Eran las primeras horas del lunes en Francia, y ya todos sabían que Nicolás Sarkozy se había alzado con la presidencia. Para el socialismo, que esperaba de su candidata, Ségolène Royal, la sorpresa de último minuto, comenzaban horas de profunda desazón. Para los habitantes pobres de los suburbios parisinos, defraudados por las urnas y claramente […]
Eran las primeras horas del lunes en Francia, y ya todos sabían que Nicolás Sarkozy se había alzado con la presidencia. Para el socialismo, que esperaba de su candidata, Ségolène Royal, la sorpresa de último minuto, comenzaban horas de profunda desazón. Para los habitantes pobres de los suburbios parisinos, defraudados por las urnas y claramente concientes de la marea autoritaria y revanchista que se les viene, era hora de salir a las calles. En los enfrentamientos con la policía, doscientos setenta de ellos fueron detenidos.
Pero los escuadrones especiales antidisturbios de la policía no pudieron evitar que las sombras humeantes de los motines de 2005 reaparecieran, en el incendio de decenas de automóviles, especialmente en el barrio parisino de Seine Saint Denis. Es, digamos, una pequeña muestra de lo que puede esperarse en los próximos seis años. Y eso que Sarkozy todavía no es presidente, al menos, en funciones.
Es que Sarkozy era un candidato netamente tradicional. Durante toda la campaña se mostró como el partidario de la defensa de la nacionalidad francesa frente a la amenaza inmigrante, como el garante del orden y la seguridad a cualquier precio, como el referente del patriotismo más conservador. Tanto es así que muchas de sus banderas -xenofobia, tradicionalismo, etc.-, a excepción de su fervoroso liberalismo económico, parecen a simple vista sacadas más bien de la campaña de un Le Pen que de un Chirac, como bien observó el primero tras las elecciones. Por eso, su cómoda victoria, el hecho de que sólo con eso le haya bastado para convertirse en presidente de Francia, merece cierta reflexión.
Hijo de extranjeros, su padre era uno de esos aristócratas húngaros venidos a menos, y su madre una refugiada judía de origen griego. Sarkozy se volvió una figura nacional luego de los disturbios de París en 2004 – 2005: desde su cargo en el Ministerio del Interior, completamente alejado de sus orígenes familiares, comandó la feroz represión del levantamiento popular, y se negó en todo momento, con una llamativa intransigencia, a cualquier forma de negociación.
Los disturbios, recordémoslo, fueron protagonizados por los habitantes de los suburbios parisinos, en buena medida inmigrantes, y en muchos casos de origen musulmán[1] -a quienes el entonces ministro y flamante presidente redujo públicamente a la categoría de «escoria de Francia»- se dirigían precisamente contra la escalada represiva y la «tolerancia cero» que Sarkozy impulsaba desde su cartera. Ya entonces, los primeros sondeos mostraron que más del 60 % de la «opinión pública» -esto es, las personas de clase media urbana que suelen aparecer en las encuestas- daba un apoyo rotundo a la represión.
Pero no eran sólo maquinaciones del establishment: ahora sabemos que Sarkozy ha superado el 53 % de los votos. Es cierto que todavía falta mucho para las elecciones legislativas, pero también lo es que parece difícil desandar el camino que volvió factible su rotunda victoria en tan poco tiempo. La estrategia electoral de Royal para esta segunda vuelta, que incluía el desplazamiento de su discurso desde el centro izquierda hacia el centro -intentando por esta maniobra captar el voto católico tradicional expresado en la candidatura de Bayrou– se ha mostrado como un rotundo fracaso, y el socialismo ha quedado, tras su derrota, al borde del cisma más profundo de su historia. En cuanto al candidato del centro, el mencionado Bayrou, veintidós de los veintinueve legisladores que lo apoyaron se han pasado de bando, pero no a las filas de Royal, sino a las de Sarkozy.
¿Cuál es la clave del «fenómeno Sarkozy»? Los propios analistas del proceso político francés reconocen azorados su error, al subestimar la potencialidad del discurso del nuevo líder derechista. Sin embargo, creo que ahora han pasado a sobreestimarlo, con los efectos negativos del caso. Veamos: según Eduardo Febbro, la dominación actual que ejerce el discurso de Sarkozy «ha sorprendido incluso a los observadores más agudos de Francia. Sarkozy entró en las urnas con un discurso que se inscribe en total oposición a la cultura política francesa. Por ejemplo, su propuesta política tiene acentos intimidatorios y, sobre todo, es antiigualitaria, en una sociedad marcada por su aspiración y su construcción del igualitarismo […] Sarkozy lideró una auténtica revolución de la derecha y llegó a romper con una de las tradiciones políticas más fuertes de Francia, es decir, el gaullismo social, la derecha social. El candidato conservador renovó desde el pensamiento de la derecha hasta su propio lenguaje».[2]
Por su parte, el reconocido historiador francés Emmanuel Todd reconoce haber evaluado incorrectamente la potencia de Sarkozy: «Subestimé el fenómeno Sarkozy porque no veía cómo su discurso fundamentalmente antiigualitario, comunitarista, amistoso con los ricos y duro con los pobres, absurdamente bushista, podía seducir al electorado. Porque Sarkozy estaba en una lógica de enfrentamiento con los valores igualitarios de Francia, no me preocupé mucho».[3]
Aunque es tarde para preocuparse, no lo es tanto para la tarea de comprender, que por suerte multiplica sus efectos en la medida en que el acontecimiento se despliega en el tiempo. De este modo, tal vez podamos ver que gran parte del éxito de Sarkozy es, en verdad, producto de los cambios sociales, económicos y culturales acaecidos en los últimos años, bajo el gobierno de Chirac.
