Los sucesos de Cajamarca y el proyecto minero Conga generaron, finalmente, la primera crisis política en el gobierno de Ollanta Humala. Su desenlace fue la caída del Gabinete Lerner y la renuncia de 10 ministros, que fueron retirados de sus cargos en una acción que no ha sido suficientemente explicada. La situación se tornó tan […]
Los sucesos de Cajamarca y el proyecto minero Conga generaron, finalmente, la primera crisis política en el gobierno de Ollanta Humala. Su desenlace fue la caída del Gabinete Lerner y la renuncia de 10 ministros, que fueron retirados de sus cargos en una acción que no ha sido suficientemente explicada. La situación se tornó tan complicada que muchos de quienes respaldaron inicialmente al mandatario, optaron por tomar distancia o, incluso, cambiar de bandera y hablar en forma inmediata de un «viraje», cuando no de una «alevosa traición» a las promesas hechas en la campaña electoral por el Presidente Nacionalista. Incluso aliados más antiguos de Humala se apartaron -o fueron apartados- de sus cargos en lo que la prensa reaccionaria consideró una suerte de «razzia» anti izquierdista. Hoy, quince días después del desencadenamiento de la crisis bien puede decirse que la situación volvió a su punto inicial, sólo que -por cierto- en otras condiciones.
Las organizaciones representativas del pueblo de Cajamarca optaron finalmente por deponer la huelga que venían sosteniendo y plantearon la necesidad de retornar a una mesa de dialogo en procura de alcanzar acuerdos que aseguren el desarrollo regional. Poco después, el gobierno dejó sin efecto el Estado de Emergencia y restituyó las libertades restringidas por Decreto Supremo. En este marco, el lunes 19 una delegación gubernamental viajará al norte del país para abordar los problemas lacerantes que quedara trunco.
Se volvió, de este modo, casi a un punto inicial. Hay que discutir de nuevo si va -o no va- el «Proyecto Conga» y, en todo caso, cómo se encara el tema de la explotación minera en el Perú. Ese es, finalmente, el tema de fondo. Lo nuevo, es que hoy este debate se hará en otras condiciones, con otro gabinete, el que preside Luís Valdés, quien fuera antes ministro del Interior, y antes aún empresario y militar. Un Gabinete que registra la ausencia de voces seriamente progresistas, como las de Ricardo Giesecke, Eguiguren o García Naranjo.
El tema permite traer a colación diversas experiencias. No olvidemos, por ejemplo, que en los años de Velasco Alvarado, su gobierno se vio forzado a desestimar la campaña que se emprendió desde el campo popular demandando «la explotación estatal del cobre con la ayuda técnica y crediticia de los países socialistas», y suscribir finalmente con la Southern el contrato de Cuajone. Aunque hubo quienes pretendieron -en ese momento- asegurar que el hecho confirmada «la esencia pro imperialista» del régimen militar de entonces, el caso se recuerda poco hoy, cuando nadie en su sano juicio pone en tela de juicio el carácter realmente patriótico y nacionalista del gobierno de Velasco Alvarado.
Emprender un proceso de cambios profundos y de transformaciones finalmente revolucionarias sobre todo en un país como el nuestro es asumir una tarea compleja.
Alguien que conoció mucho del tema, y cuya opinión bien merece ser tomada en cuenta, hablando de la guerra para derrocar a la burguesía internacional nos dijo una vez que hacer esta guerra «una guerra cien veces más larga, difícil y compleja que la más encarnizada de las guerras corrientes entre Estados y renunciar de antemano a toda maniobras, a explotar los antagonismos de intereses (aunque sean sólo pasajeros) que dividen a nuestros enemigos, renunciar a acuerdos y compromisos con posibles aliados (aunque sean temporales, inestables, vacilantes, convencionales) ¿no es acaso algo infinitamente ridículo? ¿No viene a ser algo así como en una difícil ascensión a una montaña inexplorada en la que nadie hubiera puesto la planta, se renunciase de antemano a hacer a veces zigzags, a desandar a veces lo andado, a abandonar la dirección elegida al principio para probar otras direcciones?».
Fueron esas palabras las que usó Lenin para rebatir, en tu tiempo, a los dogmáticos «comunistas de izquierda» que le reprochaban buscar acuerdos y pactar compromisos con fuerzas y sectores que ellos consideraban «reaccionarios» y «derechistas». El bolchevique, sin embargo, confirmó la justeza de su derrotero y salvó entonces de la catástrofe a la Revolución Rusa y a su pueblo.
En política, los acuerdos y los compromisos, del mismo modo que las acciones concretas, no son solo el resultado de la voluntad. Son, sobre todo, producto de la correlación de fuerzas realmente existente. No son la consecuencia de consignas, ni de deseos apremiantes o impulsivos. Responden, en todos los casos, a una situación objetiva a la cual están obligados a someterse -aún de mal agrado- quienes luchan por la solución de los problemas de sus pueblos.
