El destino del tratado constitucional de la Unión Europea preocupa poco al ciudadano común. Hay quien aducirá que no podía ser de otra manera: si casi dos años atrás el interés por la cuestión fue entre nosotros liviano, las noticias llegan ahora un tanto deshilachadas y, para que nada falte, la controversia está a la […]
El destino del tratado constitucional de la Unión Europea preocupa poco al ciudadano común. Hay quien aducirá que no podía ser de otra manera: si casi dos años atrás el interés por la cuestión fue entre nosotros liviano, las noticias llegan ahora un tanto deshilachadas y, para que nada falte, la controversia está a la orden del día.
El punto de partida de las disputas parece, sin embargo, claro. Como quiera que Francia y Holanda, que celebraron sendos referendos al efecto, no han ratificado el tratado, éste no puede entrar en vigor. No procede invocar, por añadidura, la norma que señala que, de aprobar aquél un mínimo de veinte Estados, las instancias competentes examinarán lo que debe hacerse y, cabe suponer, sacarán el texto adelante. Mil veces se ha repetido que esta salvedad partía de la premisa, cierto que no verbalizada, de que entre los miembros de la UE reticentes a dar su visto bueno al tratado se contasen en exclusiva países de relieve menor y, tal vez, incorporación reciente. Aunque el sano juicio ha ido reculando, pocos son los que dudan de que la clásula ‘de los veinte’ no es de aplicación, en cambio, en casos como los de Francia y Holanda. Agreguemos, en fin, que el resultado de los referendos galo y neerlandés ha abocado en la silenciosa y poco edificante cancelación de las consultas que se intuía podían conducir a nuevos rechazos.
Tres grandes respuestas han cobrado cuerpo ante un escenario como éste. La primera afirma, por sorprendente que pueda parecer, que aquí no ha pasado nada y que, de resultas, debemos actuar como si no se hubiesen celebrado los referendos francés y holandés. En el trasunto de esta percepción, traducida en una defensa casi militar del tratado, está la presunción de que, aunque en ocasiones no se expliquen de forma convincente, los dirigentes de la Unión nunca se equivocan. Debo confesar que cuando, un par de años atrás, me preguntaban si existía un plan B para preservar incólume, cayese la que cayese, el texto en cuestión, solía responder, sin creerlo yo mismo en demasía, que naturalmente que sí. El terreno para que el plan B germine se ha ido labrando de la mano de un puñado de declaraciones que antes que otra cosa reflejan la estulticia de sus emisores. Ahí están, por ejemplo, esos procelosos cálculos que computan puntillosamente los ‘noes’ registrados en los pocos países que han organizado referendos, y acopian sin cautela, en cambio, la cifra bruta de los habitantes de los Estados cuyos parlamentos han ratificado, sin consulta popular alguna, el tratado. Pero está también la torticera sugerencia de que hay que aguardar, como si esto cambiara un ápice el panorama, los resultados de las próximas elecciones francesas y holandesas. ¿Por qué no esperar también a conocer lo que votan los ciudadanos en los países que han ratificado el tratado? Si a la postre se impone el ‘aquí no ha pasado nada’ -sobre la base, tal vez, de la confianza en que el tiempo hará que las aguas bajen más tranquilas en Francia y Holanda-, lo suyo es que provoque una justificada rebelión y, con ella, una crisis aún más honda.
La segunda respuesta sostiene que hay que salvar, y sacar adelante, determinadas partes del tratado constitucional y tirar por la borda, claro, otras. Como quiera que nadie negará que había elementos respetables en aquél, a primera vista no hay motivos para rechazar este horizonte. Harina de otro costal es, claro, la determinación de cómo debe actuarse. ¿Qué segmentos habrían de preservarse? ¿Existe un amplio consenso al respecto? ¿Es material y jurídicamente posible desgajar sin más, como algunos piden, la tercera parte del texto? Y, sobre todo, ¿quién ha de tomar las decisiones que hagan al caso? Una vez la población -al menos en algunos Estados- ha podido expresarse, ¿cómo casaría con ello una fórmula que devolviese la capacidad de decisión, en exclusiva, a las elites dirigentes? La imaginable celebración de nuevos referendos en Francia y Holanda, ¿no generaría la impresión de que se trata de colar, como sea, el tratado, y no levantaría, en paralelo, problemas en los Estados que ya han ratificado éste?
El meollo de la tercera respuesta es la demanda expresa de que todo empiece desde cero, procurando no repetir los errores de la Convención y los desatinos de los dos últimos años. Aunque en términos democráticos, y conforme a la legalidad, éste es el único horizonte hacedero, ninguna garantía existe de que el proceso llegue a buen puerto, tanto más si -como parecen desearlo algunos partidarios de esta opción que, llamativamente, quieren volver a las andadas de 2004-2005- se rehúye el camino de la libre y directa expresión de la voluntad popular. Al margen de lo anterior, la posibilidad que nos ocupa no encaja con las prisas de quienes desean conferir un marchamo legal más sólido al desorden neoliberal imperante o, en su defecto, aspiran a que la bicicleta siga pedaleando, no vaya a ser que la crisis vaya a más…
Desemboquemos, con todo, en lo principal: lo realmente grave no es que las tres opciones descritas planteen problemas acaso insorteables. Lo inquietante, antes bien, es la negativa de buena parte de la elite dirigente de la UE a tomar nota de lo que pasa. ¿Por qué tantos se han preguntado por las razones, que supuestamente ocultarían agudas patologías, del ‘no’ francés, y tan pocos, en cambio, por la sonrojante normalidad del ‘sí’ español? Aun a sabiendas de que las razones del ‘no’ fueron muchas y variadas -no así, dicho sea de paso, las del ‘sí’, con el grueso de la gran familia socialista cerrando filas, a saber por qué, con liberales y conservadores-, prestemos oídos a quienes se inclinaron por repudiar el tratado por entender que apenas permitía encarar un atávico ‘déficit democrático’, daba alas a una desafortunada aberración estatocéntrica, ratificaba sin rebozo la quiebra, cada vez más palpable, de los Estados del bienestar, alentaba esa formidable superstición llamada competitividad y perfilaba, retórica aparte, una política exterior profundamente insolidaria. Éstos, y no las minucias que rodean a las desventuras de un aciago tratado constitucional, son los problemas que acucian hoy a la Unión Europea.
Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y colaborador de Bakeaz.