Por ejemplo, habría que señalar al lector que gran parte del tan mentado «discurso social del gaullismo» había sido abandonado, en verdad, ya por su máximo referente, el presidente saliente, quien en sus años de ejercicio propulsó una buena cantidad de medidas tendientes al lento desguace del sistema de bienestar francés. Es que Francia, incorporada a la UE, debía superar los desafíos de la competitividad, y para ello, arguyó la derecha republicana durante estos últimos años, el Estado debía volverse «eficiente» -léase «invisible»-.
Como sabemos, las transformaciones económicas acompañan y son, a su vez, impulsadas por los cambios culturales. Es bastante notorio, luego de los resultados del domingo, que la cultura política francesa ya había cambiado mucho antes de que el flamante primer mandatario presentara su candidatura. El acierto del candidato derechista residió, en todo caso, en su capacidad de leer e interpretar el cambio en la modalidad cultural que acompañaba a la contienda política.
En otras palabras, Sarkozy no lideró revolución alguna: antes que de una revolución, se trató de una revelación. El ciudadano francés promedio, que ha sufrido en los últimos años los efectos negativos del estancamiento económico y el desempleo creciente, productos colaterales de la integración continental, y que ha sido bombardeado por los argumentos neoliberales desde los medios masivos de comunicación, cada vez tiene menor conciencia de la relación entre sus necesidades y las de la colectividad a la que pertenece.
Es tal vez por ello que Royal debió contender con Sarkozy, en una serie de debates dedicada exclusivamente a los temas locales -y eso mismo debería resultar llamativo en una nación con la proyección internacional de Francia-, una agenda electoral que reflejaba de antemano, en buena medida, los intereses del votante del candidato derechista: el tema de la seguridad, por ejemplo, tuvo el mismo espacio que las políticas públicas de generación de empleo, y la voluntad de la candidata socialista de ampliar los beneficios sociales chocó una y otra vez contra la crítica obsesiva del ex ministro del Interior, obstinado con el objetivo del equilibrio fiscal.
Pero hubo otro terreno en el que Sarkozy sacó ventaja respecto de Royal. Me refiero a los sentimientos crecientes de intolerancia y xenofobia que han aparecido en la Francia de los últimos años. Es que Sarkozy ha logrado movilizar los sentimientos que formaban parte del nacionalismo cultural de corte estatalista, hoy en retroceso, al dirigir parte de la frustración de la sociedad por la situación económica y social, así como por el ascenso de los nuevos valores culturales propios del neoliberalismo -individualismo, exclusivismo- hacia los grupos de inmigrantes extranjeros, cada vez más visibles en los suburbios parisinos[4]. Resulta por demás evidente que, aunque extinto en su vieja forma nacionalista, el fondo de sentimientos en que ésta abrevaba sigue vigente.
En definitiva, como sostuve ya en otro trabajo[5], la aparición de diversas formas de intolerancia, típicas del viejo nacionalismo, demostraban que, si bien éste se hallaba en un franco retroceso, muchas de aquellas habían sido refundidas en nuevas «estructuras de sentimiento», capaces de llegar a vastos sectores de la ciudadanía europea y occidental. Bajo la apariencia de un progreso moral, el racismo y la discriminación siguen siendo marcas habituales de la conciencia europea.
Y es que Europa, relativamente próspera en un mundo cada vez más pobre, viene pagando el precio de esa prosperidad a través de la recepción de verdaderos aluviones migratorios cuyos efectos sobre la conciencia social son bien conocidos, y que han reavivado, si no el fuego extinto del nacionalismo ligado directamente a la defensa de los derechos nacionales, sí el etnocentrismo europeísta que, de alguna manera, latía en aquel como premisa. Este etnocentrismo ya no opera como un mandato de dominio, pero sí como una legitimación de la propia superioridad cultural y una negativa rotunda a la asimilación del Otro, a su identificación con la propia mismidad.
Por todas estas razones, la victoria de Sarkozy en las presidenciales del último fin de semana era más que esperable, aunque ello no implique que el camino esté allanado para el nuevo líder de la derecha. Los motines que despertó su victoria -diría más, la ocurrencia misma de dicha victoria- demuestran a las claras que la sociedad francesa, económica y culturalmente fragmentada, atraviesa un período de profunda polarización social, en el cual es esperable que las manifestaciones inorgánicas de descontento, al no ser adecuadamente canalizadas, deriven en oleadas de violencia popular contra la prepotencia del nuevo gobierno. Sarkozy no la tiene fácil: ha vencido claramente, pero ahora debe demostrarnos que es capaz de gobernar.
[1] Véase Xavier Temisien: «Los barbudos y los jóvenes», Le Monde, publicado en Ñ. Revista de cultura, Buenos Aires, 17/02/07. Mi propia mirada sobre los disturbios y el ascenso de Sarkozy, en Meler, Ezequiel: El asedio a la Meca, en www.rebelion.org, 20/02/06.
[2] Véase Eduardo Fabbro: «Sólo un milagro puede frenar a Sarkozy», en Página 12, 06/05/07, pp. 24 y 25.
[3] Véase Le Nouvel Observatour, 26/04/07. También, Fabbro, ibídem.
[4] Temisien, ibídem.
[5] Véase Meler, Ezequiel: «El asedio a la Meca», ibídem. Lo que sigue se basa, en parte, en dicho texto.