Esta reflexión viene al caso porque nos invita a pensar en la realidad del país tal cual es, y no tal como cada uno de nosotros quisiera que fuese. Vivimos -es verdad- una experiencia inédita en el Perú: un gobierno que llegó por vía electoral y que asumió compromisos de cambio, pero que se vio forzado a hacer concesiones y pactar acuerdos con otras fuerzas y sectores más bien vacilantes e intermedios. Los veinte puntos de diferencia entre la primera y la segunda votación de Humala, fueron el reflejo de esa realidad y recortaron, objetivamente, las posibilidades de acción de un ejecutivo que no cuenta siquiera con mayoría parlamentaria y que no tiene control sobre los medios de comunicación, ni sobre las otras fuerzas que operan en el país.
Humala tiene un gobierno concebido para cinco años, es decir, para 60 meses de gestión. ¿No es un poco precipitado descalificarlo porque a 4 meses de iniciada ella hizo algo que no fue compartida por una parte de la población?
Ocurre con frecuencia que, desde el campo popular, se desconoce, o de subestima, la capacidad del enemigo para actuar, la fuerza de la clase dominante y de sus expresiones políticas, sociales o propagandísticas, y se piensa que ellos son tan débiles como lo son sus propuestas y sus ideas. Pero eso no es así. Objetivamente ellos, en esta crisis, han demostrado ser incluso más fuertes de lo que se pensaba. Y han tenido la capacidad de generar una situación compleja simplemente usando en su beneficio los medios de comunicación en sus manos, o a su alcance. Y hoy imponen, incluso la agenda al gobierno obligándolo a tratar no los asuntos que él quiere, sino los que ellos le digitan. ¿Acaso no está en todas partes el tema del «Indulto a Fujimori» que si fuera un asunto de urgencia nacional? Los ejemplos, sin duda sobran, y los vemos todos los días en la aviesa campaña de prensa emprendida por la reacción, sus voceros y sus aliados.
Poca gente se ha preguntado ¿dónde estaban los apristas y los fujmoristas en los días convulsos en Cajamarca? ¿Salían a las calles, acaso, con un cartel que dijera «nosotros somos los apristas» o «los fujimoristas». Ciertamente que no. Llevaban en un inicio probablemente escondida alguna pancarta que decía «Ollanta traidor», «Ollanta, debes renunciar». Porque eso no sólo respondía a su estado de ánimo, sino también a su estrategia política. Ellos querían -y quieren- que el gobierno defraude al pueblo para que el pueblo se aleje de él; pero incluso aunque lo primero no ocurra, igual quieren que el pueblo se sienta defraudado y engañado para que le quite respaldo y entonces puedan, fácilmente, doblegarlo, someterlo, quebrarlo y finalmente echarlo.
¿Por qué odia hasta hoy la derecha a Juan Velasco Alvarado? Porque fue el único Presidente del Perú que se atrevió a cuestionar el régimen de opresión oligárquica en el estaba sumido el país. Y eso, no se lo habrán de perdonar nunca; del mismo modo que no le perdonarán jamás a Humala -incluso independientemente de lo que pueda hacer más tarde- el que haya despertado esperanza, expectativa e ilusiones en nuestro pueblo. Le pasarán la factura con el odio que rezuman las columnas de Aldo Mariátegui, los comentarios de Cecilia Valenzuela, las puyas de Jaime de Althaus, las crónicas de Rospigliosi.
Hay que entender que impulsar una transformación como la que el país requiere, no es partir de un punto y llegar a la meta sin interrupción alguna, siguiendo un proceso enteramente lineal. Quien crea eso, sólo muestra una gran dosis de candidez. Los trabajadores y el pueblo no pueden ser «espectadores» ni «neutrales» en esta lucha. Aun tenemos un camino largo -y muy duro- por delante. Y nuestra tarea no solamente consiste en saber qué hará Humala y su gobierno, sino, sobre todo, y en primer lugar, qué haremos nosotros – como pueblo- para hacer avanzar este proceso superando sus precariedades y sus contrastes. Y es que una cosa es asumir una actitud vigilante y crítica; y otra, es «pasarse al otro lado» con armas y bagajes para solaz de los opresores.
Aquí el tema de fondo no dependerá nuca de la voluntad de un caudillo. Tendrá que ver con la unidad, la organización y la conciencia de un pueblo. En otras palabras, con la fuerza que seamos capaces de forjar desde la base misma de la sociedad peruana.
Gustavo Espinoza M. Del Colectivo de Dirección de Nuestra Bandera
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