campeón de la antigüedad, famoso por sacar de apuros a princesas en peligro. Recientemente, vimos en el cine a Perseo matando monstruos para salvar a Andrómeda. Menos fresco tendremos aquel otro acto heroico de Aquiles, quien por poco salva a Ifigenia, la niña que sería sacrificada por su padre, Agamenón. El hijo de Peleo fracasa, pero no por falta de valor o fuerza (pues entonces no sería Aquiles, «el de los pies ligeros», etc.), sino porque desiste de su heroísmo luego de escuchar las palabras de la misma Ifigenia: «¡Un solo hombre vale mucho más que mil mujeres!». Ni corto ni perezoso, el pélida puede guardar las apariencias e insistir en su papel de príncipe azul, pero al final se retirará tranquilo, sabiendo que hace bien al no arriesgar su vida por una muchachita, aunque llevase encima la diadema principesca.
El campeón medieval será un poco más «tierno», algo comprensible, pues en ese período de la historia se pusieron las bases de lo que hoy conocemos como «romanticismo»: pañuelos perfumados, serenatas a la luz de la luna, cartas de amor… y combates para ganar «los favores» de la mujer amada. Y entre el campeón y el «conquistador» no hay más que un breve galope con lanza desenfundada. ¡Ojo, las alusiones fálicas no son mera coincidencia!
Todo ello sigue actuando en nuestro lenguaje y alimenta cruciales decisiones sentimentales y familiares: enamorar a una mujer se entiende como una «competencia y conquista», una jovencita es virtuosa sólo si es virgen (como las princesas), y los padres (reyes y reinas) se esfuerzan obsesivamente en defender el honor de sus «doncellas». O quizás juegan en el otro bando, aplaudiendo las hazañas de los jóvenes gamberros que salen a quebrar narices y a desflorar un considerable número de vírgenes.
Algo me dice que hay una perversa conexión entre el preocupado «rey» del anuncio y el programa Parental Control, de la cadena MTV. En dicho reality, un padre protector y celoso somete a los pretendientes de su hija a múltiples vejámenes, que hacen la delicia de los espectadores. ¿A quién no le gusta ver a un patán embreado y emplumado, soportándolo todo, con el objeto de que un padre autorice a su hija a salir con él? Dirán que exagero, pero a mí me parece que esta reducción al absurdo expresa muy bien el núcleo, no del uso sensato de la tecnología llamada «control parental», sino del trasfondo patriarcal y machista con que se presenta al usuario y es valorada por éste. De otra manera, ¿cómo explicar los «criterios sexistas» con que se filtra la información que verán niños y niñas? Seríamos ingenuos si pensamos que papi y mami les dejarán ver lo mismo. Lo más seguro es que piensen que no hay que constreñir demasiado la «natural agresividad» del campeón, ¡pero mucho cuidado con lo que mira la princesa, no se les vaya a volver libertina!
¿Moraleja? No hay atajos en la educación de los hijos, pero sí deberíamos tomar consciencia de lo que se desliza bajo nuestras (no tan) inocentes expresiones. Es mejor que las niñas no quieran ser princesas, ya que caerán víctimas de una cruel estafa, creyendo que las aman y respetan, cuando realmente las miden, pesan, palpan y valoran con criterios bastante cuestionables. Y que los niños no se mueran por ser campeones, pues tendrán que estar siempre a la altura de unas exigencias machistas que les empujarán a la vileza y les reprocharán duramente si se inclinan por la dulzura, las palabras sinceras, verter lágrimas, ser compasivos y todo aquello que no les deje un «trofeo» en sus manos.
Sin embargo, lo más grave se encuentra en los adjetivos posesivos: mi campeón, mi princesa. El niño es el campeón de papá; la niña es la princesa de papá. Y mamá no se queda atrás, refiriéndose a sus hijos e hijas como a «sus tesoros» o a «su vida», y olvidando que ellos tienen la suya propia. Los hijos son personas, no las mascotas de sus padres.
Por todo esto prefiero mil veces a «la mala» de los cuentos, la cual, quizás por alguna especie de lapsus de guionista, resulta mucho más inteligente e interesante que la sosa y aburrida princesita. Después de todo, la elegante hechicera de la manzana envenenada es la auténtica mujer de la historia, la única que actúa por ella misma, y no porque tenga a papito y mamita detrás, ni a ningún campeón que la salve o le diga lo que debe hacer.
Carlos Molina Velásquez. Académico salvadoreño y columnista del periódico digital ContraPunto
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